Por último, aturdidos por la incredulidad y por una sobrecarga de información, los policías me dejaron ir. Mi relato tenía sentido y se veía respaldado por el de los testigos, salvo en el hecho de que yo no había visto levantarse a los muertos. No sin cierta reticencia, me dejaron libre.
Rebelde con causa
Nosotras habíamos ido a la comisaría en mi coche y Cortez había dejado la motocicleta frente a la funeraria. Cuando salimos de la comisaría, ya eran cerca de las cinco y Savannah me recordó que todavía no había almorzado. Puesto que Cortez aún me debía una explicación, decidimos comprar algo en uno de esos restaurantes de carretera en los que no hace falta bajarse del coche y buscar algún sitio tranquilo para conversar.
Nos detuvimos en el primer restaurante por el que pasamos. El plan era comprar la comida desde el coche, pero de pronto Savannah dijo que tenía que ir al baño y no tuve más remedio que reconocer que a mí también me vendría bien, así que entramos. Al hacerlo, algunas personas nos miraron. Traté de convencerme de que era sencillamente fruto de la curiosidad de unos cuantos comensales aburridos, pero de repente, una mujer de mediana edad se agachó y le susurró algo a sus compañeros, y todos giraron la cabeza para mirarme. No, no para mirarme, sino para fulminarme con la mirada.
– Si me decís qué queréis comer, lo pediré mientras vais al baño -murmuró Cortez.
– Gracias.
Le dijimos lo que queríamos y le di algo de dinero, después de lo cual nos dirigimos al baño. Cuando salimos, Cortez nos aguardaba junto al mostrador, con las bolsas en la mano.
– Yo debería hacer lo mismo antes de que nos vayamos -dijo Cortez y miró hacia los cuartos de baño-. ¿Os acompaño primero al coche?
– No hace falta.
Tomé las bolsas y conduje a Savannah hacia afuera. Sentí varias miradas feroces en nuestra dirección, pero nadie dijo nada. Algunos minutos después, Cortez se reunió con nosotras en el automóvil.
– ¿Te has quitado las lentillas? -Preguntó Savannah cuando él subió al coche-. ¿Y eso?
– Son apropiadas para usarlas debajo de un casco, pero en las demás situaciones prefiero usar gafas.
– Qué extraño.
– Gracias.
Saqué una patata frita de la bolsa mientras todavía estaban calientes.
– Hablando de cascos, ¿qué me dices de la motocicleta? Esta mañana tenías un coche alquilado.
– Y todavía lo tengo, en el motel. Después de nuestro altercado de esta mañana, me pareció mejor realizar una vigilancia discreta por si llegaba a hacer falta mi ayuda. Sé por experiencia que una motocicleta resulta mucho más útil en un trabajo de vigilancia. Va muy bien en los callejones y pasajes donde no cabría un coche. Además, el casco es una buena excusa para ocultarse la cara. Por lo general resulta poco llamativo, aunque ahora me doy cuenta de que tal vez eso no se aplique a East Falls.
– Población de motociclistas: cero. Hasta hoy.
– Tal cual. Después de esto, aparcaré la moto y me conformaré de nuevo con mi coche de alquiler.
Detuve el automóvil en una zona de picnic vacía a un lado de la carretera. Mientras yo salía del coche, Cortez le dijo algo a Savannah. Ella asintió, tomó su bolso y se dirigió a una mesa para picnics en el extremo más alejado del terreno. Cortez me condujo a una mesa más cerca del coche.
– ¿Qué le has dicho?-pregunté.
– Sencillamente que podría ser más fácil para ti y para mí hablar en privado.
– ¿Y con cuánto dinero la has sobornado para que te haga caso?
– Con nada.
Miré a Savannah, que sacaba la comida de su bolsa. Notó que la observaba, sonrió, me saludó con la mano y se sentó a comer.
Le dije a Cortez:
– ¿Quién eres y qué has hecho con la auténtica Savannah?
Él sacudió la cabeza y se instaló en el banco.
– Savannah es una jovencita muy intuitiva. Entiende la importancia de conseguir ayuda en esta situación. Está dispuesta a darme una segunda oportunidad, pero comprende que tal vez no me resulte fácil persuadirte de que tú hagas lo mismo.
Abrió su hamburguesa y rompió un sobrecito de ketchup.
– Eso nos lleva a la primera parte de mi última pregunta -dije-. ¿Quién eres?
– Ya te dije que no estoy asociado a la Camarilla Nast y que no trabajo para ninguna Camarilla. Eso es cierto. Sin embargo, es posible que te haya dado la impresión equivocada de que no tengo nada que ver con ellas.
Mordisqueé la punta de una patata frita mientras trataba de entender esa última frase.
– De modo que estás «asociado» a una Camarilla. ¿En concepto de qué? ¿De empleado contratado?
– No, como ya te dije, trabajo por mi cuenta. -Cortez cerró el sobrecito semivacío de ketchup y lo puso a un lado-. En la reunión del Aquelarre, una mujer mayor mencionó a Benicio Cortez.
– Ah, supongo que un pariente.
– Mi padre.
– Deja que adivine… Tu padre trabaja para una Camarilla.
– Sería más exacto decir que una Camarilla trabaja para él. Mi padre es el CEO de la Camarilla Cortez.
Tosí y estuve a punto de escupir una patata frita a medio comer.
– ¿Tu familia controla una Camarilla?
Cortez asintió.
– ¿Y es… grande?
– La Camarilla Cortez es la más poderosa del mundo.
– Creí haberte oído decir que la más grande era la Camarilla Nast.
– Lo es. Pero la de mi padre es la más poderosa. Lo digo por una simple cuestión de precisión, no para vanagloriarme de ello. No obstante, yo no desempeño ningún papel en la organización de mi padre.
– Pero ayer me dijiste que las Camarillas son organizaciones familiares dirigidas por un hechicero y sus hijos.
– En la práctica, eso es cierto. El hijo del jefe de una Camarilla es introducido en la organización al nacer, y en casi todos los casos es allí donde permanece. Pero, aunque un hijo puede escalar posiciones en la Camarilla, también se le exige que se someta a una iniciación formal el día que cumple dieciocho años. Como, teóricamente, ser integrante de una Camarilla es algo voluntario, un hijo puede negarse a ser iniciado. Y eso es lo que yo hice.
– ¿De modo que, sencillamente, dijiste: «Lo siento, papá, pero no quiero ser parte del negocio familiar»?
– Bueno… -Se colocó las gafas-. Técnicamente, como no acepté la iniciación, no soy un miembro de la Camarilla. Y tampoco me considero así. Sin embargo, esto es muy poco frecuente, por lo que me encuentro en una posición en la que la mayoría de las personas me consideran parte de la organización de mi padre. En líneas generales, se acepta que esta rebelión es una situación transitoria…, algo que, lamentablemente, mi padre comparte y promueve, lo cual significa que se me dan los privilegios y la protección que una posición así me proporcionaría.
– Aja.
– Esa posición me concede un cierto estatus en el mundo de las Camarillas, y aunque yo me resisto a aprovecharme de esa asociación, en algunos casos es beneficiosa y me permite ciertas actividades que los de la Camarilla no me consentirían si yo no fuera quien soy.
– Aja. -Sentí que comenzaba a dolerme la cabeza.
– Sencillamente, he decidido que el mejor uso que puedo hacer de mi posición, una posición que no deseo ni aliento, es contrarrestar algunos de los peores abusos de poder de mi raza. Obviamente, sacar a una joven bruja del Aquelarre y ponerla en manos de una Camarilla representa un abuso. Al enterarme de las intenciones de Kristof Nast, seguí a Leah y a Gabriel y esperé el momento oportuno para presentar mis servicios.
– Aja. A ver si he entendido bien: después de abandonar la fortuna de la familia, ahora utilizas tu poder para ayudar a otros sobrenaturales. Como el Hombre Murciélago… pero disfrazado permanentemente de Clark Kent.