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La mujer de pelo oscuro cerró la puerta del coche de un portazo y lo puso en marcha; con un destello cegador el Mercedes explotó. El coche se convirtió en una bola de fuego amarillenta con un estruendo ensordecedor. Aimée vaciló, y todo parecía moverse a cámara lenta, aunque podrían haber sido microsegundos. El terror la inundó. Neumáticos y puertas salieron volando como misiles hacia los edificios de piedra. Vio cómo Anaïs se elevaba en el aire, para luego desaparecer. El suelo retumbó.

La onda de presión le hizo perder el equilibrio en mitad del salto, cuando se dirigía al coche más cercano. La explosión de humo succionó el aire como si intentara meterla en un espacio más pequeño. Más estrecho de lo que ella podría soportar. Sobre la calle llovieron fragmentos de acero y vísceras ensangrentadas.

Aimée aterrizó sobre los adoquines mojados mientras rezaba que no explotara nada más. Su corazón latía con fuerza. Intentó cubrirse la cabeza con las manos. Volvieron los recuerdos de la explosión terrorista en la place Vendôme que mató a su padre: su cuerpo carbonizado que salía volando de la furgoneta de vigilancia, la mano de ella que agarraba la manilla de la puerta derretida, y la bola de fuego que envolvía la furgoneta cuando chocó contra la columna de la place Vendôme.

Y entonces se dio cuenta del peligro: los vapores del tanque de gasolina de los coches que estaban aparcados podían encenderse con las llamas. Se levantó. Hizo que sus piernas se movieran, que pasaran por delante del esqueleto de metal del Mercedes, que se quemaba violentamente y se abombaba como un acordeón. El intenso calor le quemaba las cejas. Tenía que encontrar a Anaïs, y salir de allí.

Le zumbaban los oídos, y la nube de humo le asfixiaba. Tropezó con los adoquines, cubiertos de aceite y anticongelante. Tenía las manos ensangrentadas y le temblaban. Como cinco años atrás cuando su padre había saltado por los aires delante de ella… la misma pesadilla horrible.

Lunes a última hora de la tarde

Bernard Berge, de cuarenta y cinco años y prematuramente canoso, miraba por la ventana de su oficina del ministerio que daba a la place Beauvau, temeroso de la inminente llamada de teléfono. Se colocó sus gafas de montura redonda en la frente y se frotó sus cansados ojos. Buscó de nuevo en sus bolsillos las pastillas azules. Sólo le quedaban dos.

Al otro lado de la plaza, las parpadeantes luces azules del palacio presidencial del Elíseo se desdibujaban en la noche primaveral. Bernard llevaba días sin dormir. Sesenta y dos horas, para ser más exactos, y no creía que pudiera volver a hacerlo nunca más. Las pastillas para dormir ya no le hacían efecto.

Alguien llamó a la puerta. Había dejado instrucciones de que no lo molestaran. ¿Quién sería?

– Oui-contestó él-. ¿Es urgente?

Como respuesta, la pesada puerta de madera se abrió lentamente. Entró resueltamente su madre, una mujer de pelo blanco, pequeña y muy delgada, de ojos negros hundidos. Sin quitarse el arrugado impermeable, se plantó delante de la mesa en la fría oficina.

– ¡Maman! -exclamó él-. ¿Qué haces aquí?

Desde la zona de recepción más allá de la puerta abierta, varias personas levantaron la cabeza. Él corrió a la puerta para cerrarla.

– Bernard, juro por Dios -dijo ella- que no me puedo creer que lo vayas a permitir.

– Siéntate, maman.

Su madre se quedó de pie y, con dificultad, abrió su bolso, sacó una manoseada carte de séjour, que colocó sobre la mesa.

– Tu padrastro se ha ganado este permiso de residencia. Y Bernard, estudiaste la Biblia. Conoces la ley de Dios.

Su voz temblaba, pero mantenía la mirada fija.

– Con la mano sobre ella, júrame que no vas a deportar a ninguna víctima.

– Sé razonable, maman.

Bernard Berge se dejó caer en la silla. ¿Cómo podía estar enfrentándose a él así?

– ¿No tenía sentido nada de lo que viste de las represiones? -Sus manos temblaban-. Olvídate de este asunto, pero no de tu conciencia.

– Ahora mismo eso es imposible, maman.

– ¿Cómo puedes decir eso? -Se sentó-. Naciste en Argel. -Negó con la cabeza-. Hablabas árabe con igual fluidez que francés hasta que llegamos a Marsella.

– Este tema es diferente -dijo él-. Estos sans-papiers se quedaron después de que caducaran sus visados. Son ilegales. No como nosotros, los pieds-noirs, que nacimos en Argelia.

– ¿Murió en vano nuestro pequeño André?

Bernard se apocó como si le hubiera abofeteado. Unos fellaghas rebeldes se habían llevado a su hermano pequeño, André, cuando estaba en la cuna, y lo habían arrojado al pozo del pueblo. Les había ocurrido lo mismo a muchos bebes, como represalia por las masacres en el campo de pueblos enteros. Pero cuando se enteró, ya habían pasado años. Nunca dejó de preguntarse cómo su madre pudo vivir con tanto dolor.

– Puede que lleve mucho tiempo callada -dijo ella, como si pudiera leerle el pensamiento-. Te he inculcado unos valores, te he educado en el socialismo. -Negó con la cabeza. Su mirada se ensombreció-. ¿Qué ha pasado?

– Sólo soy un fonctionnaire responsable de una política impopular, maman. Antoine ha vivido tu sueño -le explicó él.

Se levantó, y se preparó para la discusión que estaba teniendo lugar. Su hermanastro, Antoine, dirigía el pabellón de pediatría de un importante hospital y un dispensario en Marsella.

– Pero estos sans-papiers africanos, estos árabes… sólo son gente, ¿non? -Su voz se suavizó, suplicante-. Venimos a Francia como pieds-noirs, pero nunca nos vieron como verdaderos franceses. Éramos intrusos, y todavía lo somos.

– Es la ley, maman. Si no lo hago yo, lo hará otro.

– Eso también lo decían los nazis -dijo ella, negando con la cabeza.

Bernard se acercó a las altas ventanas del ministerio y bajó la mirada a la rue des Saussaies. Hubo una vez en la que la Gestapo detenía a quien quería en el cuartel general de la policía a una manzana de allí. Las luces de faroles proyectaban largos rectángulos temblorosos en los estanques de las fuentes del Elíseo.

¿Por qué ella no lo podía entender?

– Madres e hijos -suspiró ella-. ¿Cómo puedes deportarlos?

Bernard tenía un dolor de cabeza espantoso. Se frotó de nuevo los ojos. ¿Por qué no lo dejaba en paz?

– Tenemos leyes en Francia que nos aseguran liberté, égalité, fraternité -le explicó él-. Mi trabajo consiste en protegerlas, en seguir la política del ministerio. Ya lo sabes, maman. Yo no soy el que elabora estas directrices.

– Tienes cara de no haber dormido -le dijo ella, y se levantó lentamente, con la mirada fija en él. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta-. Si tuviera tu trabajo, Bernard, tampoco podría dormir.

– Maman, por favor, sé razonable -dijo él-. Serví en el Palacio de Justicia, trabajé como juge administratif. Debo cumplir la ley.

– Bernard, puedes elegir -dijo ella dándose la vuelta de nuevo para mirarlo cara a cara-. Pero si tomas la decisión equivocada, no vuelvas a profanar mi casa.

Él se quedó en la ventana, y oyó cómo se marchaba arrastrando los pies. Volvieron a él momentos de su infancia que tenía enterrados: los muecines que al amanecer llamaban a la oración, las largas y polvorientas colas para el pan, el sonido de la fuente de mosaico azul en el patio con arcos, los gritos en la oscuridad mientras el souk de su quartier ardía en llamas durante los disturbios.