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Cinco plantas y media más arriba del sótano donde se encontraba Oven, Osborn se inclinó por encima de la mesa pequeña junto a la ventana y miró hacia los techos mientras las sombras del atardecer se deslizaban sobre las torres góticas de Notre Dame.

Cuando no dormía se dedicaba a pasear por el pequeño habitáculo para realizar el ejercicio que requería o a mirar por la ventana como ahora, intentando poner algún orden en sus ideas.

Había ciertos axiomas, según la conclusión a la que había llegado, de los que no podía escapar.

Primero: la policía lo buscaba aún en relación con la muerte de Albert Merriman. Gracias a Vera sabía que habían encontrado la sucinilcolina que quedaba y se la habían llevado de su habitación del hotel. Si descubrían -o cuando descubrieran- su objetivo, con toda probabilidad volverían a examinar el cadáver de Kanarack Merriman. En ese caso encontrarían las marcas del pinchazo. Y si no lo habían examinado, McVey los obligaría a hacerlo. No importaba que no hubiera matado a Merriman porque iban a acusarlo de intento de homicidio. Si lo demostraban, lo cual no parecía difícil, no sólo pasaría quién sabe cuántos años en una cárcel francesa sino que además perdería su licencia médica en Estados Unidos.

Segundo: al salir del río no había pasado inadvertido y tarde o temprano el hombre alto, quienquiera que fuese, sabría que estaba vivo y vendría a por él.

Tercero: aunque lograra salir de París, la policía retenía su pasaporte. Así, para todos los efectos, estaba atrapado en Francia porque no podía viajar a ningún otro país sin ese documento, ni siquiera regresar al suyo propio.

Cuarto: lo más cruel y doloroso de todo, algo en que no dejaba de pensar una y otra vez, era la constatación de que la muerte de Merriman no había cambiado nada. El demonio que lo perseguía sólo se había vuelto más complejo y esquivo como si, después del horror vivido durante tantos años, eso aún fuera posible.

En su interior algo gritó ¡NO! en cien lenguas diferentes. «No volverás a emprender la persecución. Aquella puerta marcada con el nombre de Erwin Scholl, ¿a dónde conducía? ¡A otra puerta! Entonces, si llegas a vivir tanto tiempo, sólo se puede abrir hacia la locura. Tienes que reconocer, Paul Osborn, que jamás encontrarás una respuesta. Tal vez sea el karma de tu vida aprender que, en esta existencia, las cosas a las que buscas respuestas pueden resultarte inconvenientes a ti.

Sólo cuando hayas entendido eso podrás alcanzar la paz y la tranquilidad en la próxima vida. Debes aceptar esta verdad y cambiar.»

Sin embargo, Osborn sabía que ese argumento no era más que escapismo y por lo tanto falso. Era incapaz de cambiar ahora más de lo que había podido cambiar desde los diez años. La muerte de Kanarack/Merriman había sido un golpe emocional terrible. Sin embargo había despejado y simplificado el futuro. Antes sólo había un rostro. Ahora contaba con un nombre. Si este Erwin Scholl, una vez que lo encontrara, lo conducía a una tercera persona, que así fuera. Sin importar lo que costara, tendría que seguir sin tregua hasta enterarse de la verdad del asesinato de su padre. De otro modo no habría Vera y no tendría sentido seguir viviendo. Como no había tenido sentido desde que era niño. Lograría tener paz y tranquilidad en esta vida o no lo lograría jamás. Ese era su karma y su verdadero destino.

Fuera divisaba las torres de Notre Dame desdibujadas en la sombra. No faltaba mucho para que se encendieran las farolas de las calles. Había llegado la hora de correr la cortina negra sobre la ventana y encender la lámpara. Después de encenderla se acercó a la cama cojeando y se tendió. Y al reclinarse se desvanecieron sus propósitos de hacía un momento y volvió a invadirlo el dolor más crudamente que nunca.

– ¿Por qué tuvo que sucederle a mi familia? ¿Ya mí? -se preguntó en voz alta. Lo había preguntado siendo niño, luego adolescente, adulto y luego, cuando ya era un cirujano brillante. Lo había repetido mil veces. En ocasiones le asaltaba como una idea serena o se integraba en una lúcida conversación durante una sesión de terapia. En otras, la emoción lo embargaba y la pregunta irrumpía en voz alta como un trueno, lo cual solía incomodar a sus ex mujeres, a amigos y desconocidos.

Levantó la almohada, sacó la pistola de Kanarack y calculó su peso en la mano. Apuntándola hacia sí mismo observó el agujero por donde brotaba la muerte. Parecía fácil, incluso seductor. Era la solución más sencilla. Se acabaría el miedo a la policía o al hombre alto y, mejor aún, el dolor se acabaría instantáneamente. Se preguntó por qué no había pensado en ello antes.

Capítulo 56

Quince minutos más tarde, a las seis menos cuarto, Bernhard Oven tocó el timbre de la entrada en el 18 Quai de Bethune y esperó. Había decidido comenzar la búsqueda del americano en el edificio de Vera Monneray, descartarlo en primer lugar y luego revisar los otros.

La cerradura electrónica cedió y Philippe, abrochándose bajo la doble papada el botón superior de la chaqueta de su uniforme verde, abrió la puerta.

– Bonsoir, monsieur -dijo, y se disculpó por hacerlo esperar.

– Tengo un pedido de la farmacia del hospital Sainte Anne de parte de la doctora Monneray. Insistió en que advirtiera que era urgente -dijo Oven en francés.

– ¿Para quién? -preguntó Philippe, intrigado.

– Para usted, supongo. El conserje de esta dirección. Es todo lo que me han dicho.

– ¿De la farmacia? ¿Está seguro?

– ¿Acaso tengo aspecto de repartidor? Monsieur, desde luego estoy seguro. Es un medicamento y lo necesitan urgentemente. Por ese motivo, y como subdirector de la farmacia, he venido desde la otra punta de París un domingo por la noche.

Philippe vaciló. Ayer había estado ayudando a Vera a llevar a Paul Osborn por la escalera de servicio hasta su apartamento desde un coche aparcado en la calle de atrás. Más tarde la había ayudado a trasladarlo profundamente dormido, después de una operación, al cuarto oculto bajo el alero del tejado.

Sabía que Osborn tenía necesidad de atención médica. Era evidente que aún la necesitaba. De otro modo, ¿por qué habrían enviado ese paquete desde la farmacia del hospital a solicitud de Vera?

– Mera, monsieur -dijo, y Oven le entregó una libreta oficial de reparto y un bolígrafo.

– Firme, por favor.

– Oui -dijo Philippe, y firmó.

– Bonsoir -dijo Oven, dio media vuelta y desapareció.

Philippe cerró la puerta y miró el paquete. Luego se dirigió rápidamente al mostrador.

Marcó el teléfono privado de Vera en el hospital.

Cinco minutos más tarde, Bernhard Oven levantó la tapa metálica de la centralita de teléfono en el sótano del número 18 Quai de Bethune, conectó un audífono diminuto en un microcasete conectado al teléfono del conserje y pulsó «play». Escuchó a Philippe explicar lo que había sucedido seguido de una alarmada voz femenina que debía de ser la señorita Monneray.

– ¡Philippe! ¡Yo no he enviado ningún paquete, ninguna receta! Ábrelo para ver qué es.

Se oyó un ruido de papel arrugado seguido de un gruñido.

– Es algo sucio… Parece… parece un frasco de medicina. Como los que usan los médicos cuando ponen…

Vera lo interrumpió.

– ¿Qué dice en la etiqueta? -Oven se percató del asomo de inquietud en su voz y sonrió.

– Dice… Perdón, tengo que coger las gafas. -Hubo un sonido metálico sordo cuando Philippe dejó el teléfono. Un momento después el conserje recogió la comunicación-. Dice… 5 mil. De antitétanos.