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– Ya se quemó una vez, en 1746 -le explicó el taxista con la voz henchida de orgullo-. Y lo reconstruyeron. Ahora lo volverán a reconstruir.

Vera cerró los ojos cuando el taxi giró por Kaiser Friedrichstrasse hacia Dahlem. Había bajado de la montaña con Osborn y había permanecido a su lado el tiempo que le habían permitido. Luego le asignaron una escolta para que la acompañara a Zúrich y le dijeron que trasladarían a Osborn a un hospital de Berlín. Todo había sucedido en muy poco tiempo. Se sucedían las imágenes y los sentimientos y se mezclaba lo bello, lo doloroso y lo horrible. El amor y la muerte caminaban de la mano. Demasiado estrechamente. Vera tenía el aspecto de haber sobrevivido a una guerra.

A lo largo de todo el episodio, McVey siempre había estado presente.

En cierto sentido, era una especie de abuelo preocupado por los derechos humanos y por la dignidad de todos. Pero desde otro punto de vista, parecía una versión del general Patton. Egoísta e implacable, severo e incluso cruel. Impulsado por la búsqueda de la verdad. Costara lo que costase.

El taxi se detuvo y Vera entró en el hospital. La recepción era pequeña y cálida y le sorprendió ver a un policía. El agente le lanzó una mirada escrutadora hasta que se presentó en el mostrador de recepción y le sonrió cuando ella entraba en el ascensor.

Había un segundo policía apostado junto al ascensor en la segundo planta y en la puerta de Osborn, un inspector de paisano.

Los dos hombres parecían conocerla y el segundo incluso la saludó por su nombre.

– ¿Corre peligro su vida? -preguntó ella, inquieta ante la presencia de la policía.

– Es una precaución.

– Ya entiendo -dijo Vera, y se volvió hacia la puerta. Al otro lado yacía un hombre que apenas conocía pero a quien amaba como si llevaran siglos viviendo juntos. El breve tiempo que habían compartido no se parecía a ningún otro momento de su vida y Osborn había pulsado fibras que nadie más conocía. Tal vez era porque la primera vez que se habían mirado a los ojos también miraban juntos el camino. Y lo que habían visto, lo habían visto juntos, como si jamás llegara el momento de separarse. Más tarde, arriba en la montaña, viviendo circunstancias atroces, él se lo había confirmado. Lo había confirmado para ambos.

Al menos ése era su sentimiento. De pronto tuvo miedo al pensar en ella como en la única que lo sentía. Podía haberlo malinterpretado todo y lo ocurrido entre ellos resultaba fugaz y unívoco, y al cruzar la puerta no encontraría al Paul Osborn que conocía sino a un extraño.

– ¿Por qué no entra? -preguntó el inspector sonriendo, y abrió la puerta.

Osborn estaba tendido en la cama, con la pierna izquierda colgando de una red de poleas, cuerdas y contrapesos. Llevaba puesta la camiseta de los King de Los Ángeles, calzoncillos rojos y nada más. Al verlo, todos los temores de Vera se desvanecieron y soltó una carcajada.

– ¿Qué te parece gracioso? -preguntó él.

– No lo sé -dijo ella ahogando una risilla-. No lo sé… Es que…

Cuando el inspector cerró la puerta, ella cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos. Todo lo que había sucedido en el Jungfrau, en París, en Londres y Ginebra volvió como un torrente.

Fuera llovía y Berlín se quejaba. Pero a ellos les daba igual.

Capítulo 156

Los Angeles

Paul Osborn estaba sentado en el patio de su casa en Pacific Palisades mirando la herradura de luces de la bahía de Santa Mónica. Eran las diez de la noche y la temperatura de veinte grados. Faltaba una semana para Navidad.

Lo sucedido en el Jungfrau era demasiado enrevesado y complejo de entender. Los últimos momentos eran especialmente desconcertantes, porque Osborn no sabía a ciencia cierta qué había sucedido o hasta qué punto era cierto tal como él recordaba.

Como médico, entendía que había sufrido un trauma físico y emocional, no sólo en las últimas semanas sino a lo largo de toda la vida, desde la niñez hasta su condición de adulto, si bien los últimos días en Alemania y Suiza habían sido los más agitados. En el Jungfrau, la línea fronteriza entre la realidad y la alucinación había dejado de existir. La noche y la nieve se habían fundido con el miedo y el agotamiento. El horror de la avalancha, la certeza de la muerte inminente a manos de Von Holden y el dolor insoportable de la pierna rota lo habían despojado de toda conciencia de existencia. Resultaba imposible discernir entre la realidad y el sueño. Ahora que había vuelto a casa, herido pero vivo y en vías de recuperación, ¿acaso tenía alguna importancia?

Bebió un sorbo de té frío y miró hacia la bahía. Al cabo de una hora, Vera estaría en el tren rumbo a Calais, a casa de su abuela. Juntas irían en trasbordador hasta Dover y luego a Londres en tren. Al día siguiente, a las once de la mañana saldrían del aeropuerto de Heathrow en un vuelo de British Airways a Los Ángeles. Vera había estado en Estados Unidos en una ocasión acompañando a Fran§ois Christian. Su abuela jamás había ido. No tenía ni idea de lo que pensaría la anciana sobre la idea de pasar la Navidad en Los Ángeles, pero no cabía duda de que sabría expresar sus sentimientos. Hablaría del tiempo y de cualquier cosa, incluido él también.

La llegada de Vera lo entusiasmaba. Que viajara con su abuela legitimaba la relación. Si su idea era quedarse y obtener el título de médico en Estados Unidos, Vera tendría que cumplir con las rigurosas exigencias de la Comisión de Educación para Licenciados en el Extranjero. En el caso de algunas materias, tendría que volver a la universidad y para cubrir otras tendría que cumplir una residencia larga y tediosa. Sería un compromiso duro y difícil, en tiempo y energía, al que en realidad no tenía por qué someterse, porque a todos los efectos ya era médico en Francia. Pero él le había pedido que se casaran y que viniera a California a vivir felices para siempre.

Su respuesta a la proposición de Paul, formulada con una sonrisa en la habitación del hospital fue un «lo pensaré.»

«¿Pensar qué?», preguntó él. ¿Si quería casarse con él? ¿Vivir en Estados Unidos? ¿En California? Pero lo único que había contestado era: «Lo pensaré.» Luego se despidió de él con un beso y abandonó Berlín rumbo a París.

El paquete que Vera le había traído contenía su pasaporte, devuelto por la Prefectura Central de Policía de París. Le adjuntaban una nota en francés y firmada por los inspectores Barras y Maitrot, deseándole buena suerte y esperando sinceramente que en el futuro hiciera lo posible por no pisar suelo francés. Una semana después de su traslado del Jungfrau a Berlín, y dos días después de que Vera se hubiera marchado a París, lo dieron de alta en el hospital.

Remmer vino de Bad Godesburg para acompañarlo al aeropuerto y lo puso al día con las noticias. Le contó que a Noble lo habían llevado a Inglaterra y que se recuperaba en un centro de quemados. Harían falta varios meses y varias operaciones de trasplante de piel antes de que pudiera volver a hacer una vida normal, si es que eso era posible. El propio Remmer, a pesar de su muñeca rota, ya había vuelto al trabajo y le habían nombrado responsable de la investigación del siniestro de Charlottenburg y del tiroteo en el hotel Borggreve. A Joanna Marsh, la fisioterapeuta americana de Lybarger, la habían encontrado en un hotel de Berlín. Después de un exhaustivo interrogatorio, la habían liberado y McVey la había escoltado de vuelta a Estados Unidos. Remmer ignoraba qué había sucedido con ella después, pero suponía que había regresado a casa.