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Wexford concertó una reunión con él para comentar la aparición de asaltos a tiendas y hurtos en Sewingbury y Myfleet. Cuatrocientos guardias de seguridad contratados por la Oficina de la Red Viaria se alojaban en los destartalados barracones de la antigua base militar de Sewingbury. Los residentes aseguraban que eran responsables de peleas de bares y que los autobuses que los transportaban a la carretera en construcción ocasionaban atascos, ruido y contaminación.

– Qué ironía, ¿verdad? -comentó Wexford a Dora-. ¿Quién custodia al custodio? Pero gracias a esta reunión no podré llevarte a la estación.

– Cogeré un taxi. Si no fuera tan cargada de regalos que tú has insistido en comprar, iría a pie.

– Llámame esta noche, que quiero saberlo todo de esa niña. Y quiero escuchar su voz.

– La única voz que tienen a esta edad es el llanto, y de eso espero no oír demasiado -replicó Dora.

Wexford salió de su casa a las nueve para acudir a la reunión. Antes de irse le habría gustado advertir a su esposa que no llamara a Contemporary Cars. No es que tuviera demasiada importancia, pero no le hacía mucha gracia la idea de que Stanley Trotter llevara a Dora. Por supuesto, bien podía no acudir Stanley Trotter, sino Peter Samuels o Leslie Cousins, y aunque se tratara de Trotter, lo más probable era que no mencionara a Wexford, la detención ni las sospechas infundadas de Burden. De hecho, todo dependía de si Trotter estaba paranoico, se sentía agraviado o tan sólo experimentaba alivio por haber salido en libertad. En cualquier caso, Wexford no avisó a su mujer, pero por entonces no había contado a Dora nada acerca de Trotter, de modo que, en el peor de los casos, su esposa podía alegar ignorancia.

La reunión finalizó sin haber llegado a acuerdo alguno, pero por lo visto, la presencia de Wexford dio ciertas ideas a Freeborn. Si aquella tarde no tenía nada mejor que hacer, quizás le gustaría acompañar al jefe adjunto de policía a inspeccionar las zonas de interés ecológico, propuso. Se realizaría una visita antes de la evaluación medioambiental del Brede y de la marisma de Stringfield, y en ella participarían representantes de Naturaleza Inglesa, Amigos de la Tierra, el Comité pro Fauna de Sussex, KCCCV y la Sociedad Británica de Entomólogos.

A Wexford se le ocurrían numerosas actividades más interesantes en qué ocupar la tarde. No comprendía por qué se requería la presencia de Freeborn y aún menos la suya, y recordó con cierta tristeza la promesa de no volver a pisar el Gran Bosque de Framhurst, resolución que ya había quebrantado.

Por supuesto, aceptó la invitación, pues no le quedaba otro remedio. De nada servía esconder la cabeza bajo la arena; tenía que afrontar el asunto como todo el mundo. Tal vez incluso pudiera comunicar a los entomólogos que había visto a la Araschnia levana. Estaba pensando en ello y en el hecho de que los animales, los insectos e incluso algunas plantas odian cambiar de hábitat, aunque sólo sea para vivir a pocos kilómetros de él, cuando la comisaría de Kingsmarkham recibió una llamada de Contemporary Cars.

No se trataba de Trotter, sino de Peter Samuels. Era poco más de mediodía, y al regresar a la oficina de Station Road había encontrado a la recepcionista de su empresa amordazada y atada a una silla. Alguien había puesto el despacho patas arriba y robado el dinero de la caja.

Barry Vine acudió al lugar acompañado de la agente Lynn Fancourt. La puerta del módulo estaba abierta, y Peter Samuels los esperaba en la escalerilla.

El interior era muy pequeño para los cuatro. Tanya Paine, cuyo trabajo consistía en contestar ambos teléfonos, el de los taxis y el de los posibles clientes, estaba sentada en la cama plegable y se frotaba las muñecas. Le habían atado la cuerda con fuerza alrededor de muñecas y tobillos. Habían usado un par de medias para amordazarla y otro para vendarle los ojos. No le habían hecho daño, pero estaba muy asustada; era una joven de poco más de veinte años con el rostro blanco bajo la espesa capa de maquillaje y el sofisticado peinado medio desmoronado a causa de las medias.

– Había ido a llevar a un cliente a Gatwick -explicó Samuels- y no entendía por qué no había recibido aún ninguna llamada de Tanya. Es muy raro que pase una hora sin una sola llamada, así que pensé que igual no funcionaba el teléfono y volví. Nunca vuelvo, quiero decir que nunca vuelvo hasta la hora de comer, pero como no había recibido ninguna llamada en una hora y media…

– Muy bien, señor, muchas gracias -lo atajó Vine-. Veamos, señorita Paine. La ha atacado un solo hombre, ¿verdad? ¿Lo ha visto bien?

– Eran dos -puntualizó Tanya Paine-. Llevaban máscaras negras con agujeros para los ojos y la boca. Bueno, no eran máscaras, sino capuchas, como en las fotos del periódico, las de esos tipos que entraron en la oficina de la empresa constructora. Y uno de ellos tenía una pistola.

– ¿Está segura?

– Claro que estoy segura. Tenía miedo…, estaba muerta de miedo. Abren la puerta, suben la escalera, cierran la puerta, y entonces uno de ellos me apunta con la pistola y me dice que entre, así que entro… No iba a discutir con ellos, ¿eh? Me han hecho sentar en esa silla y me han atado a punta de pistola. No tenía elección; me apuntaban con una pistola.

– ¿Qué hora era más o menos?

– Las diez y cuarto o y veinte, más o menos.

– ¿Y estaba usted amordazada y con los ojos vendados? -inquirió Lynn Fancourt.

– No lo entiendo, porque de todas formas no les habría visto las caras, por las máscaras. La cuestión es que me han vendado los ojos y entonces los he oído pasearse por la oficina. Luego han cerrado la puerta, esa puerta, de forma que tampoco oía nada. Bueno, lo que sí he oído varias veces ha sido el timbre del teléfono. Han pasado un buen rato aquí; no sé cuánto he tardado en oír cerrarse la puerta.

La estancia en la que se hallaban había sido en su momento el dormitorio del módulo. Al mobiliario empotrado, consistente en una cama plegable, una alacena colgada de la pared y dos mesas también plegables, se había añadido una silla de tijera y dos butacas giratorias, a una de las cuales había permanecido atada Tanya Paine. Detrás de la puerta se hallaba la cocina, equipada con microondas, frigorífico, alacenas y mostradores, y más allá, el salón, que en la actualidad hacía las veces de despacho. Con las puertas interiores cerradas, una mujer amordazada y con los ojos vendados en el dormitorio no se enteraría de lo que sucedía en el despacho.

Vine y Lynn Fancourt echaron un vistazo al módulo. El adjetivo «contemporáneo» [2] no encajaba en absoluto con la empresa. Los dos teléfonos constituían el único indicio de tecnología moderna en aquel lugar. La empresa carecía de ordenador y caja fuerte.

– No necesitamos caja fuerte -aseguró Samuels-. Llevo el dinero al banco dos veces al día, a la hora de comer y a las tres.

– Entonces, ¿cuánto dinero había en esta caja? -inquirió Vine al tiempo que alzaba una lata vacía que largo tiempo atrás había contenido galletas.

La sostenía entre el pulgar y el índice con un pañuelo, si bien Samuels y Tanya Paine habrían destruido sin duda alguna las posibles huellas.

– Unas cinco libras como mucho -repuso Samuels-, Yo llevaba encima el dinero correspondiente a mis carreras, y Stan y Les igual. Siempre lo traen hacia mediodía para que yo lo ingrese en el banco.

Vine meneó la cabeza. Hacía mucho tiempo que no era testigo de semejante chapuza.

Tanya Paine reapareció con el cabello arreglado y los labios pintados.

– He pensado que les gustaría verme en el estado en que me dejaron antes de reparar los daños -explicó-. En la caja había tres libras y cuarenta y dos peniques. Pete. Lo comprobé porque pensé en salir a tomar un capuchino y una barra de Mars en cuanto volviera Stan, y no tenía cambio. Tres libras y cuarenta y dos peniques exactamente.

Se habían llevado el dinero, pero ¿buscaban algo más? Uno de los cajones situados bajo el mostrador del teléfono había sido retirado. En el suelo se veía un talonario de recibos. El libro del IVA aparecía abierto y boca abajo. Pero los policías acaban por aprender cuándo un lugar ha sido saqueado o sólo revuelto para aparentar que ha sido saqueado. Los asaltantes ni siquiera se habían esforzado mucho por disimular. Los dos hombres enmascarados buscaban algo que Contemporary Cars tenía, pero, tal como señaló Vine a Lynn en el camino de regreso a la comisaría, no se trataba de tres libras y cuarenta y dos peniques ni de ningún documento vital relacionado con el IVA.

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[2] La traducción de contemporary es contemporáneo. (N. de la T.)