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Diez años atrás brindé al comisionado del Brasil su última oportunidad. La perdió. Durante dos años, desde septiembre del año 27 a junio del 29, mandé retenerlo en Itapúa. No hay mejor recurso que mantener a la gente en espera para que muestre las hilachas. Por no fiarme del tarambana de Ortellado, lo reemplazo por Ramírez, el único que puede medirse en cinismo y bribonería con Correia. Lo primero que has de decirle, mi estimado José León, es que el Brasil debe dar entera satisfacción a la República del Paraguay sobre todas sus reclamaciones, y no entretener, demorar, pasar el tiempo y tal vez los años con fútiles pretextos de vanas, frivolas e infructuosas diligencias, seguramente con la idea de frustrar con tales procedimientos nuestras justísimas demandas en materias y hechos bien sabidos, sobradamente notorios, pensando sin duda que aquí no tenemos bastante conocimiento de todo y pretendiendo además con gracioso empeño venir a espiar con sospechosa mala fe nuestro territorio. Debes leer al bribón esta parte del oficio, muy solemnemente, marcando las palabras, los silencios, las pausamenazas. Tu misión es hostilizarlo de las mil maneras que se te ocurran, hasta que ceda, cumpla o se largue. Sacarle tientos muy finos, no importa el tiempo que te demande la tarea. La mayor discreción, eso sí. Todo como de cuenta tuya, sin comprometer al Supremo Gobierno. Sus órdenes serán cumplidas, Excelencia. Voy a ser muy sigilativo. Aloja a Correia y a su comitiva, José León, en la ex comisaría. Ortellado me informa que el enviado del imperio me ha traído como sobornario presente del emperador cien caballos de raza árabe. Mételos en el potrero más pelado de pasto que encuentres, de modo que los corceles arábigos descoman a gusto y descarnezcan a voluntad; y que el malandrinazo del imperio se los lleve al regreso. ¿Me has entendido, José León? Perfectamente, Excelencia. No te achiques ni este filo de uña. No retrocedas ante el emisario una sola pulgada, ni un tranco de pulga, por mejor decir. Usted me conoce bien, Excelentísimo Señor. Voy a estar muy altivo.

A la espera de lo que pase me encierro en el Cuartel del Hospital. Corto así toda posibilidad de comunicación oficial. De paso, me dedico por entero a mis estudios y escritos.

Completo silencio de mi flamante comisionado. ¿Qué pasa ahí? Envío a mi oficial de enlace, el Amadís Cantero. Correia da Cámara lo denigrará más tarde en sus informes y memoriales. Será la única vez que diga la verdad. 1

Con alguna razón, sin duda Correia protesta contra Cantero. Entretanto, mi exegeta y oficial de enlace intercepta sus mensajes e informes secretos. Itapúa es un hervidero de pequeños acontecimientos, partea Cantero. Suceden casi insensiblemente y como en secreto, dice, fiel a su manía de literaturizar las cosas. Don José León Ramírez ha puesto a toda la gente, incluso al subdelegado, al comandante, y a los oficiales, a la tropa entera de la guarnición, a cazar pulgas. El propio don José León, metido en una canasta más grande que una canoa, aviada con botijas de agua y bastimentos, se ha hecho remontar mediante un aparejo hasta la cumbrera del edificio de la Delegación, presumiblemente empeñado también, a su modo, en la cacería de pulgas. No ha dado de sí, en estos tres últimos días, más señales de vida que algunos estremecimientos de la canasta en lo alto; remezones semejantes a furiosos ataques de chucho. ¿Qué hago, Excelencia?, pregunta Cantero. Espera, le ordeno. Continúa estirando la suela a Correia.

La indignación de Correia da Cámara estalla: «Es indecible lo que el Dictador me está haciendo padecer. Soy el representante de un Imperio y me trata como a un vulgar ladrón de caballos. Más que hospedado dignamente, estoy detenido, secuestrado casi, en el infecto rancho de una ex comisaría, en medio de un pantano. A despecho de este extremo ignominioso, por mí no me quejaría pues en

el servicio de mi país y de mi Soberano debo soportar los mayores sacrificios. ¿Es justo, empero, que mi esposa e hijas soporten tan indignos vejámenes? Nos encontramos rodeados de charcos de los que fluyen miasmas pestíferos, pútridas emanaciones, insectos conductores de paludismo, disentería, vómitos negros. Tempestades, vientos desabridos, lluvias a torrentes, aguaceros con granizos, caen intempestivamente a cada momento. ¡Rayos, centellas, todas las miserias del mundo! Tolderías de indios. Lupanares por doquier. Mi mujer y mis hijas están condenadas a presenciar obscenos e infames espectáculos. El cuarto en el que hemos tenido que refugiarnos ha perdido la mitad de sus tapias. Desde nuestra llegada nos ha sido imposible dormir ni descansar. El techo de zinc es apedreado desde medianoche hasta el alba. Borrachos pasan a todas horas frente a la casa lanzando gritos y piedras contra puertas y ventanas, como divirtiéndose. Los indios se introducen en la vivienda y molestan a mis esclavas. Roban las vituallas. Apestan el ambiente con la fetidez de sus sucias personas. Soldados que se fingen ebrios tratan de forzar la puerta, y sólo se retiran cuando yo mismo los amenazo con disparar sobre ellos.

»Ayer fusilaron a un ladrón, a veinte pasos de mi ventana. ¿Dónde está el delegado? Lo mando llamar. El espía Cantero desvergonzadamente me sale con la especie de que está ocupado, de que no puede atenderme porque se ha puesto a cazar pulgas. Sosiégúese, Excmo. Señor Enviado Imperial, trata de aplacarme con fingida cortesía. Tenga S. E. la absoluta seguridad de que si el Delegado del Supremo Gobierno del Paraguay, Dn. Joseph León Ramírez, está cazando pulgas, lo hace sin ninguna duda en obsequio a su comodidad. ¡No son pulgas solamente, se-ñor Oficial, la única plaga que nos atormenta en este infierno!, le replico. Pido, es más, exijo ver al delegado inmediatamente, y usted me dice que se halla metido en una canasta en lo alto del edificio de la Delegación de Gobierno, embarcado en la absurda cacería de pulgas. Recuerde S. E., dice imperturbable el espión-escritor, que cada uno tiene su manera de matar pulgas, y el Delegado del Supremo Gobierno es infalible en sus métodos.

»Esto no es todo, senhor Cantero. Esta mañana, una india vieja me exigió una fuerte indemnización alegando que su burra había sido forzada y muerta por el burro que transportaba agua a este tugurio. Tuve que indemnizarla con un doblón de oro, pues menos no ha querido aceptar. ¿Le parece a usted que todo esto es soportable? Para, colmo, la mortandad de la peste está creciendo. Pasan de quinientos los infelices que con mis ojos y desde la puerta de esta cabaña he visto enterrar en las inmediaciones. Todo sucede en un día, y un día no tiene aquí diferencia del que le sigue en todo un año, de suerte que ignoro si he llegado aquí la semana pasada o el siglo pasado. ¡Igual que en los sueños, Excmo. Senhor!, se burla Cantero. A propósito de sueños, hará cosa de ocho días tuve uno respecto del Paraguay y del Brasil. Soñé que el Brasil sería el mayor imperio del mundo si su línea divisoria se extendiese hasta la margen del río Paraguay hacia el oeste, y hasta el río Paraná hacia el sur. Soñé, agregó el taimado espión, que el Paraguay y el Brasil formaban no solamente una alianza total, sino una unidad completa. No creo, sin embargo, que tales sean las vistas del Imperio del Brasil. Por otra parte, no creo en sueños, dijo. Tuve que replicarle con toda severidad: ¡Yo creo menos aún en trapacerías disfrazadas de sutilezas! ¡Un paso más, senhor Roa, 1 en el camino de los insultos, y conocerá el Gobierno paraguayo hasta qué punto el representante del Imperio sabe sustentar la dignidad de su eminente carácter y la ofendida majestad de su soberano!». (Inf. de Correia, op. cit.)

Mi confianza en Ramírez no está rota aún. Debe estar tramando algún ardid contra el enviado de la corte imperial.

Como verá, Su Excelencia, me dice Cantero en su último parte, estoy tratando por todos los medios posibles de ablandar al emisario de la corte imperial y sonsacarle las segundas y terceras intenciones que pueda traer, según Su Excelencia me ha ordenado. En un giro que me pareció acertado y oportuno, tenté a tirarle de la lengua con el pretexto de un sueño que fingí haber tenido acerca de la alianza entre el Paraguay y el Brasil y de que juntos formaríamos la potencia mayor de este Continente. El enviado imperial se muestra tan deprimido, que sinceramente comienza a inspirar lástima.

En las frescas galerías del Cuartel del Hospital disfruto imaginando al enviado del imperio devorado por mosquitos, chinches y pulgas. Invadido por las víboras de los esteros. Achicharrado por el calor del verano en el horno ruinoso de la ex comisaría. Acosado por el moscardón Amadís Cantero, que quiere averiguar por medio de sueños los planes expansionistas del Brasil.

Por fin, oficio de Ramírez. Triunfalmente me explica en detalle, a escala milimétrica, la relación que existe entre el salto de la pulga y la longitud de sus patas. Salto que varía de macho a hembra, antes y después de chupar la sangre de sus víctimas; también antes y después de la cópula, con perdón de Vuecencia. El infame espolón de mi delegado ha registrado todos los movimientos copulatorios en procaces dibujos.

Parte confidencial de Cantero: Lo que el Señor Delegado Ramírez ha subido con él en la canasta al techo de la Delegación, Excelencia, no ha sido bastimentos ni agua únicamente; también ha embarcado en la canasta a una de las doncellas de servicio del enviado imperial. Tan discreto ha andado por las alturas el Señor Delegado, que nadie ha visto ni ha sospechado nada. Con el vientre abotonado a la antigua, los ocupantes de la canasta se han frotado alegremente las mantecas haciendo la bestia de dos espaldas sobre el techo de la Delegación. Por su parte, el enviado del imperio se me ha quejado de que la invasión de pulgas ha crecido considerablemente. Estoy tratando de que no se entere del hecho, ya publicó y notorio en el pueblo. Hasta los indios se ríen de la canasta-que-subió-al-cielo. Mucho me temo que el desconfiado brasilero quiera resarcirse a su vez de la indemnización que ha pagado a la india por la burra muerta. La bella esclava mulata luce sin embargo muy satisfecha después de su encanastamiento con el Señor Delegado. No podemos decir sino que Dn. Joseph León Ramírez ha logrado astutamente, con algún sacrificio de su parte, bueno es reconocerlo, beneficiar nuestra causa. La mulata es la que sustrae la correspondencia secreta de su amo, cosa que nos permite copiarla íntegramente a fin de mantener a Vuecencia plenamente informado de las comunicaciones del enviado del imperio a su cancillería.

Ordeno a Cantero que amaine su ofensiva amansadora. En el último parte me informa: He invitado, Excelencia, al enviado imperial y a su familia a dar paseos a caballo por las hermosas florestas del Paraná. Ha rehusado secamente. Le he enviado entonces de obsequio una hamaca paraguaya para él, su esposa y sus hijas. Luego unos arreos de plata labrada. Idéntico rechazo. Con motivo de la fiesta nacional de su natalicio, Excmo. Señor, el enviado imperial aprovechó la oportunidad para poner de relieve su enojo. El 6 de enero del año anterior lo había festejado en forma extraordinaria. Mandó prender dos grandes hogueras e iluminar el frente de su residencia con ochocientas velas, del modo como yo le he referido que la población paraguaya rinde velariamente su devoción a nuestro Supremo Dictador. Además de las velas, el comisionado del imperio repartió limosnas a los pobres y, vestido de gala, asistió con su familia a las danzas y juegos del pueblo. Este año, en cambio, mantuvo cerradas las puertas y ventanas de su vivienda, y vestido con el traje más burdo se paseó en forma ostensible y desafiante frente a la misma. Me permití hacerle notar la diferencia de su actitud de un año a otro. ¿Qué obligación tiene, me respondió ásperamente, el plenipotenciario de un Imperio de festejar el cumpleaños de un gobernante que lo retiene diez y siete meses en un pueblo de indios, indecente y malsano? Un hombre continuamente maltratado no debe ni puede divertirse. Haga saber a su Dictador Supremo, que parece jactarse de que el Brasil le teme, que no hay tal. El Imperio no se asusta de cosas pequeñas y toma las injurias a su enviado como de quien vienen. Hágale saber, de mi parte, que si hay entorpecimiento en la marcha de las negociaciones, ello se debe a la doblez de conducta del Gabinete Paraguayo, enfermedad moral ciertamente desconocida en la Corte de Río de Janeiro. ¿Cómo debo responder, Excelencia, a los desplantes de este mísero enviado? Déjalo que se desahogue. Decirle que si tiene de verdad algo importante que decirme, que vengan primero las pruebas con el cumplimiento de la palabra empeñada sobre el envío de armamento y demás. Si no lo tiene, que se vaya por donde ha venido. Debo informar también a Vuecencia que las osamentas de los caballos arábigos, traídos de regalo por el enviado del imperio, blanquean ya en el potrero bajo bandadas de aves de rapiña. Diles, Cantero, de mi parte, a los cuervos, ¡buen provecho!

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1 «Lector de novelas de caballería escritor él mismo de bodrios insoportables; uno de los más decididos pedantes del siglo, este esplandián español naturalizado paraguayo, el más vil sabandija que he conocido en todos los años de mi vida. Su fuerte es la historia, pero muchas veces hace actuar a Zoroastro en China, a Tamerlán en Suecia, a Hermes Trimegisto en Francia. Intrigante de la peor calaña, se debatía en la miseria hasta que se colocó de espía junto al Supremo Dictador, ante quien goza, según me informan, de gran predicamento. Noche a noche, me ha estado leyendo algo vagamente parecido a una biografía novelada del Supremo del Paraguay. Abyecto epinicio en el que pone al atrabiliario Dictador por los cuernos de la luna. En cuanto al Imperio y a mí, el Amadís se refiere en los términos más innobles. Amparado en la impunidad, en la ignorancia, en la vileza, ha derramado sobre el papel una espantosa mescolanza de infamias y mentiras. Lo peor de todo es que he tenido que soportar con fingida y entusiasta admiración la lectura del delirante manuscrito a lo largo de estos dos años. Forzado a escuchar al truhán de su autor, los dos hemos llorado a lágrima viva entre el espeso humo de excrementos vacunos que se queman aquí para combatir la insectería. Sus lágrimas son para mí el mejor homenaje de su emoción y sinceridad, de su admiración y respeto por nuestro Supremo Dictador; se ha atrevido a decirme el biógrafo y espía del sultán del Paraguay. ¡Es el tormento, la humillación más atroz, que se me han infligido jamás!» (Inf. de Correia, Anais, op. cit.)

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1 El compilador desea aclarar que el lapsus y la mención no le corresponden; el informe confidencial de Correia menciona textualmente este apellido, según puede consultarse en el tomo IV de Anais, p. 60. (N. del C.)