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Pensé en ello y también en algo que Roxanne había dicho, y pensé que sabía por qué Don Juan o Jill Winslow se llevaron esa cinta de vídeo. Cuando hablase con Jill Winslow le preguntaría si estaba en lo cierto.

CAPÍTULO 38

Peter llamó a las siete en punto y pensé que percibía un tono malicioso en su voz cuando me dijo la hora.

Me di la vuelta en la cama y busqué instintivamente mi Glock debajo de la almohada, pero luego recordé que estábamos temporalmente separados.

Me duché y me vestí. Luego me dirigí al edificio principal para desayunar.

Peter me saludó con un «Buenos días» apenas audible y fui al salón comedor. Era sábado y la noche anterior posiblemente habían llegado algunos huéspedes a pasar el fin de semana, pero el lugar estaba casi vacío.

La camarera me sirvió una taza de café y me dio la carta del desayuno. Después de haber pasado cuarenta días en un país musulmán, me sentía con síndrome de abstinencia de cerdo. Pedí beicon y jamón con salchichas.

– ¿Atkins? [2] -preguntó la camarera.

– No, católico -contesté.

Después de desayunar fui a la biblioteca. Había unas cuantas personas sentadas en cómodos sillones junto a las soleadas ventanas leyendo diarios y revistas.

Revisé los estantes y encontré un libro de Stephen King, Un saco de huesos. Me senté a una mesa en la parte trasera del salón y le dije a la encargada de la biblioteca-tienda de regalos:

– Quisiera sacar prestado este libro.

– Lo mantendrá despierto toda la noche -dijo con una sonrisa.

– Me parece bien. Tengo diarrea.

– Por favor, rellene esto -dijo, deslizando el libro de recibos hacia mí.

Apunté la fecha, el título del libro, habitación 203 y firmé el recibo: «Giuseppe Verdi»

– ¿Lleva con usted la llave de la habitación? -me preguntó.

– No, señora.

Entonces buscó los datos de la habitación 203 en el ordenador y dijo:

– Me aparece otro huésped en la habitación.

– Mi novio. John Corey.

– Eh… muy bien… -La mujer escribió «Corey» en la ficha y dijo-: Gracias, señor Verdi. Espero que disfrute del libro. Puede devolverlo en cualquier momento antes de abandonar el hotel.

– ¿Me da un recibo?

– Tendrá la copia rosa cuando devuelva el libro. O también puede dejar el libro en su habitación cuando se marche del hotel si no necesita un recibo de devolución.

– De acuerdo. ¿Puedo comprar el libro si me gusta?

– No. Lo siento.

Subí la escalera que llevaba a las oficinas del hotel y vi a Susan Corva, la ayudante del señor Rosenthal. Parecía recordarme y sonrió brevemente.

– Buenos días -dije-. ¿Está el señor Rosenthal?

– Habitualmente viene los sábados, pero esta mañana llegará un poco tarde -contestó.

– Probablemente se quedó dormido -dije-. ¿Puedo utilizar uno de sus ordenadores?

Señaló un escritorio vacío.

Comprobé mi correo electrónico y había algunos mensajes sin importancia, y luego un mensaje de Kate que decía: «Intenté localizarte en el apartamento. Por favor, hazme saber si llegaste bien. Estaré en casa el lunes. A) La misma información de vuelo. Cogeré un taxi desde el aeropuerto. Te echo de menos. B) No puedo esperar a verte. Todo mi amor, Kate»

Sonreí.

Escribí una respuesta: «Querida Kate, llegué bien. No estoy en el apartamento. Paso unos días de descanso en la playa»

Pensé un momento. No se me dan bien las cuestiones amorosas por correo, de modo que seguí su formato y escribí: «Yo también le echo de menos y tampoco puedo esperar el momento de verte. A) Intentaré reunirme contigo en el aeropuerto. Todo mi amor, John.» Envié el mensaje al ciberespacio, le agradecí a Susan que me dejara usar el ordenador y me marché de la oficina. Una vez en el vestíbulo, le pregunté a Peter dónde le habían cortado el pelo y me dio el nombre de un lugar en Westhampton Beach.

Encontré la peluquería de Peter y, después de un mes, tuve un corte de pelo decente. Le pregunté a Tiffany, la joven que me cortaba el pelo:

– ¿Conoce a Peter, el recepcionista del Bayview Hotel?

– Claro. Tiene un hermoso pelo. Y una magnífica piel.

– ¿Y qué me dice de mí?

– Tiene un bonito bronceado.

– He estado en Yemen.

– ¿Dónde queda eso?

– En la península de Arabia.

– ¿Bromea? ¿Dónde está eso?

– No estoy seguro.

– ¿Vacaciones?

– No. Estaba cumpliendo una misión secreta y peligrosa para el gobierno.

– ¿Me toma el pelo? ¿Quiere un poco de laca?

– No, gracias.

Le pagué a Tiffany y le pregunté dónde podía comprar un bañador. Me indicó una tienda de deportes que estaba en la otra manzana.

Me dirigí a la tienda de deportes y compré un bañador verde, largo y ancho, una camiseta negra y unas playeras. Tres Hamptons.

Conduje de regreso al hotel y fui al vestíbulo para ver si había algún mensaje telefónico y si Peter notaba mi nuevo corte de pelo, pero no estaba de servicio. No había mensajes. Fui a mi habitación y me vestí con mi nuevo traje de baño, no sin quitarle las etiquetas.

Comprobé si había mensajes en mi móvil, pero nadie me había llamado, y mi busca seguía descargado.

Pensando en Roxanne, dejé un par de dólares para la doncella y me marché.

Conduje hacia el Cupsogue Beach County Park, aparqué en la zona de estacionamiento y caminé hasta la playa. Era un día de sol brillante, temperatura agradable y soplaba una ligera brisa.

Pasé la mañana nadando, cogiendo algunos rayos de septiembre y corriendo descalzo por la playa, canturreando la melodía de Carros de fuego.

Al mediodía ya había unas cuantas personas en la playa, la mayoría familias, disfrutando de lo que podía ser el último buen fin de semana en la playa del menguante verano.

Estaba en mejor forma de lo que había estado en años y decidí conservarme así, para que cuando Kate llegase a casa se maravillase ante mi dorado bronceado y mi cuerpo de surfista. Me pregunté si ella habría mantenido su estupenda forma física en Dar es Salaam. Esperaba no tener que decirle algo como: «Me parece que has engordado un poco, cariño.» Probablemente no se lo diría hasta después de haber tenido una buena sesión de sexo.

Corrí hasta el extremo occidental del parque, donde la cala separaba la lengua de tierra de Fire Island, donde se había celebrado el servicio religioso en Smith Point County Park. Ésa era la cala desde la que se había internado en el océano el capitán Spruck en la noche del 17 de julio de 1996.

Era la clase de día dorado de finales de verano que te hace reflexionar acerca de los ciclos de las estaciones, con sus correspondientes pensamientos sobre los ciclos de la vida y la muerte, y sobre qué estamos haciendo en este planeta y por qué lo hacemos.

Unos pájaros extraños sobrevolaban la playa. Luego se lanzaban en picado sobre un pez desprevenido que, en un abrir y cerrar de ojos, era transportado del mar al aire y al estómago del pájaro.

Allí, en el océano, 230 personas habían comenzado un viaje a París, pero se habían precipitado súbitamente al mar desde cinco mil metros de altura en la noche. Así de sencillo.

Una sociedad puede juzgarse por su respuesta ante las muertes prematuras -accidentes y asesinatos-, y la sociedad en la que vivimos dedicaba un montón de tiempo, dinero y esfuerzos a investigar accidentes y asesinatos. Es parte de nuestra cultura que ningún crimen quede impune y que ningún accidente sea calificado de inevitable.

Y, sin embargo, cinco años después de que el vuelo 800 de la TWA estallase en el aire, aparente y oficialmente como consecuencia de una chispa eléctrica en el depósito central de combustible, no era mucho lo que se había hecho para corregir ese problema potencialmente catastrófico.

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[2] La dieta Atkins es un método de adelgazamiento muy conocido en Estados Unidos que consiste en eliminar los carbohidratos y el gluten. (N. del t.)