Cary comenzó a dirigirse hacia su esposa. Parecía no caminar sino arrastrarse, tambaleándose y sacudiéndose, y obligándose a avanzar. Una mano se extendió hacia ella. La otra se sacudió, como si tratara de levantarla pero no pudiera hacerlo. Se dejaba caer y se retorcía, y la tela de la manga le raspaba contra un costado.
– L… a… cey -articuló.
Lacey gimió. Dio un paso atrás. Cary se detuvo. Su cabeza se balanceaba y se meneaba y sus labios se retorcían.
– ¿L… a… cey?
Trató de tocarla. Entonces ella se desmayó y se cayó al suelo antes de que nadie tuviera tiempo de sostenerla. Con su caída, toda la habitación volvió a la vida. La gente corrió hacia la puerta y comenzó a gritar.
– … pa… -gruñó Cary.
Su padre se quedó paralizado. Al mirar a su hijo, sus labios se movieron pero no brotó ningún sonido de ellos. Entonces se llevó la mano al pecho. Alguien lo sostuvo y gritó que pidieran una ambulancia. Del otro lado del salón, una mujer se echó a reír con una risa aguda que muy pronto se convirtió en una mezcla de hipo y sollozos. Cary giró la cabeza y observó a la llorosa mujer.
– Qué… qué… qué… qué…
– ¡Peter! -gritó una voz femenina-. Peter, ¡dónde demonios estás!
Todos los que no estaban paralizados por la impresión miraron cómo una mujer de vestido verde salía de los cortinajes tras el ataúd de Cary.
– ¡Peter! ¡Te mataré!
La mujer se dirigió al centro del salón, se detuvo e inspeccionó a la multitud.
– ¿Quiénes demonios son ustedes? ¿Y dónde está Peter? ¡Juro por Dios que esta vez mataré a ese hijo de puta!
La mujer era joven, tal vez sólo algunos años mayor que yo. Una gruesa capa de maquillaje ocultaba un ojo falso. Era delgada, sumamente delgada, con la clase de delgadez derivada de las drogas y la desidia. Al pasear la vista por la habitación con el entrecejo fruncido, se apartó un mechón de pelo rubio con raíces negras del rostro… y entonces apareció en su sien un orificio de bala del tamaño de un cráter.
– Ella está… está… -dijo alguien.
La mujer miró al que lo dijo y se abalanzó sobre él. El hombre gritó y se tambaleó hacia atrás cuando ella lo atacó y le clavó las uñas en la cara.
Una mujer entrada en años retrocedió y chocó contra Cary. Al ver contra qué se había golpeado, lanzó un grito y giró sobre sus talones, pero tropezó con sus propios pies. Cayó e instintivamente se aferró del brazo inútil del muerto. Cary también se tambaleó. Al caer, el brazo se le desprendió del cuerpo, con la mujer todavía aferrada a su mano, y rompió las puntadas que los de la funeraria habían realizado para reconectarle ese miembro amputado.
Yo me di media vuelta en el momento en que Cary vio que el brazo se le separaba del cuerpo y que sus gritos incomprensibles se fusionaban con el griterío general. Casi sin conciencia de lo que estaba haciendo, corrí hacia la pared cubierta por cortinajes desde la que la mujer muerta había emergido.
Me dirigí tan rápido como pude a la puerta oculta tras la cortina y de pronto me encontré en una pequeña habitación en tinieblas. Un ataúd vacío se encontraba sobre algo que parecía la camilla de un hospital. Detrás del cajón me pareció advertir la forma de una puerta. Aparté la camilla, agarré el pomo de la puerta, lo giré y lo empujé, y casi caí hacia adelante cuando se abrió y la crucé a trompicones.
Magia de pacotilla
Corrí por el pasillo vacío. A mis espaldas aún podía oír los gritos de los que se encontraban atrapados con los cadáveres. Otras voces sonaron por el pasillo, al parecer procedentes de dos direcciones, sonaban diferentes en su tono pero no menos aterrorizadas. Miré en ambos sentidos, pero sólo vi puertas y varias salas adyacentes.
Un resplandor tenue brillaba a lo lejos a mi derecha, miré hacia él y vi una multitud de personas, todas apretujadas contra una puerta cerrada, que gritaban y la golpeaban. Esto me pareció extraño y me hizo preguntarme por qué mi propio pasillo se encontraba vacío; de todos modos, seguí adelante. Al doblar por una esquina mi salvación apareció a la vista: una puerta de salida con una cortina negra por cuyos bordes se filtraba la luz del sol.
Corrí hacia la puerta y cuando estaba a tres metros de ella una luz color carmesí apareció en mi camino. Por un instante esa tenue nube roja y negra se retorció y palpitó. Después explotó y se convirtió en una boca abierta con colmillos que se abalanzó hacia mi cuello.
Grité, me di la vuelta y choqué con un cuerpo. Cuando volví a gritar, unas manos me agarraron los hombros. Me puse a aporrear y a patear al dueño de esas manos, pero mi atacante me sostuvo con más fuerza.
– Está bien, Paige. Shhh… No pasa nada.
El hecho de haber reconocido esa voz le ganó la partida al pánico que sentía, y al levantar la vista vi a Cortez. Por un segundo sentí un alivio tremendo. Hasta que recordé su traición. Cuando traté de apartarme de él noté que le faltaban las gafas. De hecho, su atuendo de abogado de tres al cuarto había sido sustituido por unos pantalones color caqui, una chaqueta de cuero y una camisa Ralph Lauren: una vestimenta mucho más adecuada para un joven abogado de una Camarilla. ¿Cómo me había dejado engañar con tanta facilidad?
– Oh, Dios… Savannah -musité.
Me liberé de él y me lancé hacia la puerta. El perrodemonio volvió a la vida y se abalanzó sobre mí. Giré sobre mis talones y empujé fuerte a Cortez, tratando de pasar junto a él y correr en dirección opuesta. Él me agarró de la cintura y me levantó por el aire.
– Savannah está por aquí, Paige. Tienes que atravesar eso.
Y empezó a empujarme hacia los colmillos de la bestia. Yo le clavé las uñas, lo arañé, lo pateé, lo golpeé. Mis uñas chocaron con algo y él jadeó y aflojó su presión lo suficiente para que yo me soltara. Me arrojé hacia adelante, pero él volvió a sujetarme y me rodeó el pecho con los brazos.
– Maldita seas, Paige, ¡escúchame! ¡Savannah está detrás! Allí no hay nada… No es más que una alucinación.
– No es una alucina…
Me hizo girar para enfrentar la bestiademonio. Había desaparecido.
– ¡Maldición, ten cuidado! -gruñó cuando le clavé el codo en el estómago.
Sujetándome con un brazo, agitó la mano en el aire delante de nosotros. La nube de humo rojo volvió y se transformó en un imponente par de mandíbulas que gruñían. Luché con fuerza renovada, pero Cortez se las ingenió para no soltarme y obligarme a mirar. El humo se retorció y se transformó en algo que parecía un dragón, con colmillos, lengua bífida y ojos de los que brotaba fuego. Entonces el dragón desapareció y se convirtió una vez más en el perrodemonio, que babeaba y se agitaba como si estuviera sujeto por una correa muy corta.
– Es una alucinación -dijo él-. Un conjuro. Magia de pacotilla. Gabriel Sandford los instaló en todas las salidas. Mira, Savannah está a salvo y nos espera…
Lo empujé y corrí en la dirección opuesta. Delante de mí, una forma emergió de un pasillo. No reduje la marcha, sólo extendí las manos, lista para hacer a un lado a esa persona. Entonces giró hacia mí. Era un hombre, desnudo, cuya piel pálida resplandecía en esa tenue luz. Le faltaba la parte superior de la cabeza. Tenía el torso cortado en forma de Y, desde los hombros hasta el pecho y la pelvis. Alcanzaba a verle las costillas rotas. Cuando dio un paso adelante algo cayó de su pecho y golpeó el suelo. Sus labios se entreabrieron y me miró. Yo lancé un grito.
Cortez cerró las manos alrededor de mi cintura. Me levantó por el aire y me arrastró hacia la entrada. Cuando llegamos al lugar donde habíamos forcejeado antes, el dragón reapareció. Cerré los ojos y luché con más fuerza.