– Muy bien -empecé-. Voy a enumerarte algunas universidades. Tú debes repetir el nombre de cada una en una frase, como si de pronto yo me hubiera olvidado cómo se llamaba. En primer lugar, Yale.
– Yo fui a Yale.
– No. Inténtalo con Stanford.
Le presenté una lista de las mejores universidades. Una por una, él repitió cómo se llamaban.
– Maldición -dije-, no está funcionando. Di Columbia, de nuevo.
Él lo hizo.
– Sí… no. Oh, me doy por vencida. Aunque la última fue la que más cerca estuvo. ¿Es Columbia?
El sacudió la cabeza y tomó otro bizcocho.
– ¿Puedo insinuar que tu sistema no es válido?
– Jamás… Bueno, está bien. Como te previne, no es una teoría perfecta.
– No me refiero a la teoría sino a que hayas dado por sentado que asistí a una de las más afamadas facultades de Derecho.
– Desde luego que lo hiciste. Es obvio que eres suficientemente inteligente como para poder ir a una de las mejores y tu padre tenía posibilidades de enviarte a cualquiera de ellas, así que tú elegiste la mejor.
Savannah apareció junto a la puerta ataviada con un camisón de franela con estampado floral. Alguien del Aquelarre se lo había regalado para Navidad, pero ella jamás se lo había puesto hasta esta noche. La etiqueta todavía le colgaba de una manga. Sin duda, lo había rescatado de las profundidades de su ropero; una concesión por el hecho de que hubiera un hombre en la casa.
– No puedo dormir -anunció mirándonos-. Ya me parecía que olía a bizcochos. ¿Por qué no fuiste a buscarme?
– Porque se suponía que estabas durmiendo. Toma uno y vuelve a la cama.
Ella cogió dos bizcochos.
– Ya te ha dicho que no puedo dormir. Están haciendo demasiado ruido.
– ¿Quiénes?
– ¡La gente! ¿Recuerdas? ¿Esa multitud que está fuera de casa?
– Yo no oigo nada.
– ¡Porque estás empeñada en negarlo todo!
Cortez apoyó su taza vacía sobre la mesa.
– Lo único que yo oigo es un murmullo de voces, Savannah. Menos de lo que tú oirías si tuviéramos la televisión encendida.
– Ve a dormir a mi cuarto -le sugerí-. Desde allí no deberías oír ningún ruido.
– Ahora también hay gente al fondo.
– A la cama, Savannah -dijo Cortez-. Por la mañana evaluaremos la situación y analizaremos qué medidas tomar.
– No entendéis nada.
Se apoderó del último bizcocho y se fue muy enfadada. Yo esperé hasta oír el portazo y después suspiré.
– Ya sé que esto es difícil para ella -dije-. ¿Crees que realmente le impiden dormir?
– Lo que le impide dormir es el hecho de saber que están ahí.
– Haría falta mucho más que una multitud furiosa para asustar a Savannah.
– No está asustada. Sencillamente le resulta intolerable la idea de verse atrapada por los humanos. Cree que, como ser sobrenatural que es, no debería tener que soportar semejante intrusión. Es una afrenta, un insulto. Oírlos le recuerda constantemente su presencia.
– Sí, claro, supongo que ver rodeada nuestra casa podría considerarse una amenaza indirecta. Pero nadie está arrojando piedras contra las ventanas ni tratando de entrar.
– A Savannah eso no le importa. Hay que entender las cosas desde su punto de vista, en el contexto de su historia y de su infancia. Ha sido criada…
– Un momento. Lo siento, no quise… ¿Oyes eso?
– ¿Qué?
– La voz de Savannah. Estaba hablando con alguien. Oh, espero que no esté tratando de provocar… Deje la frase inconclusa y corrí a la habitación de Savannah. Cuando llegué allí, todo estaba en silencio. Llamé a la puerta y luego la abrí sin esperar a que me invitara a pasar. Savannah lanzaba miradas asesinas contra el otro lado de la ventana.
– ¿Les has dicho algo?-pregunté.
– ¿Tú qué crees?
Se acercó a la cama y se arrojó sobre el colchón. Me fijé en el teléfono. Estaba en el otro extremo del cuarto y no había sido tocado.
– Me ha parecido oírte hablar -dije.
Cortez apareció junto a mi hombro.
– ¿Qué hechizo has lanzado, Savannah?
– ¿Hechizo?-exclamé-. ¡Oh, mierda! ¡Savannah! Ella se dejó caer de espaldas.
– Bueno, vosotros no ibais a hacer nada al respecto.
– ¿Qué hechizo?-pregunté.
– Tranquilízate. Sólo fue un hechizo de confusión.
– ¿El hechizo de confusión de un hechicero? -preguntó Cortez.
– Por supuesto. ¿Qué otro podría ser?
Cortez se volvió, bajó a la entrada y corrió hacia la puerta de calle. Yo lo seguí.
La revuelta
Savannah ya había lanzado un hechizo de confusión en otra ocasión anterior. Aunque yo no había presenciado los resultados, Elena me contó lo que había ocurrido. Durante su intento de huir, Elena había ido hacia un pasillo en tinieblas para desarmar a un par de guardias. Un ascensor lleno de guardias que respondía a la alarma estaba detrás de ella. Las puertas se abrieron. Savannah lanzó un hechizo de confusión. Los guardias comenzaron a disparar sus armas… contra sus compañeros, contra Elena, contra todo lo que tenían a la vista. Ella nunca le dijo a Savannah que había estado a punto de perder la vida y yo no creí que tuviera sentido sacarlo a relucir más adelante. Ahora sí le encontré sentido.
Cortez corrió hacia la puerta de la calle, después se detuvo y se dirigió hacia la de atrás.
– Aguarda aquí -dijo y abrió la puerta posterior-. Voy a neutralizar ese hechizo.
– ¿No puedes hacerlo desde adentro?
– Tengo que estar en el locus de su hechizo, en la supuesta zona del blanco.
– Iré a su ventana y te dirigiré desde allí.
– No… -Se detuvo y luego asintió-. Pero ten cuidado. Si algo llega a suceder, aléjate de los cristales.
Se aseguró de que nadie estuviera mirando y luego salió. El gentío de la parte de atrás era menos de un tercio del delantero, no más de una docena de personas. Con las luces del patio apagadas y la sombra adicional que arrojaba el saliente del techo, la puerta posterior se encontraba en total oscuridad, de modo que Cortez pudo deslizarse por ella sin ser visto.
Fui deprisa al cuarto de Savannah. Ella todavía estaba tendida sobre la cama, con los brazos cruzados. Me acerqué a la ventana.
Cortez apareció un momento después. Algunos de los que seguían allá afuera debían haberlo visto escoltarme a casa, pero nadie dio señales de reconocerlo. A medida que Cortez se deslizaba entre la multitud, observé ese mar de rostros en busca de una señal de pánico o de confusión. Nada. Cortez se movió detrás de una pareja que vendía latas de refrescos y después miró hacia la ventana. Me moví hacia la izquierda y me coloqué donde Savannah debía de haber estado. De puntillas era tan alta como ella.
– Sois peores que las Hermanas Mayores -gruñó Savannah-. Armáis un alboroto por nada.
Le hice señas a Cortez de que se moviera un poco hacia la derecha y, después, que se detuviera. Sus labios se movieron al lanzar un hechizo que anularía el de Savannah. Cuando terminó, miró en todas direcciones, como para determinar si el hechizo de Savannah había quedado anulado. Aunque, de hecho, no hubo ninguna señal de que hubiera tenido efecto.
Le hice señas de que entrara. Él sacudió la cabeza, me indicó que me alejara de la ventana y fue hacia la multitud. Yo solté la cortina pero no me alejé, sólo salí del radio de su mirada. Él atravesó el gentío y se detuvo aquí y allá antes de seguir avanzando.
– Creo que no ha funcionado -dije.
– Desde luego que sí. Mis hechizos siempre funcionan.
Me mordí la lengua y mantuve mi atención centrada en Cortez. Cuando alguien gritó, pegué un salto. Un hombre se echó a reír y yo seguí ese sonido con la vista hasta localizar a un par de muchachos que peleaban y reían entre sorbos de una botella cubierta con una bolsa de papel. Por lo visto, mi jardín había reemplazado la Pista Belham como fuente principal de entretenimiento de la comunidad.