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– Vale, de acuerdo, Crabtree -dije-. Te dejaré leer…, no sé, una docena de páginas, o algo así.

– ¿La docena que yo elija?

– De acuerdo, tú las eliges.

Me reí, pero me barruntaba qué doce páginas elegiría: las doce últimas. Lo cual iba a ser un serio problema, porque, como sabía que Crabtree iba a venir a la ciudad, durante el último mes me había dedicado a escribir cinco «capítulos finales» distintos, sometiendo a mis pobres personajes a medio perfilar a una amplia gama de desastres bíblicos, baños de sangre shakespearianos y pequeños accidentes domésticos, en un desesperado intento por conseguir hacer aterrizar antes de hora el gigantesco y veloz dirigible del cual era el desquiciado comandante. Por tanto, no existían «doce últimas páginas», sino sesenta, todas disparatadamente precipitadas, azarosas y violentas, el equivalente literario de la catástrofe ocurrida en el aeródromo de Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937, en la que ardió el Hindenburg. Le dirigí a Crabtree una sonrisa idiota y la mantuve hasta que se apiadó de mí y miró a otro lado.

– Recoge eso -me dijo.

Bajé los ojos hacia la cinta transportadora. Envuelta, como las dos maletas, en una gruesa funda de plástico fijada con cinta adhesiva, avanzaba hacia nosotros una extraña caja de cuero negro, del tamaño de un cubo de basura, cuya forma respondía a una caprichosa geometría, como si hubiese sido diseñada para transportar intacto el corazón de un elefante, con todas sus válvulas y ventrículos.

– Debe de ser una tuba -aventuré. Me mordisqueé la cara interior de la mejilla y miré a Crabtree con los ojos entrecerrados-. ¿No crees?

– Supongo que sí -dijo Crabtree-. También está envuelta en plástico.

La recogí de la cinta transportadora -resultó ser más pesada de lo que parecía-, la coloqué junto a las dos maletas y nos volvimos hacia donde estaba el lavabo de señoras, a la espera de que la señorita Sloviak se reuniese con nosotros. Pasados varios minutos sin que hiciera acto de presencia, decidimos alquilar un carrito. Le pedí un dólar a Crabtree y, tras un breve toma y daca con el distribuidor automático de carritos, cargamos en él las maletas y lo empujamos sobre la moqueta hacia el lavabo de señoras.

– ¿Señorita Sloviak? -la llamó Crabtree a la vez que golpeaba caballerosamente con los nudillos en la puerta de los servicios.

– Ahora mismo salgo -respondió ella.

– Probablemente, está volviendo a sujetar con velcro la cinta de plástico con que se echa el pito hacia abajo para que no se le note -comenté.

– ¡Tripp! -dijo Crabtree. Me miró a los ojos y aguantó la mirada tanto como le permitió el agitado estado de sus receptores de placer-. ¿De verdad que la tienes prácticamente terminada?

– Claro -respondí-. Por supuesto que sí, Crabtree. ¿Sigues dispuesto a ser mi editor?

– Claro -dijo. Dejó de mirarme y se volvió para contemplar el menguante desfile de maletas en la cinta transportadora-. Todo saldrá bien, ya lo verás.

En ese momento la señorita Sloviak salió del lavabo de señoras, con el peinado recompuesto, un toque de color en las mejillas, los párpados sombreados con un tono verde claro y oliendo a lo que reconocí como Cristalle, el perfume que usaban tanto mi mujer, Emily, como mi amante, Sara Gaskell. No resultó una sorpresa muy agradable, como pueden imaginarse. La señorita Sloviak echó un vistazo al equipaje en el carrito, miró a Crabtree y en sus labios pintados se dibujó una amplia y casi intolerablemente coqueta sonrisa que dejó al descubierto su dentadura.

– Dígame, señor Crabtree -dijo con una estimable imitación de Mae West-. ¿Eso que asoma ahí, en el carrito, es una tuba, o simplemente es que se alegra usted de verme?

Al mirar a Crabtree descubrí, para mi sorpresa, que se había puesto colorado como un tomate. Hacía mucho tiempo que no le veía reaccionar así.

Crabtree y yo nos conocimos en la universidad, un lugar en el que no esperaba conocer a nadie. Después de graduarme en el instituto, hice lo imposible por evitar ir a la universidad, especialmente a Coxley, que me había ofrecido una beca anual y una plaza de alero en el equipo titular. En esa época era, y sigo siéndolo, un tío alto -metro noventa- y fuerte; ahora estoy gordo, algo a lo que he tenido que resignarme. Pero aunque por aquel entonces me movía por el campo con la gracia de un cetáceo en pleno océano, como lucía unas gafas cuadrangulares de montura negra y los zapatos de charol, pantalones de sarga y discretos chalecos con cuello de pico que mi abuela me obligaba a llevar, hacían falta grandes dosis de imaginación y optimismo para creer que cuatro años de estudios gratuitos podrían convertirme en una estrella del fútbol americano. En cualquier caso, no tenía la menor intención de jugar para Coxley -ni para nadie-, así que un buen día de finales de junio de 1968 le dejé a mi pobre abuela una nota bastante pomposa y dije adiós a las sombrías colinas, pequeñas ciudades y casas con retorcidos pináculos del oeste de Pensilvania que tanto habían obsesionado a August Van Zorn. Y no volví a aparecer por allí hasta veinticinco años después.

Omitiré muchas de las cosas que siguieron a mi cobarde huida de casa. Diré, simplemente, que el año anterior había leído a Kerouac y me veía a mí mismo como una mezcla de proscrito, poeta y pionero, una especie de John C. Frémont [4] cargado con toda la sabiduría del zen, una buena dosis de anfetas y un bloc de papel pautado y tapas jaspeadas, de esos que valen cuatro cuartos, en el bolsillo trasero de los vaqueros. Creo que todavía me veo de esa manera, aunque no soy el más indicado para opinar sobre mí. En cualquier caso, seguí las pautas escrupulosamente: hice autoestop, viajé clandestinamente en los trenes de mercancías que cruzan el país, bailé con chicas de pequeñas ciudades de provincias en las fiestas locales, trabajé como jornalero, peón y camarero, vi desfilar ante mis ojos el áspero paisaje americano tumbado en un vagón de mercancías y bebiendo vino barato; y aunque no lo hiciera, muy bien podría haberlo hecho. Trabajé parte de un verano en un infernal parque de atracciones en la ciudad de Texarkana, interpretando al incordiante payaso que provoca a los transeúntes llamándolos pichacortas para que intenten hacerlo caer en un tanque de agua. Y me pegaron un tiro en la mano izquierda en un bar en las afueras de La Crosse, Wisconsin. Utilicé todo este material en mi primera novela, Tierras bajas, de 1976, que recibió buenas críticas y a veces, en momentos de desesperación, considero mi obra más honesta. Tras unos años sobrellevando una existencia triste y a menudo marginal, aterricé -una vez más siguiendo los cánones establecidos- en California, donde me enamoré de una chica que estudiaba filosofía en Berkeley. Me convenció para que no siguiera malgastando con una vida errabunda lo que llamaba, con una absoluta y entusiasta convicción que no he podido borrar de mi mente un solo instante y me ha causado más de un quebradero de cabeza, mi don. Ese conmovedor homenaje a mi talento me dejó atado a aquel lugar por un tiempo, el suficiente para llenar y enviar una solicitud de admisión en la Universidad de California. Estaba a punto de irme de la ciudad -solo- cuando llegó la carta con una respuesta afirmativa.

Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables -todo hay que decirlo- en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana. Yo, por mi parte, me sentaba en mi esquina, con mi incipiente barba y mis gafas redondas de montura metálica, y anotaba meticulosamente todo lo que decía el profesor.

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[4] John C. Frémont (1813-1890), explorador, soldado y político estadounidense. Participó en tres importantes expediciones al Lejano Oeste como oficial del Cuerpo de Ingenieros Topógrafos. Posteriormente dejó el ejército tras ser acusado de desobediencia, e inició una carrera política en la que destacó por su oposición a la esclavitud. Entre 1878 y 1883 fue gobernador de Arizona. (N. del T.)