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Ya por entonces se había granjeado el apoyo de los medios de comunicación que pedían su excarcelación, propósito que se vino abajo a causa de una agresión de Spaven a otro recluso, a quien causó lesiones cerebrales. A partir de este incidente los relatos de Spaven se hicieron más patéticos que nunca: el agredido le tenía envidia por la expectación que él suscitaba e intentó matarle en la galería. Él sólo había actuado en defensa propia. Y como colofón, decía que no se habría visto en situación tan envidiable de no haber sido por culpa de un grave error de la justicia. La segunda entrega de la autobiografía de Spaven concluía con el caso Elsie Rhind y mencionaba a los dos policías que le habían tendido la trampa: Lawson Geddes y John Rebus. Spaven descargaba todo su rencor sobre Geddes y a Rebus le calificaba de simple peón, un lacayo de su amigo. Para Rebus no era más que una versión fantasiosa elucubrada como venganza durante los largos años de reclusión. Pero a lo largo de la lectura de aquellas entregas había advertido el modo en que Spaven manipulaba sin recato al lector, lo que le hizo recapacitar sobre el Lawson Geddes de la noche de marras ante su puerta y en las mentiras que habían elaborado a continuación…

Spaven se suicidó poco después: se rajó la garganta con un escalpelo haciéndose un tajo por el que cabía una mano. Según nuevos rumores había muerto a manos de los carceleros, que querían impedirle terminar la autobiografía porque explicaba pormenores de los años de reclusión y los malos tratos sufridos en las cárceles escocesas, o de presos envidiosos de su fama que habían dejado entrar en su celda.

Pero fue un simple suicidio. No dejó más que una nota, con tres borradores arrugados en el suelo, proclamando hasta el último momento su inocencia en el asesinato de Elsie Rhind. Los medios de comunicación comenzaron a barruntar una buena historia con la vida y la muerte de Spaven. Y ahora, el epílogo.

Primero: se había editado el tercer volumen inconcluso de la autobiografía -«enteroecedor», según un crítico, «un logro absoluto», según otro-, que se mantenía en la lista de best-sellers. En Prince Street te encontrabas con la cara de Spaven mirándote desde los escaparates de todas las librerías. Un trayecto que Rebus evitaba en lo posible.

Segundo: un preso que acababa de obtener la libertad había declarado a la prensa que era la última persona que habló con Spaven antes de morir, y porfiaba que sus últimas palabras habían sido: «Bien sabe Dios que soy inocente, pero estoy harto de repetirlo». El ex presidiario había cobrado del periódico 750 libras por la entrevista. Evidentemente, se trataba de una maniobra de la prensa sensacionalista.

Tercero: acababan de lanzar una nueva serie de televisión, Justicia en directo, una visión impactante del delito, el poder y los errores de la justicia. Tras el elevado índice de audiencia registrado en su emisión piloto -con el atractivo presentador Eamonn Breen, ídolo de las televidentes-, estaba en preparación la segunda, en la que el caso Spaven -decapitación, acusaciones y suicidio de alguien mimado por los medios de comunicación- constituía la primera entrega.

Con Lawson Geddes en el extranjero y sin dirección conocida, quien cargaba con el muerto era John Rebus.

Framed [5] de Alex Harvey, seguido de Living in the Past [6] de Jethro Tull.

Volvió a casa pasando por el Oxford Bar, un largo desvío que valía la pena. La decoración y los montajes visuales debían de ejercer cierto efecto hipnótico; única explicación posible de que los parroquianos se pasaran horas enteras mirándolos. El barman aguardó a que Rebus pidiera, pues por aquellos días no tomaba «lo de siempre»: en la variedad está el gusto, etcétera.

– Ron negro y media Best.

Hacía años que no bebía ron negro; le parecía propio de marineros. Pero Alian Mitchison lo bebía: motivo de más para pensar que trabajaba en el mar. Pagó, apuró el chupito de un trago, se enjuagó la boca con la cerveza y cuando quiso darse cuenta ya no le quedaba. El barman volvió con el cambio.

– Ahora una jarra de cerveza, Jon.

– ¿Con otro ron?

– No, por Dios.

Rebus se restregó los ojos y gorreó un cigarrillo a un tipo somnoliento que tenía al lado.

El caso Spaven… Le había hecho retroceder en el tiempo, forzándole a cotejar recuerdos y plantearse si la memoria no le jugaría malas pasadas. Un asunto inconcluso de veinte años atrás. Igual que el de John Biblia. Sacudió la cabeza, tratando de borrar la historia, y su pensamiento voló hacia Alian Mitchison y una caída en picado sobre una verja, que ves llegar con los brazos atados a una silla y una única alternativa: hacer frente a tu destino con los ojos abiertos o cerrados… Rodeó la barra hasta el otro extremo para telefonear y metió la moneda sin saber a quién iba a llamar.

– ¿Ha olvidado el número? – comentó un parroquiano al ver que recogía la moneda.

– Sí, ¿cuál es el teléfono de la Esperanza?

Ante su sorpresa, el hombre se lo sabía de memoria.

Cuatro parpadeos del contestador automático significaban cuatro mensajes. Leyó el manual de instrucciones que tenía abierto por la página seis, con la sección «Playback» encuadrada en bolígrafo rojo y párrafos subrayados. Siguió los pasos indicados y el aparato se avino a funcionar.

– Soy Brian Holmes. -Rebus abrió el Black Bush y se sirvió mientras escuchaba-. Era para… bueno, darte las gracias. Minto se ha retractado, así que me has sacado del apuro. Espero poder devolverte el favor.

La voz sonaba cansada, sin energía. Final del mensaje. Rebus saboreó el whisky.

Blip: mensaje dos.

– Se me ha hecho tarde trabajando y se me ocurrió llamarle, inspector. Hablamos el otro día. Soy Stuart Minchell, jefe de personal de T-Bird Oil. Es para confirmarle que Alian Mitchison era, efectivamente, empleado nuestro. Si me da un número de fax le puedo enviar los datos. Llámeme mañana a la oficina. Adiós.

Adiós y bingo. Qué alivio saber algo del muerto aparte de sus gustos musicales. Le silbaban los oídos: el concierto y el alcohol habían acelerado su pulso.

Mensaje tres:

– Aquí Howdenhall, tanta prisa que le corría y está ilocalizable. Típico de Homicidios. -Rebus conocía aquella voz: Pete Hewitt, del laboratorio de la policía en Howdenhall. Con aspecto de quinceañero, cuando seguramente pasaba de los veinte, Pete era un pico de oro con cerebro a juego y especialista en huellas dactilares-. Son casi todas parciales, pero hay un par de ellas magníficas. ¿Y sabe qué? Su dueño está en el ordenador por antiguas condenas por agresión. Llámeme si quiere saber su nombre -dijo con su habitual buen humor.

Rebus miró el reloj. Eran más de las once y Pete estaría en casa o ligando por ahí, y él no tenía su número particular. Dio una patada al sofá maldiciendo no haber estado en casa: detener a contrabandistas de licores era una pérdida de tiempo. En fin, tenía el Black Bush y una bolsa de discos compactos, camisetas que nunca se pondría y un póster con cuatro caras de chiquillos con acné en primer plano. Le sonaban de algo, no sabía de qué…

Faltaba otro mensaje.

– ¿John?

Una voz de mujer que conocía.

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[5] «Atrapado.»

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[6] «Viviendo en el pasado.»