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Frank fingió que quería eludir la reacción de Helena y le dio instrucciones sobre el recorrido: señaló con la mano la calle.

– Coge por aquí, a la derecha. Bordearemos el puerto y después seguiremos las indicaciones para Niza.

– Es inútil que cambies de tema. Me propongo reanudar esta conversación -replicó Helena.

Su expresión, sin embargo, desmentía el tono belicoso de sus palabras. El coche cogió la breve bajada hacia el puerto y el muelle lleno de gente. Stuart iba colgado de la ventanilla, fascinado por todo aquel colorido caos estival de personas y embarcaciones. Señaló un enorme yate privado, anclado en el muelle de la derecha, en el que se veía un pequeño helicóptero en el puente superior.

– Mamá, ¡mira qué barco más grande! ¡Hasta tiene un helicóptero!

Helena respondió sin volverse.

– Ya te lo he explicado, Stuart. El principado de Monaco es un poco extraño. Es un estado muy pequeño, pero viene un montón de gente importante.

– Ah, yo sé por qué. ¡Aquí no se pagan los impuestos!

Frank no creyó oportuno explicarle que tarde o temprano los impuestos se pagan, en cualquier parte de mundo donde uno se encuentre. No era una conversación que Stuart pudiera entender, y él no tenía ganas de explicárselo. Ni siquiera tenía ganas de pensar, en aquel momento. Dejaron atrás el lugar donde se había encontrado el cadáver de Arijane. Helena no dijo nada, y tampoco Frank. Le alegró llevar puestas las Ray-Ban, para que ella no pudiera verle los ojos. Luego llegaron a la curva de Rascasse y pasaron por el edificio de Radio Montecarlo. Frank volvió a ver por un instante la cabina de control y la luz roja con el letrero «ON AIR» que se encendía, e imaginó al locutor en el aire y…

«Basta. Ya ha terminado. Y si mañana empieza otra historia como esta, ya no será algo que te ataña.»

La camioneta prosiguió su camino hacia las afueras de la ciudad; en cuanto superó la bifurcación hacia Fontvieille y cogió la calle que llevaba a Niza, la pequeña tensión que se había creado a bordo se desvaneció. Al moverse en el asiento en busca de una posición más cómoda, sintió un crujido de papel en el bolsillo de la chaqueta. Metió la mano y sacó el sobre que le había entregado Morelli.

«El mensajero no tiene penas. Pero quien ha escrito esta carta seguramente sí.»

El sobre no estaba cerrado. Frank sacó una hoja azul celeste doblada en dos. Cuando la abrió vio un breve mensaje escrito con la misma letra delicada del sobre.

Hola, guapo:

Me uno a las felicitaciones generales al héroe del día y añado el agradecimiento más sincero por todo lo que has hecho por mí. Acabo de recibir una comunicación de las autoridades del principado de Monaco. Se hará una ceremonia oficial en memoria del comisario Nicolás Hulot en reconocimiento de sus méritos, y he sabido de buena fuente que tú has sido su principal artífice. Bien sabes lo que esto significa para mí, y no me refiero solo al aspecto económico, que me garantizará una vejez apacible, hasta donde pueda serlo la mía.

Frente a ciertos hechos, lo único que el mundo desea es olvidar deprisa. Pero en alguien debe recaer el deber de recordar, para que no sucedan de nuevo.

Estoy muy orgullosa de ti. Tú y mi marido sois los mejores hombres que he conocido en mi vida. A Nicolás lo he amado y lo amo todavía. Y a ti te querré siempre.

Te deseo toda la suerte que mereces y que seguramente encontrarás.

Un beso,

CÉLINE

Frank releyó dos o tres veces la breve carta de Céline Hulot antes de doblarla y volver a guardarla en el bolsillo. Mientras cogía la calle que subía a la autovía, Helena volvió un instante la mirada hacia él.

– ¿Malas noticias?

– Todo lo contrario. Saludos y buenos deseos de una querida amiga.

Stuart se asomó por el espacio entre los asientos. Su cabeza quedó entre la de Frank y la de Helena.

– ¿Es alguien que vive en Montecarlo?

– Sí, Stuart, vive aquí.

– ¿Es una mujer importante?

Frank miró a Helena. La respuesta que dio valía sobre todo para ella.

– Claro que es una mujer importante. Es la mujer de un policía.

Helena sonrió. Stuart se retiró, perplejo. Volvió a sentarse en el asiento posterior y miró el mar que desaparecía por la ventanilla a medida que avanzaban hacia el interior. Frank alargó la mano para coger el cinturón de seguridad. Mientras se lo abrochaba, Frank se dirigió a Stuart:

– Jovencito, a partir de este momento y hasta nueva orden vamos con los cinturones abrochados. ¿Roger?

Frank decidió que, después de todo lo sucedido, se había ganado el derecho a ser un poco estúpido. Tendió los brazos al frente, como un jefe de caravana que indica a un convoy de pioneros el camino al Oeste.

– ¡Francia, allá vamos!

Él y Helena recibieron con una sonrisa la entusiasta reacción del niño. Mientras controlaba que Stuart se abrochara el cinturón correctamente, Frank volvió a contemplar el perfil de la mujer que iba al volante, concentrada en conducir en medio del congestionado tráfico estival de la Costa Azul. Recorrió con los ojos su perfil; su mirada era un lápiz que dibujaba de modo indeleble aquel momento en su memoria.

Pensó que no sería fácil, para ninguno de los dos. Deberían dividir igualmente sus esfuerzos entre vivir y tratar de olvidar. Pero estaban juntos, y esto era ya de por sí el mejor comienzo. Se acomodó mejor en el asiento y apoyó la nuca en el reposa cabezas. Cerró los ojos, detrás de las gafas oscuras. Se dijo que todo lo que le interesaba en el mundo estaba en ese coche con él, y decidió que era imposible desear más.

Último carnaval

Ahora, finalmente, todo es blanco.

El hombre está apoyado con los hombros contra la pared, en el lado más largo de una pequeña habitación rectangular. Está sentado en el suelo, abrazado a las rodillas dobladas, y observa el movimiento de los dedos de sus pies dentro de los calcetines blancos de algodón. Lleva una chaqueta y un pantalón de tela áspera, blanca, como blancos son los muros entre los que está encerrado. Contra la pared, frente a él, sólidamente clavada al suelo, hay una cama de metal tubular.

Es blanca, también.

No hay sábanas, pero blancos son el colchón y la almohada. Y blanca es la luz que llueve del techo, protegida por una pesada rejilla apresuradamente pintada de blanco, que parece ser la fuente misma de la blancura deslumbrante de la habitación.

Esa luz no se apaga nunca.

Levanta despacio la cabeza. Sus ojos verdes miran sin angustia la única, minúscula ventana, colocada a una altura inalcanzable. Es el único reloj de que dispone para marcar el paso del tiempo.

Claro y oscuro. Blanco y negro. Día y noche.

No sabe por qué, pero el azul del cielo no se ve nunca.

La soledad no le pesa.

Por el contrario, experimenta un ligero fastidio cada vez que le llega de fuera una señal del mundo. De vez en cuando se abre una gatera en la parte de abajo de la puerta y por el suelo se desliza una bandeja con tazones de plástico llenos de comida. El plástico es blanco y la comida tiene siempre el mismo sabor. No hay cubiertos. Come con los dedos y devuelve la bandeja y los tazones cuando la gatera vuelve a abrirse. Recibe a cambio un pequeño trozo de tela blanco y mojado con que limpiarse las manos, que debe devolver enseguida.

De tiempo en tiempo una voz le dice que se ponga en el centro de la habitación y extienda los brazos hacia delante. Controlan sus movimientos por una mirilla que hay en el centro de la puerta. Cuando ven que está en la posición indicada, la puerta se abre y entran unos hombres que le meten los brazos en una camisa de fuerza y se la atan apretada detrás de la espalda. Cada vez que le obligan a ponérsela, sonríe.