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—Ajá —respondió Andrei, agachándose a su lado—. Si es un tonto el que descubre esa pirámide, no creo que ganes nada.

—No tiene importancia —gruñó Izya—. Los tontos también son seres inteligentes. Si no entienden nada, se lo contarán a otros. —De repente, se animó—. Toma, por ejemplo, los mitos. Como se sabe, los idiotas constituyen la aplastante mayoría, y eso quiere decir que, como regla, los testigos de cada acontecimiento interesante son los tontos. Por lo tanto, el mito es la descripción de un suceso real según la visión de un idiota, elaborada por un poeta. ¿Qué me dices?

Andrei no respondió. Miró la pirámide. El viento se le acercaba, sigiloso, llenando de polvo sus alrededores con cautela, silbando quedamente en los espacios entre las piedras, y de repente Andrei logró imaginarse con toda claridad los interminables kilómetros que habían quedado a sus espaldas, y la espaciada línea de puntos que describían, a lo largo de esos kilómetros, aquellas pirámides cedidas al viento y el tiempo. Y también se imaginó cómo se acercaría a aquella pirámide, arrastrándose sobre los codos y las rodillas, un viajero extenuado, seco como una momia, desfallecido de hambre y sed, cómo retiraría aquellas piedras con desesperación, rompiéndose las uñas, mientras su imaginación le hacía ver bajo las piedras un escondrijo con comida y agua. Andrei comenzó a reírse histéricamente. «En esa situación, seguro que me suicidaría. Es imposible sobreponerse a eso…»

—¿Qué te pasa? —preguntó Izya, suspicaz.

—Nada, absolutamente nada —dijo Andrei y se levantó. Izya lo imitó y durante unos momentos examinó críticamente la pirámide.

—Aquí no hay nada de qué reírse —declaró. Dio unos pisotones con la bota en la que llevaba la suela atada con una cuerda deshilachada—. Resistirá un rato. ¿Nos vamos?

—Sí, nos vamos.

Andrei se puso los arreos. Izya no pudo contenerse y una vez más caminó en torno a la pirámide. Era obvio que imaginaba algo y veía imágenes que le resultaban gratas. Sonreía a medias, se frotaba las manos y resoplaba ruidosamente.

—¡Qué aspecto tienes! —dijo Andrei, sin poder contenerse—. Pareces un sapo que acaba de desovar y está tan orgulloso que no logra volver en sí. O, más bien, eres como un salmón del Extremo Oriente.

—¡Buena comparación! —dijo Izya, metiendo los brazos por los arreos—. El salmón, después del desove, muere…

—Exactamente.

—¡Qué cosa! —dijo Izya, amenazante, y siguieron adelante. A los pocos pasos preguntó de repente—: Y tú, ¿has probado el salmón del Extremo Oriente?

—Pues, sí. Va muy bien con la vodka. O en bocadillos, para el té. ¿Por qué?

—Por nada —respondió Izya—. Mis hijas nunca lo han probado.

—¿Tus hijas? —se asombró Andrei—. ¿Tienes hijas?

—Tres —dijo Izya—. Y ninguna de ellas conoce el sabor del salmón del Extremo Oriente. Yo les conté que ese salmón, igual que el esturión, son peces extintos. Algo así como los ictiosauros. Y ellas les dirán lo mismo a sus hijos, pero estarán hablando del arenque.

Dijo algo más, pero Andrei no lo escuchaba, sumido en el asombro. ¡Qué descubrimiento! ¡Tres hijas! ¡Izya tenía tres hijas! «Hace seis años que lo conozco y nunca se me pasó por la cabeza. ¿Cómo pudo decidirse a venir aquí? Izya, Izya… En el mundo hay toda clase de personas. Seguro que lo meditó bien. No hay la menor duda: ningún hombre normal podrá llegar hasta esta pirámide. Un hombre normal, si llega al Palacio de Cristal se queda allí para siempre. Vi a unos cuantos de ellos allí, gente normal. Tenían la jeta y el culo igual de gordos. No, muchachos, si alguien llega hasta aquí, solo puede ser un Izya número dos. Excavará esta pirámide, abrirá el sobre y al instante se olvidará de todo y morirá en este sitio, leyendo. Aunque, por otra parte, ¿qué me ha hecho venir aquí? ¿Con qué fin? Estaba bien en la Torre. En el Pabellón estaba mejor todavía. Y en el Palacio de Cristal… Nunca había vivido como en el Palacio de Cristal, y nunca volveré a vivir así. Vaya con Izya. Es un culo de mal asiento. Y si no estuviera conmigo, ¿me habría largado de aquí o me habría quedado? ¡Qué pregunta!»

—¿Por qué debemos seguir adelante? —preguntaba Izya en la Plantación, mientras a su lado, adolescentes negras, hermosas, de grandes tetas, los escuchaban sin decir palabra—. ¿Por qué debemos seguir adelante, a pesar de todo? —seguía diciendo Izya mientras acariciaba distraído la rodilla aterciopelada más cercana—. Además, ¿qué ha quedado detrás de nosotros? La muerte o el hastío, que es igual a la muerte. ¿Es que acaso no te basta este sencillo razonamiento? Somos los primeros, ¿lo entiendes? Todavía ningún hombre ha recorrido este mundo de un extremo al otro, desde las selvas y las ciénagas hasta el mismísimo punto cero… ¿Y no pudiera ser que todo este proyecto fuera ideado únicamente para eso, para que aparezca un hombre así? ¿Uno que vaya de una punta a la otra?

—¿Con qué objetivo? —preguntó Andrei, sombrío.

—¿Y cómo puedo saber yo con qué objetivo? —se indignaba Izya—. ¿Con qué objetivo se construye un templo? Está claro que el templo es el único objetivo visible, pero preguntar con qué objetivo sería incorrecto. El ser humano debe tener un objetivo, sin eso no es capaz de vivir, y para eso tiene intelecto. Si no tiene uno, se lo inventa…

—Y tú te lo inventaste —dijo Andrei—, te resulta indispensable ir de una punta a la otra. ¡Menudo objetivo!

—No me lo inventé —dijo Izya—, es el único que tengo. No tuve dónde escoger. O bien tenemos un objetivo, o bien carecemos de él, así se nos plantean las cosas…

—¿Y por qué quieres meterme ese templo tuyo en la cabeza? —dijo Andrei—. ¿Qué pinta aquí el templo?

—Pues mucho —replicó Izya satisfecho, como si hubiera estado esperando la pregunta—. El templo, querido Andrei, no son solo libros eternos, no es solo música imperecedera. Porque, de esa manera, tendríamos que el templo empezó a construirse solo después de Guttenberg, o como os enseñaron a vosotros después de Ivan Fiodorov[6]. No, amiguito, el templo también se construye con actos. Si lo quieres así, los actos son el cemento del templo, lo que lo mantiene erecto, sus cimientos. Todo empezó por los actos. Primero, un acto, después, la leyenda, y solo más tarde vino todo lo demás. Por supuesto, hablo de actos poco comunes, actos que se salen fuera de lo comente. Así comenzó a erigirse el templo, ¡con un acto significativo!

—En pocas palabras, con un acto heroico —precisó Andrei, sonriendo despectivo.

—Está bien, así sea, con un acto heroico —aceptó Izya, condescendiente.

—Entonces, tú eres un héroe —dijo Andrei—, quieres ser un héroe. Simbad el Marino, el astuto Ulises…

—Eres tonto —replicó Izya. Lo dijo con cariño, sin la menor intención de ofender—. Te aseguro, amigo, que Ulises no quería ser un héroe. Sencillamente, era un héroe, esa era su esencia, no podía ser de otra manera. Tú, por ejemplo, no podrías comer mierda, vomitarías, pero él vomitaba por ser solo un reyezuelo en su miserable Itaca. Veo que me tienes lástima: pobre maníaco, se ha vuelto loco… Lo veo, lo veo. Pero no tienes por qué sentir lástima de mí. Deberías envidiarme. Porque solo hay una cosa de la que estoy seguro: el templo se construye: fuera de esto, no pasa nada serio en la historia, y mi vida solo tiene una misión: cuidar el templo y multiplicar sus riquezas. Por supuesto, no soy Homero ni Pushkin, no podré aportar un ladrillo nuevo a su pared. ¡Pero soy Katzman! Y el templo está dentro de mí, lo que quiere decir que soy parte del templo, que cuando tomé conciencia de mí mismo el templo creció en un alma humana más. Y eso es maravilloso por sí solo. No importa que yo no pueda aportar a la pared ni un grano de arena, aunque lo intentaré, puedes estar seguro. Seguramente será un granito muy pequeño, peor aún, con el tiempo puede ser que el grano se caiga, que no sirva para el templo, pero en cualquier caso sé que el templo estaba dentro de mí, y yo también lo hacía sólido.

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6

Ivan Fiodorov (1510-1583): primer impresor ruso. En 1564 publicó el primer libro impreso en ruso de que se tiene memoria. Apóstol. Fue también un conocido armero. (N. del T.)