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Durante algunos minutos me quedé mirando esas hojas en las que yo renunciaba a mis derechos de custodia de Savannah. Respiré hondo y luego dije:

– No puedo hacer esto.

– Sí que puede -dijo Sandford.

– No, realmente no puedo -insistí y empujé los papeles hacia él con una sonrisa parecida a la suya-. No pienso renunciar a ella.

– ¿Qué? -exclamó Leah.

– Oh, sí, ha sido un plan muy astuto; eso lo reconozco. Amenazar con desenmascararme y asegurarse de que las Hermanas Mayores se enteraran de ello, para que si yo no cedía, ellas me obligaran a hacerlo. Pues bien, subestimasteis el Aquelarre. Con su apoyo, voy a luchar contra este recurso.

Se quedaron descompuestos. Memoricé bien su expresión para no olvidar el placer de aquel momento.

– ¿Qué opina de esto Margaret Levine? -preguntó Leah.

– ¿Realmente quieres saberlo? -Cogí el teléfono-. Llámala. Estoy segura de que tienes el número. Llama a todas las Hermanas Mayores. Pregúntales si me apoyan.

– Esto es descabellado-. Leah fulminó con la mirada a Sandford, como si todo fuera culpa suya.

– No -dije yo-, no tiene nada de descabellado. Os aseguro que entiendo perfectamente que éste es un asunto legal serio y, como tal, lo estoy tratando con mucha seriedad. Por ese motivo he conseguido alguien que me represente legalmente.

Me dirigí a la puerta y le hice señas a Cary, quien aguardaba en el hall.

– Creo que ya conocen al señor Cary -dije.

Ambos se quedaron estupefactos. Bueno, quizá no tanto, pero casi.

– Pero es un… -comenzó a decir Leah antes de frenarse.

– Es un excelente abogado -aseguré-. Y me alegra que haya aceptado representarme.

– Gracias, Paige. -En la sonrisa de Cary noté más calidez personal de lo que me hubiera gustado, pero me sentía demasiado feliz como para que me importara-. Ahora aclaremos el quid de la cuestión. Con respecto a la prueba de ADN, ¿puedo dar por sentado que su cliente está dispuesto a someterse a ella inmediatamente?

Sandford palideció.

– Nuestro… mi cliente es un… es un hombre muy ocupado. Sus intereses comerciales hacen que le resulte totalmente imposible alejarse en este momento de Los Ángeles.

– De lo contrario estaría aquí ahora -intervine-. Caramba, ¿no es raro? Está muy interesado en obtener la custodia de su hija, pero no puede conseguir unos días libres para volar hasta aquí y conocerla.

– Podría someterse a esa prueba en California -dijo Cary-. Aunque nuestra firma es pequeña, tenemos contactos en San Francisco. Estoy seguro de que ellos supervisarían el análisis con gusto.

– Mi cliente no desea someterse a una prueba de ADN.

– Sin ADN no hay causa posible -afirmó Cary.

Sandford me lanzó una mirada feroz.

– Jaque mate -dije. Y sonreí.

Cuando Sandford y Leah se fueron, Cary regresó junto a mí y sonrió.

– Ha ido todo muy bien, ¿no te parece?

– Más que bien. ¡Perfecto! Te lo agradezco muchísimo.

– Con suerte, todo terminará aquí. No creo que quieran seguir con el juicio sin la prueba del ADN. -Consultó su reloj-. ¿Tienes tiempo para un café? Así hablamos de algunos detalles antes de mi próximo compromiso.

– ¿Detalles? Pero si todo ha terminado…

– Eso esperamos, pero es necesario prever cualquier complicación posible, Paige. Le diré a Lacey que nos vamos.

Acorralada

Cary y yo caminamos juntos hasta la pastelería Melinda's, en la calle State. Incluso para los estándares de una gran ciudad, Melinda's era una pastelería de primer nivel. Solamente por el café que allí se servía ya resultaba tolerable vivir en East Falls. ¿Y los bollos? Si alguna vez lograba persuadir a las Hermanas Mayores a que nos permitieran mudarnos de allí, seguro que todas las semanas acabaría yéndome hasta East Falls para comer sus bollos con pasas.

Habría preferido una mesa junto a la ventana, pero Cary eligió una al fondo del local. Es verdad que ni en la calle principal de East Falls tiene demasiada gracia ver pasar a la gente, y puesto que estábamos conversando de asuntos confidenciales, entendí que Cary eligiera un sitio más privado.

Cuando nos sentamos, él señaló mi bollo.

– Me alegra ver que no eres una de esas chicas que siempre está a dieta. Me gustan las mujeres que no temen parecer mujeres.

– Aja.

– Hoy en día, muchas mujeres están tan flacas que uno no sabe si son chicas o muchachos. Tú eres diferente. Estás tan… -su mirada descendió hacia mi pecho-… bien dotada. Y es agradable ver a una joven que todavía usa faldas y vestidos.

– Dime, ¿crees que abandonarán el caso?

Cary agregó tres pequeños envases de crema a su café y lo removió antes de responder.

– Estoy razonablemente seguro -dijo-. Pero todavía me quedan algunas cosas más que hacer.

– ¿Como qué?

– Papeleo. Hasta en el caso más sencillo siempre hay papeleo. -Bebió un sorbo de su café. -Ahora bien, supongo que quieres saber cuánto te va a costar esto.

Sonreí.

– Bueno, no puedo decir que esté impaciente por saberlo, pero debería. ¿Tienes una cifra aproximada?

Sacó un bloc de papel legal, arrancó la primera hoja y comenzó a escribir números en una página nueva. A medida que la lista crecía, mis ojos se abrían cada vez más. Cuando sumó el total, me atraganté.

– ¿Eso es…? Por favor, dime que en esa cifra falta la coma de un decimal.

– La asesoría legal no es algo barato, Paige.

– Ya lo sé. En mi actividad, recurro a asesorías legales todo el tiempo, pero las cuentas no se parecen nada a la tuya. -Tomé el bloc y lo giré. – ¿Qué es esto? ¿Nueve horas facturables acumuladas? Sólo nos hemos reunido hoy, desde las diez hasta… -consulté mi reloj-… las once y cuarenta.

– Tuve que revisar el caso anoche, Paige.

– Lo revisaste esta mañana. Delante de mí. ¿Recuerdas?

– Sí, pero anoche estuve estudiando casos similares.

– ¿Durante siete horas?

– Horas facturables es un concepto complejo que no necesariamente corresponde al tiempo real empleado.

– Bromeas… ¿Y qué es esto? ¿Trescientos dólares en fotocopias? ¿Qué hiciste? ¿Contrataste a monjes franciscanos para que transcribieran mi archivo a mano? Yo puedo hacer copias por diez céntimos la página.

– Bueno, Paige, no se trata del coste directo del copiado. También debes tener en cuenta el precio del trabajo.

– Tu esposa hace el trabajo de secretaria. Y tú ni siquiera le pagas.

– Entiendo que no te resulte fácil pagar esto, Paige. Ése es uno de los problemas fundamentales de la abogacía: que quienes más se merecen nuestra ayuda, con frecuencia, no pueden pagarla.

– No es que yo no pueda pagarte…

Él levantó una mano para hacerme callar.

– Lo entiendo. Es una carga difícil de soportar para alguien que sólo trata de hacer lo que es mejor para una cría. Obligarte a pagarme esta cantidad no sería justo. Yo sólo quería mostrarte cuánto podría costar algo como esto.

Me recosté hacia atrás en el asiento.

– Está bien. Así que…

– Lamentablemente, ésta es la cantidad que tanto mi padre como Lacey esperan que te cobre. Lo que necesitamos hacer es analizarlo un poco más, ver de qué manera podemos reducir los costes. -Consultó su reloj-. Tengo un cliente dentro de veinte minutos, de modo que no podemos hacerlo ahora. ¿Qué te parecería que yo le pusiera punto final al caso y que después nos reuniéramos para almorzar y habláramos de los honorarios? -Sacó su agenda-. ¿Digamos el lunes?

– Supongo que sí.

– Espléndido. Iremos a algún sitio agradable… algún lugar de Boston. ¿Todavía tienes aquel vestido que usaste para el picnic de la fiesta del 4 de julio? Póntelo ese día.

– ¿Que me lo ponga…?