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– Habla Paige Winterbourne -dije-. Lamento la tardanza en atender, pero he estado controlando las llamadas.

– Me lo imagino. -La voz del otro lado de la línea sonaba agradable y comprensiva, como la de una vecina bondadosa-. Estos días parece haber bastante lío alrededor de su casa.

– Ya lo creo.

Se oyó una leve risa entre dientes y luego la mujer volvió a ponerse seria.

– Me disculpo por sumarme a lo que debe de ser un momento muy difícil para usted, señora Winterbourne, pero le confieso que nos preocupa el bienestar de Savannah. Tengo entendido que se enfrenta usted a un recurso de custodia.

– Sí, pero… i

– Normalmente no interferimos en esas cuestiones a menos que exista una seria amenaza de daño a la criatura en cuestión. Si bien nadie alega que Savannah haya sido maltratada, nos preocupa el presente clima en que está viviendo. Debe de provocarle una gran confusión. Pensemos que su madre desapareció y justo después sucede todo esto mientras vive con usted.

– Estoy tratando de mantenerla al margen de lo que ocurre.

– ¿Hay algún otro lugar al que Savannah podría ir? ¿Transitoriamente? ¿Quizá un medio… más estable? Creo que tiene una tía en la ciudad.

– Es Margaret Levine, su tía abuela. Así es. Yo había pensado en dejar que Savannah se quedara con ella hasta que todo esto haya terminado. Sí, de acuerdo.

– Por favor, hágalo. Además, me han pedido que vaya a visitarla. Debemos evaluar la situación. En estos casos, lo mejor suele ser una visita al hogar. ¿Le parece bien mañana a las dos de la tarde?

– Por supuesto. -Eso me daba apenas veinticuatro horas para hacer desaparecer el circo que había afuera.

Corté la comunicación y luego miré a Cortez.

– El Departamento de Servicios Sociales vendrá de visita mañana por la tarde.

– ¿Servicios Sociales? Eso es lo último que… -Calló, se empujó las gafas hacia arriba y se oprimió el puente de la nariz-. Está bien. Cabía esperar que ellos demostraran algún interés. Interés en una menor. ¿Mañana por la tarde, has dicho? ¿A qué hora?

– A las dos.

Sacó su agenda y lo anotó, y después me entregó la tarjeta que yo había dejado caer cuando corrí hacia el teléfono. La miré por un segundo sin verla y después vi al hombre inconsciente tendido en el pasillo y lancé un gemido.

– Ya estamos en la crisis número veintiuno -dije.

– Me parece que es la veintidós; la veintiuno era la turba furiosa. O, puesto que no han dado señales de irse, diría que ellos son aún la veintiuno.

Gemí y me dejé caer en una de las sillas de la cocina, y después levanté la tarjeta. El nombre del desafortunado individuo que había violado nuestra propiedad era Ted Morton. Si alguien me hubiera dicho hace una semana que yo estaría sentada frente a la mesa de mi cocina, colaborando con un hechicero y pensando cuál era la mejor manera de desembarazarnos de un desconocido a quien Savannah había derribado a golpes, habría… Bueno, no sé qué habría hecho. Era demasiado descabellado. Sin embargo, teniendo en cuenta todo lo acontecido la última semana, esto tampoco era demasiado grave. Se encontraba, por cierto, varios grados por debajo de ver a un hombre arrojado por el aire hasta encontrar su muerte o contemplar cómo un cadáver destrozado volvía a la vida delante de su familia y sus amigos.

El señor Morton era un supuesto investigador paranormal. Yo no tengo paciencia con esos tipos. Jamás conocí uno que no tuviera una enorme necesidad de una vida real. Tal vez me estoy mostrando intolerante, pero estos individuos son una lata más grande que las cucarachas en un albergue de vagabundos de Florida. Merodean por todas partes inventando historias, atrayendo a artistas embaucadores y, muy de vez en cuando, descubren un mínimo atisbo de verdad.

A lo largo de toda la escuela secundaria trabajé en una tienda de informática y mi jefa era presidenta de la Sociedad para la Explicación de lo Inexplicable de Massachusetts. ¿Alguna vez consiguió explicar cómo me hacía humo cada vez que ella venía a buscar a alguien que fuera a una tienda de comida rápida a recoger un pedido? Se dirigía a la oficina del fondo, yo lanzaba un hechizo de encubrimiento, y ella murmuraba: «Caramba, habría jurado que había visto a Paige volver hacia aquí», y entonces iba en busca de otra víctima.

– Tiene sentido -dije y le arrojé la tarjeta de vuelta a Cortez-. ¿Cómo se las arreglan los de la Camarilla con estas personas?

– Con bloques de cemento y puertos de agua profunda.

– Parece un buen plan. -Miré a Morton por encima del hombro y suspiré-. Supongo que deberíamos hacer algo antes de que despierte. ¿Alguna sugerencia?

– Imagino que no tienes una buena provisión de cal viva.

– Dime que bromeas.

– Desafortunadamente, sí. Nos hace falta algo más que una solución discreta. Nuestra mejor respuesta sería una que pusiera al señor Morton fuera de la casa, pero no necesariamente demasiado lejos para no correr el riesgo de llamar la atención por el esfuerzo. También sería preferible poder conseguir que él olvidara que estuvo en el interior de esta casa, lo cual, una vez más, centraría la atención en nosotros cuando relate su historia. Supongo que no sabes nada de hipnosis, ¿no?

Sacudí la cabeza.

– Entonces tendremos que contentarnos con…

Savannah apareció junto a la puerta.

– Tengo una idea. ¿Qué tal si lo arrojamos al sótano, justo debajo de la trampilla de salida? Podríamos romper la cerradura de esa puerta o, quizá, dejarla entreabierta. Entonces, cuando despierte, es posible que piense que entró por allí, se cayó y se golpeó la cabeza.

Cortez dudó un momento pero después asintió.

– Si eso significa que no tenemos que volver a salir, estoy de acuerdo.

Cortez se puso de pie y enfiló hacia la entrada trasera.

– Lo siento -se disculpó Savannah-. No fue mi intención causar más problemas. Él me sorprendió, eso es todo.

La toqué en un hombro.

– Ya lo sé. Será mejor que le demos a Cortez…

Alguien llamó a la puerta de atrás. Esto, a diferencia del teléfono y el timbre de la puerta delantera, era la primera vez que sucedía. Antes, al mirar por la ventana de la cocina, mi jardín estaba vacío, posiblemente porque nadie se animaba a ser el primero en subirse al seto. Ahora, hasta ese santuario había sido invadido.

Mientras escuchaba esos golpecitos impacientes, sentí que mi indignación crecía y caminé hacia la puerta hecha una furia, preparada para enfrentar a mi nuevo «visitante». Y al mirar por la ventana de la puerta de atrás vi a Victoria y a Therese. Lo que es peor, ellas me vieron a mí.

La amenaza

Regresé al Salón.

– Las Hermanas Mayores -le susurré a Cortez, que estaba en la sala de atrás poniendo de nuevo la billetera de Morton en el bolsillo de su dueño-. Son las Hermanas Mayores del Aquelarre.

– No les abras la puerta.

– Me han visto.

Cortez maldijo en voz baja.

– Lo lamento -dije.

– No es culpa tuya. Hazlas esperar. Cuenta hasta cinco, déjales entrar y después distráelas durante algunos minutos. Pero mantenías en la entrada.

Corrí de vuelta a la entrada, abrí la cortina del costado y calculé que me llevaría un minuto abrir la puerta. Entonces anulé el hechizo de traba y el perimetral y perdí tanto tiempo abriendo la puerta que cualquiera diría que tenía por lo menos cincuenta cerraduras. Hice entrar a las Hermanas Mayores, pero al mismo tiempo les impedí que pasaran más.

– ¿Habéis conseguido pasar entre la muchedumbre? -pregunté-. Caramba, a nosotros nos costó…

– Tuvimos que venir por los bosques -dijo Victoria-. Una experiencia de lo más desagradable. Therese se rasgó la blusa.