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Deditos y Happy Harry, el conductor, me escoltaron desde el coche hasta el establo. Adentro se oían voces, muchas voces. Risas, gritos, vítores. Deditos pulsó un timbre y se abrió una mirilla durante unos segundos, mientras nos inspeccionaban desde el otro lado.

– Nunca había estado en una taberna clandestina con productos lácteos -le dije jovialmente a mi nada jovial chófer-. ¿No tendrá Sneddon una lechería ilegal aquí?

Él, por toda respuesta, se mantuvo a mi lado con aire amenazador. Deditos volvió a tocar el timbre.

– Tal vez deberíamos probar la otra puerta, hermano -dije con acento de gánster neoyorquino, cosa que solo sirvió para desconcertar a Deditos e intensificar la expresión amenazadora de su colega.

Yo casi me había esperado que respondiera a la llamada una vaquilla con esmoquin. De hecho, no estaba tan lejos de la verdad: un matón con cuello de toro abrió de golpe. Cruzar el umbral era como zambullirse en una piscina; de golpe nos vimos inmersos en una densa y húmeda atmósfera de humo, efluvios alcohólicos y sudor, con un rastro de olor a sangre. Y al mismo tiempo que la vaharada de aire enrarecido, se nos echó encima un fragor de hombres vociferantes salpicado con algún que otro grito femenino, más agudo y estridente. El establo no estaba atestado, pero todos se agolpaban a empujones alrededor de una tarima sobre la cual dos tipos de poderosa musculatura se estaban dando de hostias con ganas. Los dos iban a pecho descubierto, pero llevaban pantalones y zapatos corrientes, y no equipo de boxeo. Ni guantes tampoco.

«Qué bonito», pensé. Una pelea a puño limpio. Un espectáculo no autorizado ni regulado, totalmente ilegal y de resultados fatales muchas veces. Yo nunca había entendido la necesidad de pagar para asistir a una pelea a puñetazos en el oeste de Escocia. En Glasgow, sobre todo, parecía más bien redundante, como pedirle una cita a una chica en mitad de una orgía.

Deditos me puso la mano en el hombro y yo casi me desmoroné bajo su peso.

– El señor Sneddon ha dejado dicho que te sirvamos una copa y que te digamos que esperes hasta que esté disponible.

Una chica de unos veinte años con mucho pintalabios y muy poco vestido se encontraba tras la mesa de caballetes cubierta con un crespón que hacía las veces de barra. Como era de esperar no tenían Canadian Club, y el escocés que acepté a falta de otra cosa me produjo en la boca el mismo efecto que debía de producir -supuse- el aguarrás en una pared recién pintada. Me volví hacia la pelea y observé a los espectadores. La mayoría de los hombres llevaban esmoquin; las mujeres, todas jóvenes y ostentosamente vestidas, eran cualquier cosa menos fieles esposas. La pinta de los tipos me revolvía las tripas: ese aspecto rosado, cepillado y fofo de los contables, los abogados y otros glasgowianos de clase media modesta sumergiéndose en los bajos fondos; un pequeño garbeo por el mundo del vicio. Deduje que debía de haber allí más de un funcionario del ayuntamiento de Glasgow e incluso uno o dos polis con una invitación personal de Sneddon. El hedor a corrupción se mezclaba con el del sudor y el alcohol que impregnaba el aire.

Un clamor del público me indujo a fijarme otra vez en los contendientes. A mí no me disgustaba el boxeo, pero aquello no era ningún deporte: no se precisaba otra habilidad que usar tu propia cara y tu cabeza para partirle los nudillos al contrario. El rostro de cada luchador era el espejo en el que se miraba su oponente: piel lívida, hinchada y magullada, con salpicaduras de saliva y chorretones de sangre; ojos reducidos a meras ranuras; pelo apelmazado de sudor y pegado al cráneo. Ambas caras parecían inexpresivas: ni miedo, ni rabia, ni odio; solo la fría concentración de dos hombres absortos en la dura tarea física de hacerle daño de verdad a otro ser humano. Cada golpe resonaba como una húmeda bofetada o con un impacto sordo y desagradable. Ninguno de los dos hacía el intento de esquivar los puñetazos de su oponente; solo de darse de hostias hasta que uno de ellos se desmoronase y no volviera a levantarse. Ambos parecían exhaustos, pues en la lucha a puñetazos no hay asaltos ni pausas para descansar o recuperarse. Si te derriban tienes treinta segundos para incorporarte y volver a la «raya»: la línea marcada justo en el centro de la zona de combate.

Hay algo en las peleas a puñetazo limpio que atrapa tu atención aunque no lo quieras, y yo también acabé totalmente concentrado en el espectáculo brutal que se desarrollaba sobre la tarima. Los contrincantes parecían ajenos a todo lo que les rodeaba, seguramente también a todo lo que quedaba antes y después de aquel preciso instante. Reconocía aquella sensación a causa de la guerra. Durante el combate no tienes pasado, ni historia, ni futuro, ni tampoco la menor conexión con el mundo exterior, ni siquiera con los hombres a los que matas de todos los modos posibles. Reconocía el mismo trastorno en esos dos hombres. Uno de ellos era algo más bajo pero también más fornido que el otro. La sangre de la nariz le embadurnaba el labio superior y parte de la mejilla, y su párpado hinchado y amoratado amenazaba con cerrarle del todo el ojo. Daba la impresión de que ya solo era cuestión de tiempo: tarde o temprano el más alto podría aprovecharse de su visión menguada. Bruscamente, sin embargo, el del ojo a la funerala lanzó un gancho más bien torpe pero brutal que se estrelló en la mejilla de su oponente con un chasquido espeluznante. Incluso a cierta distancia, a través de la espesa neblina de humo, vi que el tipo más alto se quedó alelado durante unos instantes, con los brazos muertos colgando a los lados.

Los espectadores rugieron de placer o de furia, según de qué lado hubieran apostado su dinero, mientras el bajo le asestaba a su adversario otro puñetazo capaz de partirle la nariz a cualquiera. A este empezó a chorrearle la sangre por la boca y la multitud volvió a rugir enloquecida. Aquello había terminado. El bajo había olfateado la victoria con sus narices ensangrentadas y se abalanzó sobre el otro, machacándole ruidosamente las costillas y el estómago a puño limpio. Un último gancho de izquierda disparó por el aire un arco de sangre y saliva y el tipo más alto se derrumbó como un árbol talado.

No hubo felicitaciones para el ganador ni conmiseración para el vencido. Todos se afanaban ya en la seria tarea de liquidar las deudas y se reprodujeron los empujones alrededor del corredor de apuestas de Sneddon, que estaba acompañado de un par de matones. Sneddon estaría contento: los rostros malhumorados de los que se hacían a un lado superaban con creces las caras radiantes y ávidas de los ganadores.

Al cabo de un rato todo el mundo se congregó en el bar. Yo me retiré a un rincón con mi escocés perforatripas y consideré el exitoso sesgo que había logrado imprimirle a mi vida. Casi todo me había salido mal. Unas cuantas decisiones diferentes y tal vez habría acabado rico y satisfecho de mí mismo a cinco mil kilómetros de Glasgow, ahorrándome la edificante experiencia de contemplar a dos monos magullados partiéndose la jeta en un establo escocés.

Deditos volvió con un tipo bajo y fornido de aspecto duro que iba vestido con un traje caro e impecable, aunque tampoco ostentoso. Llevaba el pelo rubio recién cortado y había en su rostro una especie de apostura brutal. Por desgracia, un feo y profundo costurón en la mejilla derecha, sin duda un antiguo corte con la navaja de afeitar, hablaba de una época en la que no había podido permitirse los refinamientos de alta costura que ahora traslucían sus ropas.

– Hola, señor Sneddon -dije.

– ¿Sabes dónde estás, Lennox?

– ¿En el garito de Hernando [1]?

– Ay… qué jodido gracioso -dijo Sneddon sin sonreír. Por lo visto no le gustaban los musicales de moda-. Esto es solo un pequeño negocio adicional. El más reciente. ¿Has visto la pelea?

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[1] La canción Hernando’s Hideaway es una de las piezas del musical The Pajama Game, publicado en 1954, y la letra hace referencia a un club nocturno clandestino. Se han hecho numerosas versiones de ella. También se llamaba así la sala de fumadores de la Cámara de los Comunes en el Parlamento inglés. (Todas las notas del libro son del traductor).