Antes de acostarme, espié a través de la cortina de la ventana. Dos hombres seguían de pie en el jardín delantero, con dos mujeres en un automóvil cercano, pero tanto los rostros como el vehículo habían cambiado. ¿Se iban relevando? Maravilloso.
Esa noche pasé demasiado tiempo reflexionando acerca de Cary. Como si enfrentarme a una batalla por una custodia y a un altar satánico no fuera suficiente, ahora me acechaba un abogado en plena crisis de la madurez. ¿Qué hacía yo para meterme en todos estos líos? Quizá humillar públicamente a Cary no era la mejor idea que había tenido jamás, pero ¿cómo iba a adivinar que él se vengaría como un muchachito de dieciséis años, rechazado por una chica en el baile de gala del colegio?
Estaba también Travis Willard. Willard me gustaba, y eso hacía que su actitud de escurrir el bulto me resultara mucho más grave. Si él no podía apoyarme contra Cary, ¿entonces quién lo haría? Yo podría alegar que East Falls era una ciudad pequeña típica, insular y protectora, pero crecí en una comunidad pequeña y aquello no se parecía a lo que sucedía aquí. Si tan sólo las Hermanas Mayores me dieran permiso para marcharme… Pero eso me llevaba a una nueva línea de pensamientos y ya había tenido suficiente como para que mis cavilaciones me duraran toda la noche.
Todo estaba tranquilo a la mañana siguiente; nada sorprendente, porque era domingo y estábamos en East Falls. A las nueve de la mañana sonó el timbre del teléfono. Me fijé en el identificador de llamadas: ponía PRIVADO. Cuando alguien evita que se vea su identidad, es bastante probable que no se trate de alguien con quien uno desea hablar.
Dejé que el contestador registrara su llamada y puse la tetera sobre el fuego. El que llamaba cortó la comunicación.
Diez minutos después, el teléfono volvió a sonar. Otro vez una persona misteriosa. Bebí mi té y esperé que colgara. En cambio, el que llamaba me dejó un mensaje que parecía enviado desde un móvil.
– Paige, soy Grant. Quiero hablar contigo sobre lo de anoche. Estaré en la oficina a las diez.
Cogí el auricular, pero él ya había colgado. Barajé mis opciones; después tiré el resto de mi té al fregadero y avancé por el pasillo hacia el dormitorio de Savannah.
– ¿Savannah? -Llamé a la puerta-. Es hora de levantarse. Tenemos que hacer unos recados.
Volando por el aire con toda facilidad
Cuando llegamos a la oficina de Cary, la recepción se encontraba desierta. No me sorprendió en absoluto; dudo mucho que Cary quisiera que Lacey oyera esta conversación. Nuestras pisadas resonaron mientras cruzábamos el suelo de madera.
– ¡Hola! -Saludó la voz de Cary desde su oficina del primer piso-. ¡Enseguida estoy con ustedes!
Enfilé hacia las escaleras, seguida de cerca por Savannah. Un crujido de papeles se oyó en la oficina de Cary, seguido por el chirrido de su sillón.
– Lo lamento -dijo, todavía oculto de mi vista-. Me temo que no hay recepcionista los domingos. Mi esposa no… -Salió de su oficina y parpadeó-. ¿Paige? ¿Savannah?
– ¿A quién esperabas?
Volvió a desaparecer en su oficina. Le seguí y le hice señas a Savannah de que hiciera lo mismo.
– A un nuevo cliente -respondió Cary-. Pero no vendrá hasta las diez y media, así que supongo que puedo concederos algunos minutos. Lacey me dijo que anoche pasasteis por casa. Al parecer estrellé mi coche contra el tuyo en la calle State. Sí, fui al centro para recoger algo de la tintorería. No puedo decir que recuerde haber chocado contra nada, pero sí vi un raspón en el parachoques delantero. Por supuesto, lamento muchísimo…
– Basta de gilipolleces. Sabes perfectamente qué hiciste. Si me llamaste y me hiciste venir para ponerme excusas, no quiero escucharlas.
– ¿Yo te llamé y te hice venir? -Frunció el entrecejo mientras se instalaba en su sillón. Estudié su cara en busca de alguna señal de encubrimiento, pero no hallé ninguna.
– Tú no me llamaste, ¿verdad? -dije por fin.
– No, yo… bueno, desde luego, iba a llamarte…
– ¿Dónde está Lacey?
Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
– En la iglesia. Esta semana le toca ayudar al reverendo Meachan a prepararlo todo.
– Es una trampa -murmuré. Miré a Savannah-. Tenemos que salir de aquí. Ya.
– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Cary y se puso de pie.
Empujé a Savannah hacia la puerta, pero después lo pensé mejor y la situé detrás de mí antes de seguir avanzando. Ella se agarró de mi brazo.
– Ten cuidado -murmuró.
Correcto. Salir disparadas hacia la puerta probablemente no era la mejor idea. Yo tenía muy poca experiencia en echar a correr y luchar por mi vida. Savannah ya tenía demasiada.
Después de colocar a Savannah a mis espaldas, avancé muy lentamente hacia la puerta, me apreté contra la pared y espié hacia el corredor. Estaba vacío.
– ¿Pasa algo? -preguntó Cary.
Tomé a Savannah de la mano. Arrastrándola tras de mí, me aventuré a salir al corredor. Fuimos caminando de lado a lo largo de la pared en dirección a la escalera. A mitad de camino me detuvo y escuché. Silencio.
– ¿Tenéis algún problema? -La voz de Cary flotó desde su oficina y resonó en el pasillo.
Me deslicé de nuevo hacia la oficina y cerré la puerta; después lancé un hechizo de cerrojo para trancarlo desde dentro. No necesitaba haberme molestado. Era obvio que Cary no tenía ninguna intención de arriesgar el pescuezo, y eligió en cambio quedarse sentado detrás del escritorio y hacerse el tonto.
El corredor estaba flanqueado por hileras de puertas cerradas, con las escaleras a lo largo de la pared izquierda. Hice señas a Savannah para que me siguiera, atravesé el pasillo con rapidez y me di la vuelta para que mi espalda quedara contra la otra pared. De nuevo me deslicé de lado, esta vez deteniéndome a sesenta centímetros de la escalera.
– Aguarda -me susurró Savannah.
Le pedí por señas que se callara y me incliné hacia la escalera. Savannah se cogió de mi manga y me tiró hacia atrás y después me hizo señas de que me agachara o me inclinara antes de mirar hacia afuera. Está bien, tenía sentido, en lugar de asomar la cabeza exactamente en el lugar en que alguien esperaría verla. Me acurruqué y miré hacia abajo por el hueco de la escalera. Vacía. Escruté la sala de espera del piso de abajo. También vacía. A un metro y medio de la base de la escalera estaba mi meta: la puerta principal.
Cuando me eché hacia atrás alcancé a vislumbrar un reflejo de luz de sol, me paralicé y volví a mirar. La puerta estaba abierta unos tres centímetros o más. ¿Savannah la había dejado abierta cuando entramos?
La miré.
– Cúbrete -le susurré en voz muy baja.
Los labios de Savannah se tensaron y el desafío brilló en sus ojos. Antes de que tuviera tiempo de abrir siquiera la boca, la miré a los ojos.
– Cúbrete ahora -le dije.
Otro resplandor de furia; después, bajó los párpados. Sus labios se movieron y, cuando terminaron de hacerlo, había desaparecido. Era invisible. Siempre y cuando no se moviera, nadie podría verla. Hice una pausa de un segundo para asegurarme de que seguía estando a cubierto y después salí a la escalera.
Descender me llevó una eternidad. Un paso abajo, pausa, escuchar, agacharme y mirar, otro paso abajo. Bajar por una escalera es más peligroso de lo que os imagináis. Si esa escalera está encerrada, como lo estaba ésta, entonces alguien de pie en el nivel inferior la vería a una mucho antes de que una pudiera verlo. Por eso necesitaba detenerme, agacharme y mirar. Eso me hacía sentir más segura, aunque dudo que me hubiera salvado si alguien me esperaba abajo con una pistola en la mano.
En realidad, a mí no me preocupaban demasiado las armas de fuego; los sobrenaturales no suelen usarlas. Si Leah estaba allí abajo, era más probable que empleara telequinesis para controlar los pies que me sostenían y arrastrarme hacia abajo por las escaleras, rompiéndome la columna para que siguiera viva, pero quedara tendida en el suelo, paralizada, cuando ella me aplastara con un mueblearchivo que volase por el aire. Mucho mejor que un simple tiro. Desde luego.