Выбрать главу

¿Tiene que ver con mi pelo? ¿Con mi ropa? ¿Se debe a que nunca vamos a comprar a Galeries Lafayette? ¿A qué jamás vamos a esquiar a Val d'Isère o a veranear a Cannes? ¿Acaso luzco alguna etiqueta, como la de las zapatillas baratas, que les hace saber que soy de segunda?

Mamá ha hecho lo imposible por ayudarme. En mí no hay nada excepcional o que indique que no tenemos dinero. Visto igual que los demás. Mi mochila es igual a las de ellos. Veo las películas que hay que ver, leo los libros que corresponde y escucho la música adecuada. Debería encajar pero, por alguna razón, no es así.

El problema soy yo. Lisa y llanamente, no hay manera de coincidir. Tal vez tengo la forma o el color equivocados. Me gustan los libros inadecuados. Veo en secreto las películas que no corresponden. Les guste o no, soy diferente y no entiendo por qué debo fingir lo contrario.

Se vuelve duro cuando todos los demás tienen amigos. Y también es duro cuando solo caes bien a la gente cuando te comportas como si fueses otra.

Esta mañana, cuando entré, jugaban en el aula con una pelota de tenis. Suze se la lanzaba a Chantal, que se la arrojaba a Lude, luego cruzaba el aula hasta Sandrine y la rodeaba para acabar en manos de Sophie. Cuando llegué nadie dijo nada. Siguieron jugando, pero reparé en que nadie me lanzaba la bola y cuando grité que yo estaba ahí no parecieron entender. Fue como si las reglas del juego hubiesen cambiado; sin que nadie lo dijese, se ocuparon de impedir que me llegase la pelota, gritaron «Annie es un bicho raro», me hicieron saltar y lanzaron voleas.

Ya sé que es una tontería y solo se trata de un juego, pero en la escuela cada día ocurre lo mismo. Soy la impar de una clase de veintitrés, la que tiene que sentarse sola, la que comparte los ordenadores con dos más (generalmente con Chantal y con Suze) en lugar de con un compañero; la que pasa el recreo en solitario, en la biblioteca o sentada en un banco mientras el resto forma corrillos, ríe, charla y juega. No me molestaría que a veces otro hiciera de bicho raro, pero nunca es así, siempre me toca a mí. No se trata de que sea tímida. La gente me gusta y me llevo bien con ella. Me gusta charlar o jugar al pillapilla en el patio; no me parezco a Claude, que es demasiado tímido para intercambiar una palabra con alguien y que tartamudea cada vez que un profesor le pregunta algo. Tampoco soy quisquillosa como Suze o esnob como Chantal. Siempre estoy dispuesta a escuchar si alguien tiene un problema; por ejemplo, si Suze discute con Lude o Danielle, no acude a Chantal, sino a mí, pero justo cuando creo que todo empieza a ir mejor, cambia de rumbo y se le ocurre otra tontería, como hacerme fotos con el móvil en el vestuario y mostrárselas a todos. Cuando le pido que no lo haga, Suze pone cara de que solo es una broma y no me queda más remedio que reír, por muy pocas ganas que tenga, porque no quiero ser la que carece de sentido del humor. En realidad, a mí no me causa la menor gracia. Es como el juego con la pelota de tenis, solo resulta divertido si no eres el bicho raro.

Sea como fuere, en eso pensaba cuando volvía a casa en autobús, mientras Suze y Chantal reían tontamente en el asiento del fondo, a mis espaldas. En lugar de volverme, fingí que leía pese a que el autobús se zarandeó a causa de los baches y las letras se desdibujaron ante mis ojos. A decir verdad, los ojos se me llenaron de lágrimas, por lo que me limité a mirar por la ventanilla a pesar de que llovía y era casi de noche. Todo adquirió el típico tono gris parisino cuando nos acercamos a mi parada, justo después de la estación de metro de la rue Caulaincourt.

Es posible que a partir de ahora viaje en metro. No me deja tan cerca de la escuela, pero lo prefiero por el olor a bizcocho de las escaleras mecánicas, la bocanada de aire que provoca la llegada de los trenes, las multitudes, el gentío. Ves toda clase de seres extraños en el metro: personas de todas las razas, turistas, musulmanas con velo y vendedores ambulantes africanos con los bolsillos llenos de relojes falsificados, tallas de ébano y collares y pulseras de nácar. Hay hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de estrellas cinematográficas, personas que comen alimentos extraños que sacan de bolsas de papel de estraza y otras con el pelo punk, tatuajes y piercings en las cejas, así como mendigos, músicos, rateros y borrachos.

Mamá prefiere que vaya en autobús.

Desde luego, no podía ser de otra manera.

Suzanne rió como una tonta y supe que había vuelto a hablar de mí. Abandoné el asiento, pasé olímpicamente de ella y me dirigí a la parte delantera del autobús.

Fue entonces cuando vi a Zozie de pie en el pasillo. Hoy no llevaba zapatos de caramelo, sino botas granate, con plataforma y hebillas hasta las rodillas. Lucía vestido negro corto sobre un jersey de cuello cisne de color verde lima; su melena incluía una mecha de tono rosa intenso y estaba fabulosa.

No pude contenerme y se lo dije.

Estaba convencida de que ya se había olvidado de mí, pero me equivocaba.

– ¡Annie! ¡Eres tú! -Me besó-. Bajo aquí. ¿Tú también?

Volví la vista atrás y descubrí que Suzanne y Chantal le habían clavado la mirada y estaban tan sorprendidas que se olvidaron de reírse. A nadie se le habría ocurrido reírse de Zozie y, en el caso de que alguien se atreviera, le habría importado un bledo. Vi que Suzanne se quedaba boquiabierta, lo que no le sentaba nada bien, mientras que a su lado Chantal se ponía casi del mismo color que el jersey de Zozie.

– ¿Son amigas tuyas? -preguntó Zozie cuando nos apeamos.

– Más o menos -repliqué y puse los ojos en blanco.

Zozie rió. Ríe mucho y ruidosamente y le da igual que la gente la mire. Estaba muy alta con las botas con plataforma. Me habría gustado tener un calzado así.

– Bueno, ¿por qué no te empeñas en conseguirlo? -inquirió Zozie. Me encogí de hombros-. Debo reconocer que tu aspecto es…, que tu aspecto es muy convencional. -Adoro la forma en la que pronuncia la palabra «convencional», con un brillo en los ojos que no tiene nada que ver con la burla-. Te tenía por una persona más original. Supongo que entiendes lo que quiero decir.

– A mamá no le gusta que seamos distintas.

Zozie enarcó las cejas.

– ¿En serio? -Volví a encogerme de hombros-. Está bien, cada uno a lo suyo. Escucha, calle abajo hay un local pequeño pero espectacular en el que preparan el pastel con nata más delicioso que existe a este lado del paraíso. ¿Por qué no vamos a celebrarlo?

– A celebrar, ¿qué?

– ¡Que seremos vecinas!

Por supuesto que sé que no debo ir con desconocidos. Mamá lo repite sin cesar y es imposible vivir en París si no tomas algunas precauciones. Pero esa situación era distinta, se trataba de Zozie y, además, estaría con ella en un local público, en un salón de té inglés que yo nunca había visitado y que, según había anunciado a bombo y platillo, ofrecía los pasteles más ricos que quepa imaginar.

Yo sola no habría ido. Esa clase de locales me ponen nerviosa: mesas de cristal, señoras con abrigo de piel que beben tés raros en tazas de porcelana translúcida y camareras con vestiditos negros que me miraron por el uniforme escolar y el pelo desgreñado y observaron a Zozie, con las botas granate con plataforma, como si les costase creer que estuviésemos allí.

– Adoro este sitio -comentó Zozie con tono bajo-. A pesar de que se toma muy en serio a sí mismo, es tan ridículo que…

También se tomaba en serio los precios. Estaban totalmente fuera de mi alcance: diez euros por un té y doce por una taza de chocolate caliente.

– No te preocupes, invita la casa -dijo Zozie, y ocupamos una mesa del rincón, mientras una camarera antipática y parecida a Jeanne Moreau nos entregaba la carta como si le resultase doloroso-. ¿Conoces a Jeanne Moreau?

Me limité a asentir porque todavía estaba nerviosa.

– El papel que interpretó en Jules et Jim es maravilloso.