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La noticia de que habría de viajar al Reino Unido me fue nerviosamente transmitida por un grupo de amigos del departamento antes incluso de que las autoridades me lo comunicaran. Numerosas personas que apenas me conocían se alegraron sinceramente de mi buena fortuna, y recibí abundantes cartas y telegramas de felicitación. Se organizaron varias fiestas para celebrar el acontecimiento, y también se derramaron abundantes lágrimas. Viajar a Occidente se consideraba una experiencia singular. China había permanecido sellada durante décadas, y todo el mundo se sentía asfixiado por la falta de aire. Yo era la primera persona de mi universidad -y, que supiera, de la provincia de Sichuan, habitada entonces por unos noventa millones de personas- a quien se permitía estudiar en Occidente desde 1949. Por si fuera poco, lo había conseguido por méritos propios, ya que ni siquiera era miembro del Partido, lo que constituía otro síntoma de los drásticos cambios que se estaban produciendo en el país. Ante la gente comenzaban a abrirse nuevas oportunidades.

No obstante, la emoción no me embargaba tanto como hubiera cabido esperar. Había conseguido algo tan deseable -y a la vez tan inalcanzable para el resto de las personas que me rodeaban- que no podía por menos de sentirme culpable ante a mis amigos. El hecho de mostrarme contenta se me antojaba una actitud embarazosa e incluso cruel frente a ellos y, por otra parte, disimular mi alegría hubiera sido poco honesto. Así, opté inconscientemente por adoptar una postura reservada. También me entristecía pensar cuan estrecho y monolítico era mi país, y cuántos de sus habitantes habían carecido de oportunidades y de vías por medio de las cuales dar rienda suelta a su talento. Sabía lo afortunada que era por el hecho de proceder de una familia privilegiada, por mucho que ésta hubiera sufrido. Ahora que parecía anunciarse el desarrollo de una China más abierta y más justa me sentía impaciente por el aceleramiento de unos cambios que habrían de transformar su sociedad totalmente.

Sumida en mis propias reflexiones, logré abrirme paso a través del inevitable y complicado proceso necesario entonces para abandonar China. En primer lugar, me vi obligada a acudir a Pekín para realizar un curso especial de formación para aquellas personas que habían de viajar al extranjero. Soportamos un mes de sesiones de adoctrinamiento, seguidas por otro mes de viajes por todo el país. El objetivo de estos últimos era dejar tan poderosamente impresa en nuestras mentes la belleza de nuestra patria que jamás llegáramos a contemplar la posibilidad de abandonarla definitivamente. Se tomaron todas las disposiciones necesarias para autorizar nuestra salida del país y se nos entregó cierta cantidad de dinero destinada a la adquisición de ropa. Teníamos que mostrar un aspecto elegante ante los extranjeros.

Durante mis últimos atardeceres di frecuentes paseos a lo largo de las orillas del río de la Seda, cuyo cauce describía amplios meandros a través del campus de la universidad. Su superficie relucía bajo la luz de la luna y la difusa neblina de las noches veraniegas. Al pasar revista a mis veintiséis años advertí que había experimentado tanto privilegios como denuncias, que había sido testigo de la valentía y el miedo, y que había conocido tanto la bondad y la lealtad como las profundidades de la crueldad humana. Rodeada de sufrimiento, muerte y desolación, había contemplado sobre todo la indestructible capacidad humana para sobrevivir y buscar la felicidad.

Me sentía embargada por toda suerte de emociones, especialmente al pensar en mi padre, mi abuela y la tía Jun-ying. Hasta entonces, había intentado ahuyentar los recuerdos que conservaba de ellos debido a que sus respectivas desapariciones continuaban atormentando mi corazón. Ahora, por fin, podía recrearme pensando lo felices y orgullosos que se hubieran mostrado ante mí.

Me trasladé en avión a Pekín. Había de viajar con otros trece profesores de universidad, uno de los cuales actuaba en calidad de supervisor político. Nuestro avión tenía prevista su salida a las ocho de la tarde del 12 de septiembre de 1978, y me faltó poco para perderlo debido a que algunos de mis amigos habían acudido al aeropuerto para despedirme y no me pareció apropiado consultar el reloj continuamente. Cuando por fin me recliné en mi asiento me di cuenta de que apenas había abrazado a mi madre como se merecía. Ésta, mostrando una actitud casi distraída y sin asomo alguno de sentimentalismo, había acudido a despedirme al aeropuerto de Chengdu como si mi partida hacia el otro extremo del globo no fuera sino un episodio más de nuestras accidentadas vidas.

A medida que China iba quedando más y más atrás, miraba por la ventanilla y observaba el grandioso universo que se abría más allá del ala del avión. Tras un último repaso de mi vida anterior, dirigí la mirada hacia el futuro. Me consumía el deseo de salir al mundo.

Epilogo

He hecho de Londres mi lugar de residencia. Durante diez años, me esforcé por no pensar en la China que había dejado atrás. Por fin, en 1988, mi madre acudió a visitarme a Inglaterra. Por primera vez, me relató su historia y la de mi abuela. Cuando regresó a Chengdu, me senté y dejé que volaran mis propios recuerdos y que las lágrimas hasta entonces contenidas inundaran mi mente. Fue entonces cuando decidí escribir Cisnes salvajes. El pasado había dejado de ser demasiado doloroso para recordarlo gracias a que al fin había encontrado el amor y la plenitud y, con ellos, la serenidad.

Desde mi partida, China se ha convertido en un lugar completamente distinto. A finales de 1978, el Partido Comunista abandonó la lucha de clases de Mao. Los parias sociales -incluidos los «enemigos de clase» mencionados en el presente libro- se han visto rehabilitados desde entonces. Entre ellos se encuentran los amigos de mi madre de la época de Manchuria, calificados de contrarrevolucionarios en 1955. La discriminación oficial a que ellos y sus familias se habían visto sometidos cesó. Pudieron abandonar sus arduos trabajos forzados y obtuvieron empleos mucho mejores. Muchos de ellos fueron invitados a ingresar en el Partido Comunista y se convirtieron en funcionarios. Mi tío abuelo Yu-lin, su esposa y sus hijos fueron autorizados a regresar de la campiña a Jinzhou en 1980. Él fue nombrado jefe de contabilidad de una compañía de servicios médicos; ella, directora de una guardería.

Se redactaron veredictos en los que se rehabilitaba a las víctimas y que posteriormente fueron incluidos en sus respectivos expedientes. Los antiguos historiales de incriminación fueron arrojados a las llamas. Las distintas organizaciones de todo el país encendieron hogueras destinadas a consumir aquellos livianos pedazos de papel que tantas vidas habían destrozado.

El expediente de mi madre rebosaba de sospechas acerca de sus contactos de adolescencia con el Kuomintang. Por fin, todas aquellas palabras malditas se vieron convertidas en cenizas y sustituidas por un veredicto de dos páginas fechado el 20 de diciembre de 1978 en el que se declaraba específicamente que todas las acusaciones en su contra eran falsas. A modo de propina, se redefinían además sus antecedentes familiares, relacionándola con un inofensivo «médico» en lugar de con un indeseable «señor de la guerra».

En 1982, año en que opté definitivamente por permanecer en Gran Bretaña, mi decisión constituía aún una elección poco corriente. Temiendo que ello pudiera causarle problemas laborales, mi madre solicitó una jubilación anticipada que le fue concedida en 1983. No obstante, el hecho de tener una hija viviendo en el extranjero no le ocasionó problema alguno, a diferencia de lo que habría sucedido bajo el régimen de Mao.