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La muerte y un regalo…, todo a la vez.

No podía tratarse de una coincidencia. La fecha, la chocolatería, la señal en el cielo… tuve la impresión de que la propia Mictecacihuatl las había interpuesto en mi camino. Era mi propia piñata…

Me volví con una sonrisa en los labios y noté que alguien me observaba. A tres metros había una niña que permanecía inmóvil; una chiquilla de once o doce años, con abrigo rojo fuerte, zapatos marrones bastante estropeados y pelo negro y brillante, como el de los iconos bizantinos. Con la cabeza ligeramente ladeada, me miró impertérrita.

Durante unos segundos me pregunté si me había visto coger la correspondencia. Era imposible saber con certeza cuánto tiempo llevaba ahí, por lo que le dediqué mi sonrisa más atractiva y apreté el fajo de cartas que ocultaba en el bolsillo.

– Hola -la saludé-. ¿Cómo te llamas?

– Annie -repuso la niña sin sonreír.

Sus ojos eran de un peculiar tono entre gris, verde y azul y tenía los labios tan rojos que parecían pintados. Esos colores llamaban la atención en la fresca luz matinal; cuando la miré, sus ojos parecieron iluminarse un poco más y adquirir los matices del cielo otoñal.

– Annie, ¿verdad que no eres de aquí?

La cría parpadeó, tal vez desconcertada porque me había dado cuenta. Los niños parisinos jamás hablan con desconocidos porque la desconfianza está incorporada a sus circuitos cerebrales. Esa chiquilla era distinta, cautelosa quizá, pero no mal dispuesta ni insensible a los encantos.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó por último.

Sonreí porque había conseguido un punto a mi favor.

– Lo noté en tu modo de hablar. ¿De dónde eres? ¿Del sur?

– No exactamente -replicó y esbozó una sonrisa.

Se aprende mucho al hablar con los niños: nombres, profesiones y esos pequeños detalles que proporcionan un toque auténtico a las personificaciones. En casi todas las contraseñas interviene el nombre de un niño, un cónyuge e incluso una mascota.

– Annie, ¿no deberías estar en la escuela?

– Hoy no. Es festivo. Además… -Miró el letrero escrito a mano y pegado en la puerta.

– Además, está cerrado por defunción -añadí y la niña asintió-. ¿Quién ha muerto?

El abrigo de color rojo brillante no tenía nada de fúnebre y su expresión no transmitía pesar.

Aunque de momento Annie no dijo nada, percibí cierto brillo en sus ojos entre azules y grises y de expresión ligeramente altiva, como si sopesase si mi pregunta era impertinente o comprensiva.

Dejé que me mirase a gusto. Estoy acostumbrada a que me observen. A veces ocurre hasta en París, donde abundan las mujeres hermosas. Digo hermosas pero, en realidad, se trata de una ilusión, del encanto más sencillo que de mágico no tiene nada: cierta inclinación de la cabeza, los andares, la vestimenta adecuada para cada ocasión, prácticamente cualquiera puede hacer lo mismo.

Bueno, casi cualquiera puede hacer lo mismo, aunque no todos.

Dirigí mi mejor sonrisa a la chiquilla; fue tierna, descarada y un tanto pesarosa; durante unos instantes me convertí en la hermana mayor y desgreñada que nunca ha tenido, en la rebelde glamurosa con un Gauloise entre los dedos, la que viste faldas ceñidas y colores fosforitos y cuyos tacones imposibles de llevar ansia ponerse.

– ¿No quieres decírmelo? -inquirí.

Annie siguió estudiándome. Por extraño que parezca, es una niña mayor, harta, hartísima de ser buena y peligrosamente cercana a la edad de la rebelión. Sus colores eran de una nitidez extraordinaria y en ellos detecté cierta obstinación, un poco de tristeza, un toque de cólera y el hilo brillante de algo que no fui capaz de identificar con claridad.

– Vamos, Annie, dime quién ha muerto.

– Mi madre -respondió-. Vianne Rocher.

2

Miércoles, 31 de octubre

Vianne Rocher… Ha pasado tanto tiempo desde que usé ese nombre. Como un abrigo muy querido pero desechado hace años, casi había olvidado lo bien que me sienta, lo calentito y cómodo que resulta. He cambiado mi nombre tantas veces, mejor dicho, nuestros nombres, mientras íbamos de pueblo en pueblo en pos del viento, que a estas alturas ya tendría que haberlo superado. Vianne Rocher murió hace mucho tiempo pero, por otro lado…

Por otro lado, me gustaba ser Vianne Rocher. Me gustaba la forma que el nombre Vianne adquiría en sus bocas, parecía una sonrisa, una palabra de bienvenida.

Como es obvio, ahora tengo otro nombre, no muy distinto del anterior. También tengo una vida, algunos hasta dirían que una vida mejor, pero no es lo mismo a causa de Rosette, a causa de Anouk y a causa de todo lo que dejamos en Lansquenet-sous-Tannes aquella Semana Santa en la que el viento cambió de dirección.

Aquel viento…, ahora mismo veo cómo sopla. Furtivo y autoritario, ha dictado cada uno de nuestros pasos. Mi madre lo notó y yo también, incluso aquí y ahora, cuando nos arrastra como a hojas en la esquina de este callejón, nos hace bailar y nos aplasta contra las piedras.

V'là l'bon vent, v'là l'joli vent

Creí que lo habíamos silenciado para siempre, pero hasta lo más nimio puede despertarlo: una palabra, una señal, incluso una muerte. Las trivialidades no existen. Todo tiene un precio; todo se suma hasta que, al final, la balanza se descompensa y volvemos a la carretera mientras nos decimos que quizá la próxima vez…

Pues ahora no habrá próxima vez. Esta vez no pienso huir. Me niego a tener que empezar de nuevo, como hemos hecho tantas veces, antes y después de Lansquenet. Esta vez nos quedamos. Pase lo que pase y cueste lo que cueste, nos quedamos.

Nos detuvimos en el primer pueblo sin iglesia. Estuvimos seis semanas y seguimos nuestro camino. Tres meses, una semana, un mes y otra semana; cambiamos de nombre a lo largo del recorrido hasta que el embarazo comenzó a notarse.

Entonces Anouk tenía casi siete años. Le entusiasmaba la idea de una hermana pequeña, pero yo estaba agotada, harta de los interminables pueblos a la vera del río, las casitas con geranios en las jardineras y la manera en la que los habitantes nos miraban, sobre todo a ella, y hacían preguntas, siempre las mismas.

«¿Vienen de lejos? ¿Se quedarán por aquí, en casa de unos parientes? ¿Monsieur Rocher se reunirá con ustedes?»

Cuando respondíamos, ponían esa cara peculiar, esa mirada calculadora que evaluaba nuestra ropa gastada, la solitaria maleta y la actitud fugitiva que evoca demasiadas estaciones de tren, lugares de paso y habitaciones de hotel que acaban ordenadas y vacías.

Por otro lado, cuánto ansiaba ser finalmente libre. Quería que fuéramos libres como nunca lo habíamos sido, libres de instalarnos en un lugar, de sentir el viento y no hacer caso de su llamada.

Pese a que lo intentamos con todas nuestras fuerzas, los rumores nos acompañaron. Los cuchicheos aludían a algún tipo de escándalo. Alguien había oído que había participado un sacerdote. ¿Y la mujer? Era una gitana que estaba conchabada con los del río; se preciaba de ser sanadora y se dedicaba a las hierbas. Según los cotilleos, alguien había muerto…, tal vez envenenado o, simplemente, no había tenido suerte.

Fuera como fuese, carecía de importancia. Los rumores se extendieron como plantas rastreras en pleno verano y nos tendieron zancadillas, nos atormentaron y nos pisaron los talones; paulatinamente comencé a comprenderlo.

A lo largo del camino ocurrió algo, algo que nos cambió. Tal vez nos quedamos un día o una semana de más en alguno de esos pueblos. Algo era distinto. Las sombras se habían alargado y huimos.

¿De qué huimos? Entonces no lo supe, pero lo vi en mi imagen reflejada en los espejos de las habitaciones de los hoteles y en los escaparates relucientes. Yo siempre había llevado calzado rojo, faldas indias con campanillas en el bajo, abrigos de segunda mano con margaritas en los bolsillos y tejanos con flores y hojas bordadas. A partir de ese momento intenté fundirme con la masa: abrigos negros, calzado negro y boina negra sobre mi pelo negro.