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– ¿Lo que quieres decir es que tu moto no estaba allí? ¿Que alguien la robó?

– Eso parece. No importa. La policía ya ha sido informada y, si eso no resulta, igual tengo una excelente póliza de seguros.

– Mejor así. Lo siento. Debería de haber pensado… Ayer olvidé por completo lo de tu moto.

– Teniendo en cuenta todo lo que pasó, la motocicleta era la menos importante de mis preocupaciones. Tú sugeriste que volviéramos a buscarla antes de venir aquí, y yo decidí que no, así que es absolutamente culpa mía. Ahora, si llamas a Savannah…

– Lo lamento tanto. Deberías habérmelo mencionado. Dios, qué mal me siento.

– Que es precisamente la razón por la que no te dije nada. Comparado con lo que tú has perdido estos últimos días y lo que estás dispuesta a perder, yo tenía seguro y puedo reemplazarla. -Consultó su reloj-. Debemos irnos ya. Busca a Savannah y reúnete conmigo junto a la puerta de atrás.

Suavemente me apartó de su camino y se dirigió a la cocina para recoger sus papeles. Estaba a punto de seguirlo cuando las campanas del reloj dieron las seis, y eso me recordó que de veras teníamos que apurarnos; la tienda de Salem que vendía algunos de los materiales necesarios para la ceremonia de Savannah cerraba a las nueve.

Llamé a la puerta de Savannah.

– Un segundo -gritó. La música cesó, seguida por el sonido de la puerta y varios cajones de la cómoda que se abrían y cerraban. Por último, abrió la puerta y me entregó una bolsa de plástico de compras.

– Sostén esto -dijo, después tomó su cepillo y se lo pasó por el pelo-. He descubierto cómo llegar adonde queremos sin que nos vean. Debería haberlo pensado más temprano, pero lo olvidé.

– ¿Qué es lo que olvidaste?

Ella señaló la bolsa.

– Eso.

La abrí y solté un grito.

Las herramientas del oficio

De acuerdo, no grité. En realidad fue más un aullido. Un chillido.

¿Qué había en la bolsa? La ya casi olvidada Mano de la Gloria… Justo lo que yo quería ver.

Al oír mi chillido, Cortez vino volando desde la entrada. Una vez que le aseguramos que nadie estaba mortalmente herido, le expliqué cómo acabó aquella mano en posesión de Savannah.

– …y después me olvidé por completo de la mano -concluí.

– También yo -afirmó Savannah-. Hasta ahora. Hasta que empecé a guardar los libros del colegio y vi la bolsa.

– ¿Pusiste esa cosa en tu mochila del colegio?

– Envuelta, desde luego. A la policía jamás se le ocurriría buscar aquí. Ahora podemos usarla para salir de la casa. Lo único que tenemos que hacer es encender los dedos y llevarlos fuera. Nos volverá invisibles. Bueno, tal vez no exactamente invisibles, pero impedirá que la gente nos vea.

Cortez sacudió la cabeza.

– Me temo que eso es un mito, Savannah. La Mano de la Gloria sólo impide que la gente dormida despierte, y ni siquiera para eso es muy eficaz.

– ¿La has probado? -preguntó ella.

– Varias veces, hasta que aprendí un hechizo que funcionaba mejor. -Levantó la mano de la bolsa-. Y tenía un olor mejor. Esta mano está mal hecha. Y, además, bastante fresca. Eso debilita su poder. Quien fabricó esto ni siquiera siguió los métodos adecuados para su embalsamamiento y preservación. Me sorprendería que funcionara. Diría que su finalidad se limita a asustar.

– ¿Magia de pacotilla? -preguntó Savannah.

– Seguro. ¿Ves aquí? ¿Dónde sobresale el hueso? Pues si esto estuviera bien hecho…

Me estremecí.

– ¿Yo soy la única a quien esa cosa le resulta terriblemente desagradable?

Los dos me miraron como si no me entendieran.

– Por lo visto, sí-murmuré-. ¿Puedo saltarme esta lección? Salgo ahora mismo a casa de Margaret; vosotros podéis alcanzarme después.

– Paige tiene razón -dijo Cortez y volvió a meter la mano en la bolsa-. No tenemos tiempo para esto. Sin embargo, os sugeriría que lleváramos la mano con nosotros, para poder desembarazarnos de ella lejos de casa.

Asentí y fuimos a la puerta de atrás. Cortez tomó su chaqueta de cuero y después dobló la bolsa lo más pequeña que pudo y la metió en uno de sus bolsillos. Yo no pude evitar estremecerme. Sí, sé que yo había resuelto que lo mejor era aceptar el lado más oscuro de la naturaleza de Savannah, pero nunca la pude imaginar llevando de aquí para allá partes corporales como si fueran herramientas, como cálices y Manuales.

Cuando salimos, ya había comenzado a refrescar, y Savannah, que llevaba puesta una camiseta que le dejaba al descubierto parte del torso, decidió correr de vuelta a casa en busca de un suéter.

Cuando se hubo ido, señalé el bolsillo que contenía la bolsa.

– ¿Realmente usáis cosas así?

– Yo uso cualquier cosa que funcione.

– Lo siento. No he querido parecer…

– Hay muchos objetos mágicos que yo no emplearía. Igual que la magia. Uno puede negarse a aprender los hechizos más fuertes y desagradables, o puede reconocer que, en algunas circunstancias, pueden ser necesarios.

– Eso ya lo sé. Me refiero a los hechizos. Pero yo… -Vacilé y después continué-. Tengo problemas con eso. Me ronda en la cabeza la idea de que tal vez me veré obligada a…

– ¿A hacer el mal para hacer el bien?

Logré esbozar una leve sonrisa.

– Exactamente. Eso es algo que pienso mucho: la posibilidad de tener que matar a alguien para proteger a Savannah. Sé que eso puede suceder, pero yo nunca… ¿Y si tuviera que hacer algo más que inhabilitar a un enemigo? ¿Y si protegerla implica lastimar a un espectador inocente? Realmente… -respiré hondo-. Realmente, eso me da muchos quebraderos de cabeza.

– A mí también.

Levanté la vista y lo miré, pero antes de que pudiera decir nada, Savannah cruzó de pronto la puerta.

– ¿Todo listo? -pregunté.

Ella asintió y partimos.

Durante nuestra caminata de diez minutos a casa de Margaret no dejé de pensar en los Manuales. Lo que más me molestaba era darme cuenta de que si Savannah se hubiera sentido cómoda hablando conmigo de su madre, podríamos haber aclarado esto hacía meses. Ahora que yo finalmente estaba lista para escuchar, tal vez era ya demasiado tarde.

Seguía tratando de entender la historia de Savannah. Ella me había contado que los hechizos aprobados por el Aquelarre eran hechizos primarios, hechizos que era preciso dominar antes de poder pasar a los secundarios. Sólo una vez que uno conocía los hechizos secundarios podía entonces confiar en lanzar con éxito un hechizo terciario, como los que figuraban en mis Manuales secretos. Nunca antes había oído nada parecido.

Aunque los hechizos del Aquelarre están divididos en cuatro niveles, hipotéticamente una bruja podría empezar en el nivel cuatro. Sería tremendamente difícil, pero no imposible. Es como aprender idiomas. Le hacen a uno empezar con algo fácil. Uno aprende eso y después pasa a idiomas más complejos. Eso no quiere decir que no se puede saltar directamente a un idioma de nivel superior; la gente lo hace todo el tiempo. Pero si uno ha dominado algo más básico, la dificultad de aprendizaje con respecto a otros idiomas disminuye significativamente. Uno entiende y domina conceptos abstractos como estructuras y funciones sintácticas, aplicables para el estudio de cualquier otro idioma.

Lo que Savannah me había dicho implicaba algo completamente diferente. Si yo la había entendido bien, cada hechizo del Aquelarre era un hechizo primario, el componente básico de toda la magia de las brujas. Sin embargo, eso no explicaba por qué yo había dominado cuatro hechizos de los Manuales terciarios. Savannah dijo que Eve no había podido hacer que ninguno de ellos funcionara. Ahora bien, a mí me encantaría creer que yo los había dominado porque tenía habilidades superiores para lanzar hechizos, pero ni siquiera yo soy tan presumida como para pensar algo así.