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A mediodía cerramos y vamos al parc de la Turlure, donde Rosette da de comer a los pájaros, o llegamos hasta el cementerio de Montmartre, que Anouk adora por su magnificencia y la infinidad de gatos; también me dedico a hablar con los tenderos del barrio: con Laurent Pinson, que regenta la pequeña y sucia cafetería situada al otro lado de la plaza; con sus clientes, en su mayor parte habituales que acuden a desayunar y se quedan hasta el mediodía; con madame Pinot, que vende postales y recuerdos religiosos en la tienda de la esquina, y con los artistas que se instalan en la place du Tertre con la esperanza de atraer a los turistas.

Existe una diferencia clara entre los habitantes de la colina y los del resto de Montmartre. La colina es superior en todos los sentidos, al menos para mis vecinos de la place des Faux-Monnayeurs, la última frontera de autenticidad parisina en una ciudad salpicada de extranjeros.

Esas personas nunca compran bombones. Por mucho que no estén escritas, las reglas son estrictas. Algunos negocios son exclusivamente para forasteros, como la panadería-pastelería de la place de la Galette, con los espejos art déco, las vidrieras y las pilas barrocas de macarrones. Los lugareños van a la rue des Trois Frères, a la panadería más barata y modesta en la que el pan es mejor y cada día hornean cruasanes. Por la misma regla de tres, los lugareños comen en Le P'tit Pinson, donde sirven el plato del día en las mesas con encimera de vinilo, mientras que los de fuera, como nosotras, en el fondo preferimos La Bohème o, peor aún, La Maison Rose, que un vástago auténtico de la butte no se atrevería a frecuentar, como tampoco posaría para un artista en la terraza de una cafetería de la place du Tertre o acudiría a misa al Sacré-Coeur.

Pues no, nuestros clientes proceden mayoritariamente de fuera. Tenemos algunos habituales: madame Luzeron, que pasa cada jueves de camino al cementerio y siempre compra lo mismo, tres trufas al ron, ni una más ni una menos, en una caja de regalo rodeada por una cinta; la delgada muchacha rubia que se muerde las uñas y que viene para someter a prueba su autodominio, así como Nico, del restaurante italiano de la rue de Caulaincourt, que nos visita casi cada día y cuya pasión desmedida por los bombones, mejor dicho, por todo, me recuerda a alguien a quien traté en el pasado.

También están los ocasionales, personas que entran a echar un vistazo, a comprar un regalo o a darse un caprichito: un borracho, una caja de violetas, una tableta de mazapán o un pan de alajú, cremitas de rosa o de piña escarchada, remojada en ron y rodeada de clavos.

Conozco las preferencias de cada uno. Sé lo que quieren, aunque jamás lo diré, pues sería demasiado peligroso. Anouk ya ha cumplido los once y algunos días casi percibo ese terrible conocimiento que tiembla en su interior como un animal enjaulado. Anouk es mi hija de estío, a la que en el pasado le habría costado tanto mentirme como olvidarse de sonreír. Anouk solía lamerme la cara y pregonaba en público el afecto que sentía por mí. Anouk, mi pequeña desconocida, ahora más extraña si cabe debido a sus cambios de humor, sus peculiares silencios, las explicaciones extravagantes y la forma en la que a veces me mira, con los ojos entornados, como si intentase ver algo semiolvidado que pende del aire a mis espaldas.

Como es obvio, también he tenido que cambiarle el nombre. Hoy me llamo Yanne Charbonneau y ella es Annie, aunque para mí siempre será Anouk. No son los nombres lo que me perturba. Los hemos cambiado muchas veces; se trata de otra cosa, que se me escapa; no sé exactamente qué es, pero la echo en falta.

Me digo que Anouk está creciendo, retrocede y se reduce de tamaño como una niña vislumbrada en la casa de los espejos de un parque de atracciones: Anouk a los nueve, todavía más sol que sombra; Anouk a los siete; Anouk a los seis, caminando como un pato con las botas de agua amarillas; Anouk con Pantoufle, que salta difusamente a sus espaldas; Anouk con un penacho de algodón de azúcar en la manita rosa; como es lógico, todo ha desaparecido, se ha escapado y forma fila tras las hileras de las futuras Anouk. Anouk a los trece, cuando descubra a los chicos; Anouk a los catorce; por imposible que parezca, Anouk a los veinte, marchando cada vez más rápido hacia un nuevo horizonte…

Me gustaría saber qué es lo que recuerda. Para un niño de su edad, cuatro años es mucho tiempo y ya no menciona Lansquenet, la magia ni, por doloroso que sea, Les Laveuses, aunque esporádicamente deja escapar algo, un nombre o un recuerdo, que demuestra que sabe más de lo que cree.

Entre los siete y los once años la distancia es sideral. Espero haber hecho bien mi trabajo. Espero haberlo hecho tan bien como para mantener enjaulado al animal, encalmado el viento y el pueblo a orillas del Loira convertido en nada más que una postal desteñida de una isla de sueños.

Por eso permanezco atenta a la verdad, mientras el mundo discurre como siempre, con sus cosas buenas y malas, y reservo nuestros encantos para nosotras, sin interceder jamás, ni siquiera por los amigos, ni siquiera una runa esbozada en la tapa de una caja únicamente para dar suerte.

Admito que es un precio muy bajo por casi cuatro años de paz, aunque a veces me pregunto cuánto hemos pagado ya y cuánto queda por saldar.

Mi madre solía contar un viejo relato acerca de un muchacho que le vendió su sombra a un vendedor ambulante a cambio del don de la vida eterna. Se salió con la suya y se alejó, encantado con el trato que había sellado porque…, como caviló el muchacho, ¿para qué sirve la sombra y por qué no deshacerse de ella?

A medida que transcurrieron los meses y los años, el muchacho comenzó a entender. Deambuló por los caminos sin arrojar sombra; no hubo espejo que reflejara su rostro ni masa de agua, por muy quieta que estuviese, que le devolviera la imagen. Se preguntó si era invisible; los días de sol se quedaba en casa, evitaba las noches de luna llena, rompió hasta el último espejo de su vivienda y encargó que colocasen postigos interiores en todas las ventanas; continuó insatisfecho. La novia lo abandonó y sus amigos envejecieron y murieron. Siguió viviendo en el crepúsculo eterno hasta el día en el que, desesperado, fue a ver a un sacerdote y confesó lo que había hecho.

El cura, que era joven cuando el muchacho selló el trato y que en ese momento estaba amarillento y frágil como los huesos de los viejos, meneó la cabeza y respondió: «En el camino no te cruzaste con un vendedor ambulante. Hijo mío, llegaste a un acuerdo con el diablo y los tratos con el demonio terminan cuando alguien pierde el alma».

«¡Pero si solo era mi sombra!», se quejó el muchacho.

El anciano sacerdote volvió a menear la cabeza.

«Un hombre sin sombra no es, realmente, un hombre», declaró, le volvió la espalda y no quiso decir nada más.

Finalmente el muchacho regresó a su casa. Al día siguiente lo encontraron colgado de un árbol, con el sol matinal de lleno en su rostro y su sombra larga y delgada en la hierba, a sus pies.

Sé que no es más que un relato, pero no dejo de evocarlo, a última hora de la noche, cuando me resulta imposible conciliar el sueño, las campanillas dan la voz de alarma, me siento en la cama y levanto los brazos para comprobar que mi sombra continúa contra la pared.

Últimamente también voy a comprobar la de Anouk.

3

Miércoles, 31 de octubre

¡Ay, tío! Vianne Rocher, no se me podía ocurrir una estupidez mayor. ¿Por qué digo tantas tonterías? A veces realmente no sé por qué lo hago. Supongo que porque ella me escuchaba y porque estaba muy enfadada. Últimamente estoy cabreada casi todo el tiempo.