No llegará el negro a pasar de Capricornio. Su falsa inventiva lo clava en la irreverencia delatora. Eco de antiguas bellaquerías de mis detractores, que atribuyen mi odio por los patricios a los frustrados amores con la hija del coronel Zavala y Delgadillo. No menciona nombres el audaz hablantín. Chocarreras vaguedades sobre la Estrella del Norte, apodo con el que por donaire se conocía a doña María Josefa Rodríguez Peña, madre de la hermosísima Petrona. Público mote correspondiéndose en la boca del negro con mi más guardado secreto. Historia fingida de una constelación. Prueba al canto de que hasta a través de las más lejanas galaxias el ruin gusano acaba siempre picando la salud de la fruta. El corazón del negro ya estaba picado. Le hice aplicar una tunda de azotes. Los recibió sin un gemido. Luego se arrodilló a mis pies pidiéndome perdón. Le brindé una oportunidad para rehabilitarse. Fue la última vez que cometí un acto de estúpida conmiseración. Me siguió engañando un tiempo. En mi presencia, humildad, discreción sin ejemplar; a escondidas, el peor de los truhanes. Se tornó cínico, libertino, borrachín, relajado ladrón. Ayudado por la india Olegaria Paré, su concubina, empezó a robar en los almacenes del Estado. Lo vil con lo vil se junta. A mis espaldas empezó a cobrar gajes, coimas por presuntas mediaciones ante el Gobierno. Rufianadas de toda especie, que respondían a su prodigiosa capacidad de truhanería, de invención, de malicia. Todo el mundo se disputaba los favores del famoso chambelán en que se había convertido mi antiguo paje. Entre tanto, la india ya embarazada a punto de parir seguía vendiendo de postín en la plaza del abasto, hasta en las casas de los enemigos, las mercancías que su amante robaba. Piezas de lienzo inglés, bramantes, arrasados de hilo, gasas-libélulas, pecheras de encajes, cintas de colores, pañuelos, juguetes, fueron a parar a manos de los derruidos linajes, de los chapetones arruinados, de los engreídos patricios. Daban lo que no tenían para pagar estos lujos robados a las Tiendas del Estado. Inmenso regocijo. Una guardia lo pilló arrojando por las claraboyas rollos de cintas que se deshacían en la brisa del río. 1
Una tarde, al volver del paseo, el pasmo me clavó en la puerta del despacho. Enfundado en mi uniforme de gala estaba el negro sentado a mi mesa dictando con destemplados gritos las más estrafalarias providencias a un escribiente invisible. Completamente borracho, hojea deshojando los expedientes amontonados. Me cuesta arrancarme al estupor que ha hecho de mí una piedra de imaginación, digo de indignación. ¡Lo peor es que en la alucinación de mi cólera me veo retratado de cuerpo entero en ese esmirriado negro! ¡Remeda a la perfección mi propia voz, mi figura, mis movimientos, hasta el menor detalle! Se levanta. Saca de su escondrijo las llaves del arca de caudales. Retira el grueso legajo que contiene los procesos de la Conspiración del año 20. También empieza a deshojarlo. Lanza puñados de hojas al aire vociferando insultos contra cada uno de los sesenta y ocho traidores ajusticiados. ¡Terribles anatemas! Los mismos con que yo suelo apostrofarlos todavía, después de veinte años.
No me ha sentido entrar. No repara en mi presencia. Al fin me ve. A pesar de su borrachera pega un bote hasta el techo. La embriaguez de la desvergonzada pantomima aumenta su locura. No escucha mis improperios, mis amenazas. Salta sobre mí. Me arranca la chaqueta, me desgarra la camisa. Me torea. Baila en torno a mí gangoseando una mágica melopea. Me arrincona, me acorrala contra el meteoro metiéndome en el cambaluz que está representando ese mono disfrazado del Supremo Dictador de una Nación.
En un rápido giro se transforma ahora en cada uno de los sesenta y ocho ajusticiados. Son ellos los que ahora me insultan, me apostrofan, me juzgan a mí, caído detrás del piedrón. Sesenta y ocho figuras que forman una sola en el ritmo de vértigo que electriza los movimientos del negro. Sesenta y ocho imágenes de proceres traidores, más fieles a sus desaparecidas figuras, que los retratos pintados por el procerógrafo Alborno. Sesenta y ocho voces de ultratumba en la sola atiplada voz del negro. ¡Guardias!
Turulatos, atemorizados por la inminencia de una feroz batalla, húsares, granaderos, urbanos, entran agazapados, dispuestos a enfrentar a una legión de demonios. No me ven en la penumbra. Únicamente al negro, en quien me ven a mí, desplazándose a saltos entre los muebles, haciendo refulgir la empuñadura de oro del espadín, los hebillones de plata de los zapatos napoleónicos.
El mico suprémico centellea de un lado a otro. Alaridos rajan el aire del despacho. Rebota el negro de una pared a otra. Se estrella contra el techo, contra el piso; de nuevo contra las paredes, contra los muebles, contra los armerillos, contra las banderas, contra las rejas de la ventana. Al fin queda quieto, hecho un nudo, sobre el aerolito, riéndose estentóreamente. Gritándome aún insultos con el remedo de mi voz. Interjecciones, exclamaciones obscenas. Soflamas groseras, aprendidas en el libertinaje más soez.
¡Ahí!, apunto con el índice levantándome del piso. ¡Ahí está! ¡Préndanlo de una vez, idiotas! Me salen a mí las órdenes chilladas con la voz del negro. Los guardias no saben aún por quién decidirse. Si por mí, casi desnudo, negro por la penumbra, por la cólera; si por el negro, travestido, sudoroso, resplandeciendo en lo alto del meteoro. ¡Ahí!, grita a su vez el negro. ¡Llévenlo, guacarnacos, espolones! ¡Sáquenlo de aquí!
Nos llevan a rastras a los dos. El negro se debate aún con todas sus fuerzas. Muerde, desoreja a uno; troncha a dentelladas el dedo gordo de otro guardia. Lo desmayan a culatazos. Lo sacan dejando un rastrón de sangre, de vómito hediendo a aguardiente de pulpería. Las piezas del traje de gala, esparciéndose sobre el piso se estremecen aún en los últimos espasmos de ese vértigo de pesadilla. Un zapato anda dando vueltas por el aire en busca del pie que ha perdido. Cae sobre la mesa convertido finalmente en pisapapel.
Negó todos los cargos del sumario. Las vergas de toro no consiguieron arrancarle nada más que lo menos. Bejarano, Patiño, los verdugos guaykurúes lo trabajaron concienzudamente en el Aposento de la Verdad. Desollado, ceniciento, se mantuvo en sus trece. Fui a verlo una noche. Lo espié a través de una rendija del calabozo. Perenne sonrisa de burla entre los labios hinchados, amoratados. Tercamente negó sus delitos. Hasta llegó a amenazar que haría caer a muchos si hablaba; a gente que llegaba hasta el techo del Gobierno, dijo: Altos oficiales, funcionarios, a quienes él había prestado dinero. Lo peor de todo, sus actos de ladronicidio en complicidad con la india.
Declaración de la india Olegaria Paré:
Jura como que es cierto y dice como verdad que ha tenido tratos y comunicación con el criado Joséph María Pilar, el cual para el efecto le ha solicitado personalmente, sin valerse de otro alguno, y desde el mes de setiembre de mil ochocientos treinta y cuatro ha principiado a valerse de ella. También declara que estos servicios los hacía gustosamente a Smd. el señor Joséph María por el gusto de gustarle a él y no por ningún otro interés… (testado lo que sigue del párrafo).
Habiéndose negado a las primeras solicitudes aceptó por su entera voluntad irse con Dn. Joséph María por el mes de Octubre, mientras S. E. estuvo en dicho Cuartel. Habiéndole indicado Dn. Joséph María las medias Islas que hay en las costas del arroyuelo que pasa por frente del citado Cuartel como lugar proporcionado para sus tratos y comunicaciones, concurrían allí hasta que S. E. salió y volvió a ocuparse en los ejercicios militares de fuego. Los dos siguieron encontrándose en los vosquecillos de las medias Islas, pero no se acuerda cuántas veces.
Allí le entregaba el señor Joséph María rollos de cintas celestes y carmesí de a un dedo y de a dos de ancho y de a 15 varas poco más o menos de largo, y algunos papeles de agujas, pero no se acuerda qué cantidad de cintas, ni cuántas libras los pedazos de acero, ni a qué número los papeles de agujas. Sólo que para entenderse ambos en lenguaje inocente según dice que Dn. Joséph María le decía, y para no despertar sospechas, llamaban «bolas-de-fraile» a los aceros, «pedos-de-monja» a las cintas, no acordándose de las cantidades que le tiró.
Declara que permanecieron en estas comunicaciones y tratos hasta mediados de la Cuaresma, en que sintiéndose embarasada dejó de continuar en ellas, o sea en los entretenimientos de a dos que tenían en las medias Islas; ocurrió esto a su propio pedido, para que no se descubriese que el causante del hecho era D. Joséph María. Sin embargo dice que él mismo vino a entregarle una vez 3 varas de bramante y otras 5 varas de lienso inglés, de los qua-les géneros se hizo hacer una pollera, una camisa o media túnica no recordando quién los confeccionara, y la faja para esconder lo que sería el fruto de su vientre, prendas que aquí presenta en devolusión, muy usadas aunque bien labadas y planchadas.
En el mes de junio sigue diciendo que volvió a pasar por detrás de la culata de la Casa de Gobierno subiendo del río con un atado de ropas como labandera para tapar su embaraso y los tratos en que andaba con Joséph María Pilar. Desde entonces con estos mismos recursos y sacamangas, por unas ventanillas que caen a la calle desde los Almacenes, Dn. Joséph María Pilar continuó arrojándole a una zanja, donde ella se escondía, más rollos de cintas, que fueron como 3 docenas, de todos colores, y otras tantas piesas de género de varias qualidades, que ella vendía a sugetos de la plaza del Avasto. Interrogada sobre la filiación de dhos. sugetos, dice que ninguno dellos son de su fe y conocencia, aunque sí que todos eran sugetos pobres que iban a la Plasa, a los que ella vendía los enseres al barrer y por lo que le dieran. Responde también a otra interrogación que jamás fue a reducir los empeños hurtados a las casas de las familias ricas pues por su condición de india no la hubieran querido recibir siquiera las señoras de la alta sociedad. Dice que entregaba el dinero a Dn. Joséph María que lo repartía a los pordioseros de las calles y a los presos de las cárceles para sus alimentos, según lo contaba con los ojos llorosos; lo que ella considera cierto pues al día siguiente el susodho. Pilar ya no tenía más plata y había que seguir vendiendo. De todo el numerario que le entregaba cada vez afirma que le daba a ella 6 reales y otros 3 más por el nonato, para su aprovechamiento.
1 Declaración del guardia Epifanío Bobadilla:
…¿Qué está haciendo Smd.Joséph Mana?,dice el sumareado que preguntó al reo. Nada, centinela. Tirando al aire pedos-de-monja. ¿Y la india que está abajo, escondida en la zanja? Eá, ella recoge bolas-de-fraile nomás.Vaya, urbano, ocupe el retén. Lo voy a denunciar por hacer abandono de su puesto de imaginaria. No diga a nadie nada de lo que ha visto y oído. Usté no ha visto ni oído nada. ¿Me ha entendido, centinela? Está bien, Smd. D.Joséph Mana. Retírese pues soldado. ¡Fiiir… carrera maaar! me ordenó Dn. joséph Mana. ¿No ve que si usté curiosea, la monja tiene vergüenza? Esconde el culo. No sabe llover sus pedos forrados de viento-norte. Las bolas-de-fraile se secan en la falda de la Olegaria. Mándese a mudar, urbano. Ahí va una caxeta de dulce para usté y mis recuerdos a su hermana, declara el sumareado centinela Bobadilla que le dijo el reo. Oído lo cual el urbano se retiró llevándose la caxeta.