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– No ha contestado a mi pregunta.

No lo ha hecho, sin duda porque el tema le incomoda.

– Escuche, a muchos les gusta disfrutar de vez en cuando de un amor pasajero. Hay padres de familia que a veces van de putas. Esto es más frecuente entre los homosexuales. Pero, como es gente de cierta posición social, aparcan el coche detrás, en la calle Hipodamo, y usan la portezuela del patio para no llamar la atención.

– Quiero una lista de sus clientes.

– Vamos, señor comisario. En los bares nadie se presenta dando su nombre y apellido. Muchos incluso, por seguridad, utilizan nombres falsos. ¿Qué lista voy a darle?

– ¿A qué hora cierra por la noche?

– Depende. Los días laborables, entre las dos y las tres de la madrugada. Los viernes y los sábados, hacia las cinco.

– ¿A qué hora cerró ayer?

– Serían las dos y media.

Dermitzakis me llama al móvil.

– Ha sido fácil, señor comisario. La víctima se alojaba en el Attica Plaza, en la avenida Stadiu.

– Ve allí enseguida. Pide la llave de la habitación y espera que llegue.

Dejo a Melanakis y vuelvo a salir al patio en el instante en que llegan los hombres del forense con una camilla. Stavrópulos ha terminado y se está quitando los guantes.

– Lo mismo que en los otros dos casos -dice-. A primera vista, se trata del mismo asesino. Pero te lo confirmaré cuando haga la autopsia.

– ¿Hora aproximada de la muerte?

– Entre la medianoche y las cinco de la madrugada.

De pronto se oye jaleo en el bar. Se abre la puerta que da al patio y aparece Stazakos. Se detiene en seco al ver el cadáver, pero, según parece, debió de ver la entrevista televisada y reconoce a De Moor.

– ¿Por qué no me habéis avisado? -pregunta con aspereza.

– No soy tu secretaria, Lukás -contesto en el mismo tono-. A mí me han llamado del Centro de Operaciones para informarme de un asesinato. ¿Desde cuándo te informo de todos los crímenes de los que me avisan? Además, en cuanto he visto el cuerpo decapitado he llamado a Guikas. -Sigo en tono más tranquilo-: Olvídate de si te han avisado o no, porque ahora tienes dos problemas gordos. Uno, que detuvisteis a un sospechoso y los crímenes continúan. El otro se llama Leonidis, que no parará hasta ponernos a todos, policías y fiscales, a la altura del betún hasta que su cliente quede en libertad.

Stazakos se encoge de hombros.

– Lo más probable es que haya dos brazos ejecutores, y nosotros sólo detuvimos a uno.

No tengo ganas de discutir y me vuelvo hacia Dimitriu, de la Científica, que se está acercando.

– ¿Quiere que busquemos algo en concreto, señor Jaritos?

– Mira si la víctima llevaba la cartera.

Dimitriu mete la mano en el bolsillo trasero del pantalón de De Moor, saca su cartera y la abre.

– Llevaba trescientos euros encima. No lo mataron para robarle.

– Sigue registrando-. Pero no está el carnet de identidad.

Si no encontramos su carnet de identidad en el hotel, significará que el asesino se lo sustrajo. Llamo a Vlasópulos y le envío a echar un vistazo a la calle Hipodamo. Yo cruzo el bar y salgo por la puerta principal, que da a la calle Atanasia. Es una calle tranquila, como la mayoría en Pangrati, con los coches aparcados en una única fila junto a la acera derecha. Algunos curiosos se han concentrado a las puertas de los edificios y comentan lo sucedido en voz baja. Al verme salir se me quedan mirando. En diagonal al bar hay una mercería. Empiezo por allí, porque los pequeños comerciantes suelen observar la calle y los transeúntes.

La mujer que atiende la mercería me repasa de arriba abajo con la mirada.

– Si es de Hacienda, ya puede registrar todo lo que quiera. Estoy al día con mis obligaciones.

– No soy de Hacienda. ¿Desde cuándo se ocupan ellos de las mercerías?

– ¿Bromea? Pronto perseguirán a los mendigos para asegurarse de que pagan impuestos. El otro día se lo dije a un pordiosero que se puso a pedir junto a la tienda. «Ojo», le dije, «que si descubren que no extiendes recibos por las limosnas que recibes, estás perdido.»

– No soy de Hacienda, soy policía.

Ata cabos.

– Ya entiendo, ha venido por el asesinato.

– Sí. ¿No habrá visto algo que le llamara la atención?

Me mira boquiabierta.

– ¿Sabe usted de muchas mercerías que estén abiertas hasta la madrugada? -contesta.

– No me refiero a eso. Pregunto si ha oído algo raro, qué opinan los vecinos del bar…, esa clase de cosas.

– El bar abrió hace diez años y nunca había causado problemas. Ni ruidos ni peleas ni nada. Por qué ahora han matado a ese extranjero y qué tiene que ver con los otros asesinatos, usted lo sabrá mejor que yo. Aunque no es el único mariquita que se han cargado. También asesinaron a Tajtsís [7] y a aquel armador, en Kolonaki. Pero le aseguro que el bar nunca ha dado motivos de queja. Y Nasos es un chico muy correcto. Nada que decir de él.

El resto de mis pesquisas no aportan nada. Para cumplir con las formalidades, me paso por la comisaría del barrio, pero tampoco allí saben nada relevante. El bar está limpio más allá de toda duda.

Me dirijo al Attica Plaza con Dimitriu, de la Científica, con la esperanza de recabar allí más información sobre De Moor que en el Meetings. Por el camino, una campanilla empieza a tintinear en mi cabeza. ¿Dónde he oído hablar de otro mendigo? Por más que me devane los sesos, no consigo recordarlo.

27

El tiempo que se necesita para ir de Pangrati a la plaza Sintagma depende de la suerte. Si te topas con protestas, marchas y manifestaciones, puede llevarte ocho horas. Si te libras de esa trinidad, llegas en quince minutos. Estamos de suerte y llegamos en diez.

Dermitzakis nos espera en el vestíbulo. Sólo en recepción se percatan de nuestra presencia; para los clientes y el resto del personal pasa inadvertida.

– Tengo la llave -anuncia Dermitzakis-. Es la habitación 502.

– Sube con Dimitriu para que pueda empezar. Yo hablaré primero con los recepcionistas.

– Olvídelo. El director del hotel insiste en hablar con usted enseguida.

Parece que ha dado instrucciones al respecto porque, en cuanto doy mi nombre a recepción, una treintañera me pide que la siga. El despacho del director está detrás de recepción. El director, que se llama Pullasis, se levanta y me tiende la mano.

– ¿Qué le ocurrió a nuestro huésped? -inquiere.

La sola pregunta basta para sacarme de mis casillas.

– La policía no tiene la obligación de dar explicaciones sobre la vida privada de nadie, señor Pullasis. Si emitimos un comunicado se enterará de qué le ha pasado a su huésped. De momento, quiero cierta información sobre el señor De Moor. ¿Quién puede proporcionármela?

– Me ha malinterpretado, señor comisario. El señor De Moor es un cliente asiduo y me preocupa la buena reputación del hotel.

– Le aseguro que lo sucedido en ningún caso afecta a su hotel.

– Me conformo con esto -dice el hombre con alivio.

– ¿Quién podría darme información relacionada con Henrik de Moor?

– El señor Kutsúvelos, jefe de recepción.

Hace una llamada y pronto aparece un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, con el cabello cano y vestido con uniforme de recepcionista.

– ¿Cuánto tiempo iba a quedarse en el hotel el señor De Moor, señor Kutsúvelos?

– Al principio dijo que tres días. Pero al segundo día nos comunicó que había decidido quedarse una semana más. De vacaciones, según nos explicó.

– ¿Recibía visitas en el hotel?

– Sí, de trabajo.

– ¿Por qué supone que eran de trabajo?

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[7] Famoso escritor contemporáneo de la llamada Generación de la Posguerra, asesinado en 1988. (N. de la T.)