Aquella mañana, mientras Bond concluía el desayuno con la miel, identificó la causa inmediata de su letargía y su baja moral. Para empezar, Tiffany Case, su amor durante tantos meses felices, lo había dejado y, después de las últimas dolorosas semanas en las cuales ella se había trasladado a un hotel, acabó por embarcarse hacia Estados Unidos a finales de julio. La echaba muchísimo de menos, y su mente aún intentaba eludir pensar en ella. Y era agosto, y Londres estaba caluroso y olía a rancio. Tenía derecho a unas vacaciones, pero no contaba con la energía ni con el deseo de marcharse solo, ni de intentar encontrar una sustituta eventual de Tiffany que lo acompañara. Así pues, se había quedado en el cuartel general de los servicios secretos, medio vacío, aburriéndose en la vieja rutina, contestándole mal a su secretaria e irritando a sus colegas.
Incluso M se había impacientado finalmente con el malhumorado tigre enjaulado en la planta de abajo y, el lunes de esa misma semana, le había enviado a Bond una cortante nota que lo designaba para una comisión investigadora a las órdenes del oficial pagador, capitán Troop. La nota decía que ya era hora de que Bond, como oficial veterano del servicio, interviniera en los principales problemas administrativos. De todas formas, no había nadie más disponible. El cuartel general estaba escaso de personal, y la sección 00 se encontraba inactiva. Se solicitaba que Bond se presentara, por favor, a las 2.30 de esa tarde, en la sala 412.
Era Troop, reflexionó Bond mientras encendía el primer cigarrillo de la jornada, la causa más importuna e inmediata de su descontento.
En todos los lugares grandes, siempre hay un hombre que es el tirano y el espantajo de la oficina, y que es cordialmente aborrecido por todo el personal. Este individuo desempeña un papel inconscientemente importante al actuar como una especie de pararrayos de los habituales odios y miedos de la oficina. De hecho, merma la influencia de estos sentimientos al proporcionarles un objetivo de descarga común. Ese hombre suele ser el director general o el jefe de la administración. Es ese hombre indispensable que se convierte en perro guardián de detalles pequeños: gastos menores, calefacción y luz, toallas y jabón para los lavabos, suministros sanitarios, cafetería, turnos de vacaciones, puntualidad del personal. Es el único hombre que tiene auténtico impacto sobre las comodidades y conveniencias de la oficina, y cuya autoridad se extiende hasta la intimidad y hábitos personales de los hombres y mujeres de la organización. Para querer semejante puesto de trabajo, y para tener las cuali- ficaciones necesarias para el mismo, el hombre debe poseer exactamente esas cualidades que irritan y ponen los nervios de punta. Debe ser una una persona con fuerte sentido de la disciplina, indiferente a las opiniones de los demás. Debe ser un pequeño dictador. En todas las empresas bien llevadas siempre hay un hombre semejante. Dentro del servicio secreto, es el oficial pagador, capitán Troop, oficial retirado de la Marina Real, jefe de Administración, cuyo cometido consiste, según sus propias palabras, en «mantener el lugar tan ordenado como un barco y en buen funcionamiento».
Resultaba inevitable que los deberes del capitán Troop lo pusieran en conflicto con el resto de la organización, pero resultaba particularmente desafortunado que a M no se le hubiera ocurrido nadie mejor que Troop para designarlo como presidente de esta comisión en particular.
Porque se trataba de otra de esas comisiones de investigación que se encargaban de las delicadas complejidades del caso Burgess y Maclean, y de las lecciones que podían aprenderse del mismo. M se la había inventado, cinco años después de cerrar su propio expediente particular sobre aquel caso, puramente como un engañabobos para el Comité Asesor de Investiga- cionees dentro del servicio secreto, que el primer ministro había ordenado en 1955.
De inmediato, Bond se había trabado en una indecorosa disputa sin esperanzas con Troop, acerca del empleo de «intelectuales» en el servicio secreto.
Perversamente, y a sabiendas de que irritaría, Bond había presentado la propuesta de que, si el MI5 y el servicio secreto iban a ocuparse seriamente de los «espías intelectuales» de la era atómica, deberían emplear a un cierto número de intelectuales para contrarrestarlos.
– Los oficiales retirados del ejército de la India -había declarado Bond- no tienen ninguna posibilidad de comprender los procesos de pensamiento de Burgess o de Maclean. Ni siquiera sabrán que existen personas semejantes, y mucho menos se hallarán en posición de frecuentar sus camarillas y conocer a sus amigos o enterarse de sus secretos. Una vez que Burgess y Maclean se marcharon a Rusia, la única manera de volver a establecer contacto con ellos y, quizá, cuando se cansaran de Rusia convertirlos en agentes dobles contra los rusos, habría sido enviar a sus amigos más íntimos a Moscú, Praga y Budapest con orden de esperar hasta que uno de ellos se escabullese fuera de sus muros de piedra y estableciera contacto. Y uno de ellos, probablemente Burgess, se habría visto impulsado a contactar a causa de la soledad y por la gran necesidad de contarle su historia a alguien. [20] Pero sin duda no correrían el riesgo de hacerle revelaciones a alguien vestido con gabardina, que llevara un mostacho de caballería y tuviera una mente inferior a las de segunda categoría.
– Ah, vaya -respondió Troop con gélida calma-. Así que sugiere usted que llenemos la organización de pervertidos de pelo largo. Es una noción muy original. Pensaba que estábamos todos de acuerdo en que los homosexuales son casi el peor riesgo que existe para la seguridad. No me imagino a los estadounidenses entregándoles muchos secretos atómicos a un montón de maricones empapados en perfume.
– No todos los intelectuales son homosexuales. Y muchos de ellos son calvos. Sólo estoy diciendo que… -y así había continuado la discusión, de modo intermitente, durante las reuniones de los pasados tres días. Los otros miembros de la comisión habían, más o menos, cerrado filas en torno a Troop. Hoy tendrían que redactar las recomendaciones, y Bond se preguntaba si debía dar el impopular paso de adjuntar un informe de desacuerdo.
¿Hasta qué punto se tomaba en serio todo aquel asunto?, se preguntó Bond mientras, a las nueve en punto, salía del apartamento y bajaba las escaleras hasta su coche. ¿Estaba comportándose de manera intolerante y obstinada? ¿Se había atrincherado en una posición única con el solo objetivo de darles a sus dientes algo que morder? ¿Estaba tan aburrido que no se le ocurría nada mejor que hacer que transformarse en un fastidio para la organización? Bond no lograba decidirse. Se sentía inquieto e indeciso y, por detrás de todo eso, había una molesta intranquilidad que no era capaz de identificar.
Cuando pulsó el arranque automático y los tubos de escape gemelos despertaron con su palpitante incandescencia, una cita sin autor se deslizó en la mente de Bond, como caída del cielo:
«Los dioses aburren primero a aquellos a quienes han decidido destruir.»
Capítulo 12
Según resultaron las cosas, Bond nunca tuvo que tomar una decisión sobre el informe final del comité.
Había elogiado a su secretaria por el vestido nuevo de verano que llevaba, y estaba a mitad del expediente de mensajes que habían llegado durante la noche, cuando el teléfono rojo, que sólo podía significar M o su jefe de estado mayor, emitió un suave y perentorio ronroneo. Bond cogió el receptor. -007.