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No tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba ocurriendo, cuando una tercera voz se superpuso.

«Aquí el agente Webber. Estoy en la Sexta Avenida, esquina con la Treinta y dos. Aquí hay una manifestación de veteranos. Unos dos mil, todos llevan chaqueta verde militar.»

Vivien cerró los ojos y se los cubrió con las manos. Se refugió en una oscuridad donde el sol quizá no saliera más y se permitió llorar fundiéndose con aquella siniestra oscuridad.

35

Vivien salió del ascensor y recorrió lentamente el pasillo.

Cuando llegó ante la puerta, encajó la llave en la cerradura. Apenas le había dado la primera vuelta cuando se abrió la puerta de enfrente y apareció Judith. Sostenía en brazos uno de sus gatos, el blanco y rojo.

– Hola. Por fin has vuelto.

En ese momento el ánimo de Vivien no estaba para presencias inoportunas.

– Hola, Judith. Discúlpame, tengo mucha prisa.

– ¿No te apetece un café?

– No, ahora no. Te lo agradezco.

La vieja la miró con una mezcla de compasión y reproche.

– Bah, qué puede esperarse de alguien que sólo piensa en las propinas.

Y le cerró la puerta en las narices con gesto de suficiencia, para aislarse con sus fieles mininos en un mundo que sólo a ellos pertenecía. En otro momento, la extravagancia de aquella mujer habría divertido y hasta enternecido a Vivien. Pero ahora no tenía sitio para otros sentimientos que no fuesen la rabia, la desilusión y el pesar. Por ella, por Greta, por Sundance. Por el padre McKean. Por todas las personas a las que aquel loco les daba una propina de vida antes de desencadenar un nuevo infierno.

Después de la confirmación del fracaso, Bellew guardó silencio, sin tener el valor de mirarla. Los dos sabían lo que habría de suceder. A partir del día siguiente, esa movilización frustrada estaría en boca de todo el Departamento de Policía de Nueva York y especialmente del jefe, que, como había previsto el capitán, pediría explicaciones y quizá dimisiones.

Vivien estaba lista para entregar su placa y su pistola, si se las pedían. Lo había intentado todo, pero había salido mal, todo por su distracción, por no haber recordado a tiempo que debía conectar el teléfono. El que todo hubiese sobrevenido en coincidencia con la muerte de su hermana no era una excusa. Era miembro de la policía y sus asuntos privados debían ocupar el segundo lugar, sobre todo en un caso como aquél. No había sido capaz de resolverlo y ahora pagaría las consecuencias.

Pero si otras personas morían, la conciencia de Vivien cargaría con ese peso toda la vida.

Entró en el apartamento del hombre enfermo y desesperado que durante años se había dado el nombre de Wendell Johnson. Se reencontró con el mismo ambiente despojado y el mismo sentido irremisible. Una luz grisácea entraba por la ventana y todo parecía extinguido alrededor y dentro de ella, privado de vida y sin esperanzas.

Deambuló por las habitaciones, a la espera de que las paredes hablaran.

Ni siquiera sabía qué estaba buscando, pero sabía que era algo que no había visto antes en ese lugar, una sugerencia que le había sido susurrada al oído y que ella no había comprendido o descifrado. Sólo tenía que relajarse y olvidar todo lo demás para recordar ese intangible. Cogió la única silla de la mesa y la llevó al centro de la cocina. Se sentó con las piernas separadas, los brazos apoyados sobre la tela áspera de los vaqueros, y comenzó a mirarlo todo.

En el bolsillo de su chaqueta sonó el teléfono.

Tuvo el impulso de apagarlo sin siquiera comprobar quién la llamaba, pero, con un suspiro, aceptó la llamada. Oyó la voz excitada de Russell.

– Vivien, ¡por fin! Soy Russell. Lo he encontrado.

La comunicación tenía interferencias y ella no lograba oír bien.

– Cálmate. Habla con calma. ¿Qué has encontrado?

Él empezó a hablar con claridad y al fin Vivien comprendió a qué se refería.

– El hombre que todos estos años se hizo pasar por Wendell Johnson, en realidad se llamaba Matt Corey. Nació en Chillicothe, Ohio. Y tenía un hijo; tengo su nombre y una foto.

– ¿Estás trastornado? ¿Cómo lo has hecho?

– Es una historia larga para contarla por teléfono. ¿Dónde estás ahora?

– En la vivienda de Wend… -Se interrumpió. Había decidido concederle a Russell el beneficio de la duda-. En el apartamento del tal Matt Corey, en la Broadway, en Williamsburg. ¿Y tú?

– Hace un cuarto de hora he aterrizado en el aeropuerto La Guardia. Ahora estoy en la vía rápida de Brooklyn dirección sur. En diez minutos estaré contigo.

– Bien. Date prisa. Te espero.

Increíble. Vivien trató de volver a sentarse pero le dio la sensación de que sus piernas empezarían a moverse solas por los nervios.

Se incorporó y se movió en un apartamento que ya conocía de memoria. Russell había sabido llegar, él solo, hasta allí donde Vivien había fracasado. Pero no sentía rabia ni envidia, sólo alivio por la gente inocente que quizá se salvaría, y admiración por lo que Russell había conseguido. Tampoco se sentía humillada, y enseguida se dio cuenta del porqué. Porque Russell no era un hombre cualquiera: era precisamente Russell. La ansiedad volvió a corroerla. Solamente se encontraba placer en el éxito de otra persona cuando se la amaba. Y ella sabía que estaba enamorada de ese hombre. Sí, antes o después lograría quitárselo de la cabeza, pero necesitaría mucho tiempo y mucha voluntad.

Esperó, con un poco de ironía, que la búsqueda de un nuevo empleo le ocupara la mayor parte del tiempo. Se dirigió al dormitorio, encendió la luz, y una vez más lo recorrió todo con la mirada, en esa casa sin espejos ni cuadros en las paredes.

Una idea llegó a la velocidad que sólo el pensamiento y la luz pueden tener: «Sin cuadros en las paredes.»

Cuando estaba con Richard, su antiguo novio, había aprendido a conocer a los artistas. Él era arquitecto y también un aceptable pintor. Sus muchos cuadros colgados en la casa de ambos lo demostraban. Pero también exponían el natural narcisismo que distinguía a los artistas en general, muchas veces en una medida inversamente proporcional a su talento. Le parecía raro que ese hombre, el tal Matt Corey, hubiera hecho todos esos dibujos y a lo largo de los años no hubiese tenido la tentación de colgar por lo menos uno.

A menos que…