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Nico encontró algo en la calle.

– Mirad, amigos, ha perdido un zapato. -Se sacudió la nieve de las botas y dejó el zapato sobre la mesa.

– ¡Caramba! ¡Chocolate! ¡Excelente! -exclamó, y se llenó la taza.

Anouk cogió el zapato, de exquisito terciopelo rojo, tacón finísimo, puntera abierta y lleno de encantos y dijes cosidos, digno de una aventurera que se ha fugado.

Pruébame, dice.

Pruébame, saboréame.

Anouk frunce el ceño un instante y deja caer el zapato al suelo antes de preguntar:

– Nico, ¿no sabes que poner los zapatos sobre la mesa trae mala suerte?

Me cubro la boca con la mano para disimular la sonrisa.

– Es casi medianoche -preciso-. ¿Estás preparada para abrir los regalos?

Me llevo una gran sorpresa porque Roux niega con la cabeza.

– Casi lo había olvidado. Se hace tarde, pero si nos damos prisa llegaremos a tiempo.

– ¿A tiempo para qué?

– Es una sorpresa -responde Roux.

– ¿Mejor que los regalos? -quiere saber Anouk.

Roux sonríe.

– Tendrás que verla con tus propios ojos.

19

Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, medianoche

El port de l'Arsenal está a diez minutos andando desde la place de la Bastille. Cogimos el último metro que salía de Pigalle y llegamos poco antes de las doce. Las nubes prácticamente habían desaparecido y vi fragmentos de cielo estrellado entre paréntesis de tonos naranja y dorado. Un tenue olor a humo impregnaba el aire y en medio de la sobrecogedora luminiscencia de la nieve caída, las pálidas agujas de Notre-Dame resultaban apenas visibles a media distancia.

– ¿Qué hacemos aquí? -pregunté.

Roux sonrió y se llevó el dedo a los labios. Llevaba en brazos a Rosette, que estaba muy despejada y lo miraba todo con el desmesurado interés de una cría cuya hora de acostarse ha pasado hace rato y disfruta de cada instante. Anouk también parecía despierta, si bien su rostro denotaba cierta tensión que me llevó a suponer que lo sucedido en la place des Faux-Monnayeurs no estaba del todo superado. Casi todos nuestros invitados se habían quedado en Montmartre y Michèle nos acompañaba, casi temerosa de seguirnos, como si alguien pudiese pensar que no tenía derecho a estar allí. De vez en cuando me tocaba el brazo como por casualidad o acariciaba los cabellos de Rosette y se miraba las manos, como si esperase ver algo (tal vez una marca o una mancha) que le demostrara que lo que ocurría era real.

– ¿Quieres coger a Rosette?

Michèle permaneció en silencio y negó con la cabeza. No la había oído hablar desde el momento en el que le dije quién era. Treinta años de pena y anhelo han dado a su rostro el aspecto de algo que ha sido doblado y arrugado con demasiada frecuencia; sonreír le resulta raro y prueba a hacerlo como si se tratase de una prenda que está casi segura de que no le quedará bien.

– Intentan prepararte para una pérdida, pero no se les ocurre hacerlo para lo contrario.

Asentí.

– Tienes razón, pero nos arreglaremos.

Sonrió. Su sonrisa fue mejor que la anterior y dio un brillo fugaz a su mirada.

– Me parece que tienes razón -afirmó cogiéndome del bracete-. Sospecho que es hereditario.

En ese momento estallaron los primeros fuegos artificiales organizados por el ayuntamiento y un crisantemo se abrió encima del río. Hubo otro más lejos… y otro… y otro más, que trazaron un gracioso arco de orilla a orilla del Sena y formaron arabescos verdes y dorados.

– Es medianoche. Feliz Navidad -dijo Roux.

Los fuegos artificiales apenas se oyeron, ya que quedaron amortiguados por la distancia y la nieve. Duraron casi diez minutos más: telarañas, ramos de cohetes, estrellas fugaces y bucles de fuego azules, plateados, rojos y rosados, que se llamaron y se hicieron señas desde Notre-Dame hasta la place de la Concorde.

Michèle los contempló con expresión tranquila e iluminada por algo más que esos fuegos. Rosette se expresó desesperadamente por señas y cacareó de alegría mientras Anouk los miraba con solemne deleite.

– Es el mejor regalo que he recibido en mi vida -afirmó Anouk.

– Y eso no es todo -aseguró Roux-. Seguidme.

Caminamos por el boulevard de la Bastille hacia el port de l'Arsenal, donde embarcaciones de todos los tamaños y medidas están amarradas a salvo del oleaje y las turbulencias del Sena.

– Ella dijo que no tienes barco. -Fue la primera vez que Anouk mencionó a Zozie desde lo ocurrido en Le Rocher de Montmartre.

Roux sonrió.

– Ahora lo verás con tus propios ojos -acotó, y señaló el pont Morland.

Anouk se puso de puntillas, abrió desorbitadamente los ojos y preguntó con impaciencia:

– ¿Cuál es?

– ¿Cuál dirías tú? -replicó Roux.

En el Arsenal entran barcos impresionantes, atracan naves de hasta veinticinco metros y esta solo tiene la mitad. Desde aquí veo que es vieja, armada para ser cómoda más que veloz, de forma chapada a la antigua, menos aerodinámica que sus vecinas y con el casco de madera maciza en lugar de moderna fibra de vidrio.

También hay que decir que el barco de Roux destaca en el acto. Incluso desde cierta distancia hay algo en su forma, en el casco pintado de vivos colores, en las macetas apiñadas en la popa, en el techo de cristal a través del cual se contemplan las estrellas…

– ¿Ese es tu barco? -pregunta Anouk.

– ¿Te gusta? Todavía hay algo más. Esperad aquí -pide Roux y vemos que baja corriendo la escalera en dirección al barco amarrado junto al puente.

Desaparece unos segundos. Se ve el parpadeo de la llama de una cerilla. Se divisa una luz. Se enciende una vela. La llama se mueve y el barco cobra vida a medida que enciende las velas repartidas por la cubierta, el techo, las bordas y los antepechos de proa a popa. Docenas, tal vez centenares de velas brillan en frascos de mermelada, platillos, botes y tiestos hasta que el barco de Roux acaba iluminado como un pastel de cumpleaños y por fin vemos lo que hasta entonces se nos escapó: la toldilla, la ventana, el letrero en el techo…

Roux hace señas desaforadamente para que nos acerquemos. En lugar de echar a correr, Anouk me coge de la mano y noto que tiembla. No me sorprende ver a Pantoufle en medio de las sombras, a nuestros pies, y me parece detectar algo más, una cosa rabilarga y que imita con picardía cada uno de sus pasos.

– ¿Os gusta? -quiere saber Roux.

Durante unos segundos, por sí mismas las velas son suficientes: un pequeño milagro reflejado en mil puntitos de luz de una orilla a otra de la apacible vía navegable. Los ojos de Rosette no ven otra cosa y Anouk, que las mira cogida de mi mano, deja escapar un suspiro prolongado y lánguido.

– Es hermoso -declara Michèle.

¡Vaya si lo es! Claro que también hay algo más…

– Se trata de una chocolatería, ¿no?

Obviamente, veo que lo es. Desde el letrero (todavía vacío) que cuelga encima de la puerta hasta el ventanuco bordeado de lamparillas veo lo que pretende ser. Soy incapaz de imaginar el tiempo que le llevó crear ese pequeño milagro: el tiempo, el esfuerzo y el cariño que semejante proyecto exige.

Roux me observa con las manos en los bolsillos y su mirada denota cierta ansiedad.

– Cuando lo compré era una ruina -explica-. Lo reparé y lo arreglé. Desde entonces no hago más que trabajar en él. Lo compré hace casi cuatro años y siempre pensé que un día…

Mis labios lo obligan a callar en mitad de la frase. Roux huele a pintura y a humo de pólvora. A nuestro alrededor arden las velas, bajo la nieve París es una ciudad luminosa, los últimos fuegos artificiales oficiosos se apagan más allá de la place de la Bastille y…