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Finalmente, muy satisfecho con sus compras, Menandros expresó su deseo de continuar. En el lejano extremo del salón, pasada la zona de los mercachifles de hechizos, se detuvieron en el dominio de los adivinos y augures.

—Por uno o dos ases[2] —le dijo Fausto al griego—, te leen la palma de la mano o las líneas de la frente y te predicen el futuro. Por un precio mayor, examinan las entrañas de pollos o el hígado de un cordero y te explican tu futuro de verdad. O incluso el futuro del mismo Imperio.

Menandros se quedó atónito.

—¿El futuro del Imperio? ¿En un mercado público los adivinadores corrientes ofrecen profecías de este tipo? Hubiera pensado que sólo los augures imperiales tocarían estos temas, y que sólo el emperador podría escucharlos.

—Los augures imperiales suministran una información de mayor confianza, supongo —dijo Fausto—. Pero esto es Roma, donde cualquiera puede comprar cualquier cosa. —Fausto echó una mirada a la hilera hasta distinguir a uno que pretendía tener nuevos conocimientos de las profecías sibilinas y vaticinaba el inminente final del Imperio: un anciano inequívocamente romano, de ojos azul claro y una larga y despoblada barba blanca—. Ahí tienes a uno de nuestros videntes más audaces, por ejemplo —dijo Fausto señalándolo—. Por una módica cantidad, te dirá que la época del Imperio está próxima a su fin, que se acerca un año en el que los siete planetas se alinearán con Capricornio y el fuego consumirá el universo entero.

—La gran ekpyrosis —dijo Menandros—. Nosotros tenemos la misma profecía. Me pregunto en qué basará sus cálculos.

—¿Qué importa eso? —exclamó Maximiliano, en un arrebato de furia repentina que no disimuló—. ¡Todo esto son estupideces!

—Quizá sí —intervino Fausto amablemente y, dirigiéndose a Menandros, cuya curiosidad por el anciano y sus predicciones apocalípticas era aún visible, añadió—: Tiene algo que ver con la vieja leyenda del rey Rómulo y las doce águilas que pasaron volando sobre él el día en que combatió con su hermano por la ubicación adecuada de la ciudad de Roma.

—Creía que habían sido doce buitres —dijo bar-Heap.

Fausto negó con la cabeza.

—No, eran doce águilas. Y la profecía de la Sibila es que Roma resistirá durante Doce Grandes Años de cien años cada uno. Uno por cada una de las águilas de Rómulo más un siglo. Este es el año 1282 desde la fundación de la ciudad. De manera que según afirma ese barbiluengo, quedan dieciocho años.

—Todo eso son solemnes estupideces —repitió Maximiliano, con la mirada encendida.

—Aunque así sea, ¿podríamos hablar con ese hombre un momento? —preguntó Menandros.

El cesar no quería ni acercarse a él. Pero la afable petición de su huésped no podía ser rechazada. Fausto advirtió cómo Maximiliano luchaba con su ira y conseguía vencerla con esfuerzo mientras se dirigían hacia el puesto del adivino.

—Este es un visitante de nuestra ciudad —dijo entre dientes Maximiliano al anciano— que desea escuchar lo que tengas que decir con relación al inminente y atroz fin de Roma. Di cuánto quieres y suelta el cuento.

Pero el augur retrocedió temblando de miedo.

—¡No cesar, os lo ruego, dejadme en paz!

—¿De modo que me reconoces?

—¿Quién no reconocería al hijo del emperador, especialmente aquel cuyo oficio es descorrer todos los velos?

—Y tú has descorrido el mío, realmente. Pero ¿por qué te asusto tanto? No quiero hacerte ningún daño. Ven hombre. Este amigo mío es un griego de la corte de Justiniano y arde en deseos de hacerte preguntas sobre la terrible fatalidad que en breve asolará nuestras vidas. Suelta tu discurso, vamos. —Maximiliano sacó su bolsa y extrajo una brillante moneda de oro para él—. ¿Un hermoso áureo recién acuñado será suficiente para abrirte la boca? ¿Dos? ¿Tres?

Era una fortuna. Pero aquel individuo parecía paralizado por el terror. Retrocedió tras su puesto, estremecido ahora, casi al borde del colapso. La sangre había huido de su rostro y sus claros ojos azules se le salían de las órbitas. Era pedirle demasiado, supuso Fausto, obligarle a hablar de la próxima destrucción del mundo al mismo hijo del emperador.

—Ya es suficiente —murmuró Fausto—, estás provocando un terror mortal a este pobre hombre, Maximiliano.

Pero la ira desbordaba al cesar.

—¡No! ¡Aquí tiene su oro! ¡Que hable! ¡Vamos, que hable!

—César, yo hablaré si és ese vuestro deseo —dijo una voz aguda y punzante por detrás de ellos—.Y os diré tales cosas que vuestros oídos serán complacidos con total seguridad.

Era otro adivino, un individuo pequeño, andrajoso y bizco con una túnica amarilla destrozada, que osaba tirar del borde de la túnica de Maximiliano. Él había formulado un augurio para Maximiliano nada más verle llegar al mercado, decía, y ni siquiera le pediría honorario alguno por decírselo. Ni dos ases por lo que tenía que decirle. Ni tan siquiera uno.

—No me interesa —dijo bruscamente Maximiliano dándole la espalda.

Pero el pequeño adivino no aceptó el rechazo. Con la rapidez de una ardilla rodeó a Maximiliano y se puso de nuevo frente a él y, con el arrojo temerario de lo completamente insignificante ante la grandeza extrema, le dijo:

—Leí los huesos, César y ellos me mostraron tu futuro. Es un futuro glorioso. ¡Serás uno de los más grandes héroes de Roma! La humanidad cantará tus méritos durante los siglos venideros.

Al instante, el ardor de la cólera incendió todo el semblante de Maximiliano. Fausto nunca había visto al príncipe tan indignado.

—¿Te atreves a mofarte de mí en mis narices? —preguntó al hombrecillo, con una voz tan llena de ira que apenas le salían las palabras. Su brazo derecho temblaba y se tensaba como si estuviera luchando para no liberar toda la cólera que lo espoleaba—. ¡Un héroe, has dicho! ¡Un héroe! ¡Un héroe! —Si aquel hombre le hubiera escupido a la cara no le habría hecho enloquecer más.

Pero el adivino insistió.

—Sí, mi señor, ¡un gran general que reducirá a polvo a los ejércitos bárbaros! ¡Marcharás contra ellos a la cabeza de una poderosa fuerza no mucho después de convertirte en emperador, y…!

Aquello fuera demasiado para el príncipe.

—¡Encima emperador! —bramó y, en ese mismo momento, descargó salvajemente un fiero golpe de revés sobre el hombrecillo que lo envió tambaleándose al banco donde el otro adivinador, el anciano de las barbas, aún estaba encogido de miedo. A continuación, dando un paso al frente, Maximiliano agarró al pequeño augur por el hombro y le fue propinando bofetadas, del derecho y del revés una y otra vez, golpeándolo hasta que la sangre le salió por la boca y la nariz, y los ojos se le pusieron vidriosos. Fausto, petrificado al principio de puro asombro, tras un instante se acercó para intervenir.

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2

Copper «cobre», en el original. El sistema monetario romano es muy complejo, con innumerables cambios —en las aleaciones y en la nomenclatura— a lo largo de la historia. Traducimos por «as», aunque éste era principalmente de bronce y no de cobre, por ser término bien conocido en castellano como moneda de escaso valor. En inglés, por otra parte, aún persiste la denominación popular de las monedas en función de su composición: nickels, coppers… (N. del t.)