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Al regreso, había trabajado en un museo, y desde hacía diez años en el Ministerio de Comercio Exterior, como secretaria primero y en protocolo después. En aquel ambiente liberal y cosmopolita del trato con extranjeros, Margarita se encontraba en su medio. Y aunque durante muchos años se tuviera por revolucionaria, su patriotismo y convicciones flaquearon cuando en el 91 Germán la dejó por otra, veinte años más joven.

Desde entonces, Margarita y Alicia perdieron muchos de los privilegios que emanaban de él. Eso sí, les dejó la casa de Miramar, con dos plantas, cinco cuartos, antejardín, patio trasero con árboles, garaje, y el viejo Triumph que trajeran de Inglaterra, fundido irremisiblemente desde hacía dos años.

Así pues, mientras Alicia no tuviera un cliente fijo a quien dedicarse durante varios días, salía a cazar en bicicleta. Y en tanto no enganchara a nadie, pedaleaba siete días por semana, de diez a doce y de cuatro a seis.

Su técnica era única en La Habana.

Y la prueba de que daba resultados, es que a pocos meses de haberse iniciado, había obtenido ya cuatro propuestas en firme para una relación estable en el exterior: Panamá, Argentina, Alemania, Italia.

El panameño era riquísimo y buen mozo, pero se le adivinaba el déspota y olía a maffia; el alemán, más rico todavía, pero demasiado viejo y muy matraquilloso; el argentino, un niño bien, un poco loquito, heredero, empresario, pero inmaduro y muy lleno de reclamos. De los cuatro, ella hubiera escogido al italiano, pero no tenía suficiente dinero, era muy gordo y bastante zonzo.

Tenía que seguir pedaleando.

7

En un cuarto muy desordenado, sobre improvisados estantes de madera y desparramados por el piso, hay varios ventiladores, una cocina eléctrica, un refrigerador, guitarras, bicicletas, una moto…

Margarita, con un delantal y guantes de goma, alza un poco las piernas para caminar en medio de los trastos, y mirar una etiqueta pegada a un equipo de aire acondicionado [1]

– Este es un Westinghouse, y te lo puedo dejar en mil…

Un mulato cuarentón que viste camisa floreada, con cadena de oro al cuello, sombrerito blanco de alas cortas y un puro en la boca, se lleva una mano aparatosamente a la cabeza.

– Y ese otro en 800…

– No seas genocida Margarita, no nos lleves tan recio…

– Sí, chica -añade un rubio joven, fortachón de grandes

bíceps-, no nos machaques, fíjate que te vamos a comprar los dos…

Margarita, muy segura de sí, replica amigablemente:

– ¡Qué va, mi vida! Mil ochocientos por los dos o nada…

Se oye un coche llegando. Margarita se asoma a una ventana para

observar.

– ¡Coño! Viene Alicia con una visita, y yo no tengo nada

preparado…

Se dirige rápidamente a la sala, coge una guitarra y la guarda en un trastero. Luego abre un mueble, saca una foto con un desnudo de Alicia, y la dispone bien en evidencia sobre una mesita redonda mezclada con otras fotos. Echa un vistazo a las existencias del bar, verifica al trasluz el contenido de una botella oscura y pasa a la cocina.

Abre la nevera, traslada unas botellas de cerveza desde el estante de la puerta al congelador, donde introduce también un par de vasos. De allí mismo saca unos langostinos y los pone a descongelar en un horno de microondas. Abre un pomito de plastico, vierte el contenido en una cazuelita y la pone a fuego lento.

Se acerca a otra ventanita, mira ansiosamente hacia afuera y murmura algo ininteligible.

Cuando regresa junto a los dos hombres, el mulato está terminando de contar el dinero.

– OK, aquí tienes los mil ochocientos. ¿A cuánto me dejas la moto y la nevera?

– No, no me des dinero ahora, que no tengo tiempo ni para contarlo… Vengan por la tarde o mañana de mañana. Dale, salgan rápido por el fondo.

Los hombres se marchan y Margarita cierra la puerta del patio. Corre una cortina, se quita sus guantes y su delantal. Yergue la cabeza, alza un poco las manos, y con un andar de lady elegante, se encamina hacia la puerta. De paso ante el espejo de la sala, vuelve a inspeccionarse aprobatoriamente.

Margarita abre la puerta para recibir a Alicia en el mismo momento en que Víctor termina de sacar la bicicleta del maletero. Alicia la coge por el manillar y se acerca, con el pedal en la otra mano. Cuando ingresa al pequeño jardín delantero, su madre inicia sus programados reproches.

– Ya yo sabía que te iba a dejar a pie. Deberías botar ese trasto y pedirle a tu padre que te compre una moto…

– Mi mamá…, Víctor… -presenta Alicia.

– ¡Uyy! ¡Alain Delon! -exclama Margarita, sin prestarle atención-. Y tú eres muy cabezona, ya estoy cansada de decirte…

– ¡Ya, mamá, basta! -protesta Alicia-. Uff…

– Perdón, señor, adelante, pase, por favor -se disculpa Margarita, y volviéndose a Alicia-; pero tú deberías pedirle a tu padre…

– ¡Mamaa, no jodas más! -y mirando malhumorada a Víctor-: Está encarnada con que me tengo que comprar una moto. ¡Como si fuera tan fá cil!

Ante los clientes, Alicia enfatizaba el desenfado de su vocabulario. Dos mujeres elegantes que sepan decir oportunas palabrotas, lucen emancipadas, liberales, chic. Ninguna mujer de origen humilde dice palabrotas ante un desconocido al que quiere agradar. Y a todo extranjero, habituado al vasallaje innato de las prostitutas del Tercer Mundo, aquel desenfado de las cubanas los sorprende y luego los cautiva.

– Usted no es cubano ¿verdad?

– No señora, canadiense.

– ¡Pero habla perfecto el español! Yo hubiera dicho que era mexicano…

Pasan a la sala.

– Sí, mi señora: he vivido muchos años en México. Es mi segunda patria.

– ¡Qué envidia! Verá usted, una vez, mi marido…

– Ay, mami, tu vida se la cuentas después. Ahora invítalo a un trago. Yo necesito una cerveza. Tengo la garganta reseca.

Y Alicia desparece en la cocina.

– Por favor,siéntese -lo invita Margarita y le indica la butaca frente a la cual dispuso la foto del desnudo-. ¿Qué le gustaría beber? ¿Un refresco? ¿Algo fuerte?

Víctor no se decide.

Ella observa la estantería del bar y ofrece, como si fuera lo más naturaclass="underline"

– ¿Ron, coñac, whisky, vodka, gin, cerveza…?

Ignora si su nuevo visitante estará ya al tanto, de que muy pocas casa cubanas, donde viven muchachas que montan en bicicletas chinas, disponen de un surtido semejante.

– Bueno…, también una cerveza. Gracias, señora.

Mientras las dos mujeres permanecen en la cocina, Víctor observa los detalles de la sala: muebles de estilo, originales de pintura cubana, un cortinado elegante, adornos de buen gusto.

Alicia regresa con una bandeja, dos botellas de cerveza y sendos vasos.

En ese momento, Víctor descubre lo que inevitablemente tenía que descubrir: la foto del desnudo. Frunce el ceño. Luego sonríe.

– ¡Híjole! ¿Eres tú, no? -y con la foto en la mano la observa

más de cerca.

– Sí, es tomada de un cuadro -se ríe Alicia, mientras destapa

las botellas y se dispone a llenar los vasos.

– Para mí está bien en la botella, gracias. ¿Así que tomada de un cuadro…?