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Habría jurado que le hice sonreír. Por lo menos le temblaron los labios.

– El Hombre Murciélago es Batman, y su alter ego, Bruce Wayne. Clark Kent es Superman. Me temo que ninguna de las dos comparaciones es cierta. Me falta el erotismo atormentado de Batman y, lamentablemente, todavía no he aprendido a volar. Aunque sí conseguí flotar algunos metros por el aire cuando esta tarde Leah me arrojó hacia arriba.

No pude evitar reírme.

– De acuerdo, pero ¿sabes cómo suena esa historia de Rebelde con causa?

– Inverosímil… Ya lo sé.

– No. Suena directamente descabellada, loca, disparatada.

– No he oído antes esos adjetivos, sin duda sólo porque nadie se atreve a decírmelos a la cara. -Apartó a un lado su hamburguesa intacta-. Antes de que pienses que mi historia es falsa, por favor, habla con Robert Vasic. Confío en que él sabrá cómo avalar mi sinceridad.

– Eso espero.

– Puedo ayudarte, Paige. Conozco las Camarillas, las conozco más íntimamente que cualquiera que esperes o quisieras contratar. Puedo trabajar dentro de ese mundo con poco temor de ser víctima de represalias. Como Savannah vio hoy, los Nast no se atreven a tocarme. Y eso puede resultar muy útil.

– Pero, ¿por qué? ¿Por qué quieres pasar por todo esto para salvar a una desconocida?

Él miró hacia donde estaba Savannah.

– Es algo disparatado, como tú dices. No puedo imaginar a nadie que haga una cosa así.

Partí una patata frita, me quedé mirándola y la arrojé al suelo. Un cuervo se acercó para observarla mejor y después me miró con sus ojos negros y helados, como preguntándome si sería seguro o no comérsela.

– A pesar de todo, me mentiste -dije-. Acerca de Leah.

– Sí. Y, como tú dices, lo hago muy bien. Los Cortez aprendemos a mentir mientras otros chicos aprenden a jugar al béisbol. Para mí, mentir es una forma de supervivencia. En toda situación donde decir la verdad puede ser arriesgado, miento con frecuencia incluso antes de haber tomado la decisión consciente de hacerlo. Lo único que puedo decir en mi defensa es que me esforzaré muchísimo en no repetirlo.

– Hazlo, entonces. Ya me cuesta bastante tener que confiar en este trato… En vincularme con un hechicero.

– Perfectamente comprensible.

– Y primero voy a hablar con Robert. Necesito hacerlo, para mi propia tranquilidad.

– De nuevo, muy comprensible. ¿Esperas que regrese pronto?

– Lo más probable es que ya haya llamado a casa tratando de localizarme.

– Bien. Entonces te acompañaré a tu casa, puedes entrar y devolverle la llamada, y después trazaremos un plan de acción.

– ¿Y qué me dices de tu motocicleta?

– La recogeré más tarde. En este momento, aclarar esta situación es mi primera prioridad.

Una multitud exaltada

Cuando doblé en la segunda esquina antes de mi casa, Cortez se sentó de lado en su asiento para poder vernos a Savannah y a mí.

– Ahora bien, como dije, es posible que algunos periodistas se hayan instalado en el vecindario. Tenéis que estar preparadas. Tal vez deberíamos repasar nuestro plan. Lo que es más importante recordar es…

– Nada que comentar, nada que comentar, nada que comentar -repetí y Savannah me acompañó con un canturreo.

– Aprendéis rápido.

– Danos un guión sencillo y hasta nosotras, las brujas, podremos aprenderlo.

– Estoy realmente impresionado. Ahora, cuando salgamos del coche, manteneos muy cerca de mí…

Savannah se inclinó en el asiento.

– Y tú nos protegerás con relámpagos, rayos, granizo y fuego del infierno.

– Yo no podré protegerte si Paige frena en seco y tú sales volando por el parabrisas. Así que ponte el cinturón de seguridad, Savannah.

– Lo tengo puesto.

– Entonces ajústatelo.

Ella se deslizó hacia atrás en el asiento.

– Dios, eres tan insoportable como Paige.

– Como iba diciendo -prosiguió Cortez-, nuestro principal objetivo es… Oh.

Con esa única palabra, se me cortó la respiración. Una simple palabra; en realidad ni siquiera una palabra sino un mero sonido, una exclamación de sorpresa. Pero para que Cortez se sorprendiese -peor aún, para que interrumpiese la explicación de uno de sus grandes planes- debía haber visto algo realmente alarmante.

Acababa de doblar hacia mi calle. Cuatrocientos metros más allá estaba mi casa… o eso supuse. No podía estar segura porque los dos lados de la calle estaban ocupados por automóviles, camiones y furgonetas apiñados en todos los espacios disponibles, algunos incluso en doble fila. En cuanto a mi casa, no podía verla, no por culpa de los vehículos sino del gentío que llenaba el jardín, las aceras y la calle misma.

– Entra en el siguiente camino de acceso -dijo Cortez.

– No puedo aparcar allí -contesté y levanté el pie del acelerador-. Estoy segura de que mis vecinos ya están suficientemente furiosos conmigo.

– No te pido que aparques sino que gires.

– ¿Quieres que huya?

– Por ahora, sí.

Agarré con fuerza el volante.

– No puedo hacer eso.

Seguí mirando hacia adelante, pero sentí sus ojos clavados en mí.

– No va a ser fácil entrar en tu casa, Paige -dijo él, ya con voz más suave-. Esta clase de situación… En fin, no saca precisamente lo mejor de la gente. Nadie podría culparte por dar la vuelta.

Por el espejo retrovisor miré a Savannah.

– Paige tiene razón -me apoyó-. Si retrocedemos ahora, Leah sabrá que le tenemos miedo.

– Muy bien, entonces -dijo Cortez-. Métete en cualquier lugar donde veas un hueco.

Mientras buscaba ese lugar, nadie dijo nada. Mi mirada pasó de un grupo al siguiente; de los equipos del informativo nacional que bebían café del Starbucks a las personas diseminadas aquí y allá con videocámaras y miradas curiosas; de los policías estatales que discutían con cinco hombres calvos de túnicas blancas a los hombres, mujeres y chicos que caminaban por la acera portando pancartas que condenaban mi alma a la perdición eterna.

Desconocidos. Todos desconocidos. Paseé la vista por el gentío y no vi ningún periodista local, ningún agente policial de la ciudad, ni una sola cara conocida. Todos estaban dispuestos a borrar el sol y las brisas frescas de junio si eso significaba que también podían borrar lo que estaba sucediendo en el 32 de Walnut Lañe. Borrarlo y confiar en que desaparecería para siempre. Esperar que nosotras desapareciéramos del barrio para siempre.

– Bajad en cuanto Paige pare el coche -dijo Cortez-. Desabrochaos ya el cinturón de seguridad para estar listas. Cuando estéis fuera, seguid caminando, no os detengáis. Paige, toma de la mano a Savannah y dirigíos hacia la parte de adelante del coche. Yo me reuniré allí con vosotras y os abriré camino.

Cuando terminamos de doblar la esquina, algunas personas nos miraron; no tantas como cabría suponer, teniendo en cuenta que estaban esperando que un desconocido llegara, pero quizá hacía tanto tiempo que estaban allí y habían visto a tantos desconocidos pasar en coche, que habían dejado de sorprenderse cada vez que aparecía un nuevo vehículo. Cuando el coche redujo la marcha, más personas miraron hacia nosotros. Pude ver sus caras: aburridas, impacientes, casi enojadas, listas para abalanzarse sobre el siguiente curioso que hubiera despertado falsamente sus expectativas. Entonces me vieron a mí. Un grito. Otro. Una ondulación de movimientos que aumentaba hasta convertirse en una corriente de agua y después en una ola.

Giré el volante para dejar el coche justo detrás de una camioneta de periodistas. Por un segundo no vi nada salvo las letras de un canal de televisión de Providence. Después, una oleada de gente se tragó la camioneta. Una horda de desconocidos se arrojó sobre el coche y comenzó a sacudirlo. Un hombre, golpeado por la multitud, salió volando y cayó sobre el capó. El coche se sacudió. El hombre se incorporó. Le vi la mirada, advertí en ella odio y excitación, y por un momento me quedé paralizada de terror.