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Agnes me apuntó con su larga mano de negras garras.

– Ella no pudo conjurar esta puerta. Es mortal, y una mano mortal nunca podría crear esta entrada.

– Princesa, hazlo -dijo Doyle en voz baja pero lo suficientemente claro como para que no lo pudieran acusar de estar susurrando.

Entonces, hablé en voz alta, para que ellos me oyeran, y la cueva atrapara el eco de mi voz, de modo que se extendiera a lo largo de las paredes.

– Deseo que la puerta desaparezca ahora, por favor.

Hubo un momento de vacilación, como si la puerta quisiera darme un segundo para reconsiderarlo; entonces, como no lo hice, la puerta desapareció. Los guardias de Sholto se removieron inquietos, y Agnes se sobresaltó como si algo la hubiera tocado.

– Un mortal no puede controlar el sithen. Cualquier sithen.

– Yo habría estado de acuerdo contigo, hasta hace unas horas -le dije.

– ¿Y cómo llegaste a parar aquí? -me preguntó Sholto.

– Pedí una puerta en los jardines muertos. Nunca se me ocurrió que la puerta que yo pudiera conjurar me trajera a tu casa, Sholto.

– Rey Sholto -me corrigió Agnes.

– Rey Sholto -dije obedientemente.

– ¿Por qué te traería esa petición a nuestro jardín, Princesa Meredith? -preguntó Sholto.

– Doyle me dijo que volviéramos a los jardines muertos. Sólo dije: Haz aparecer una puerta que lleve a los jardines muertos. Pero no especifiqué a qué jardín, y ya conoces el resto.

Sholto me contempló. El triple círculo dorado de sus iris, del color del oro fundido, del dorado rojizo de las hojas de otoño y el dorado pálido de la luz del sol, hacían su cara hermosa, pero no menos intensa su mirada. Él me miró como si pudiera medirme con una mirada.

– No puede ser verdad -dijo Agnes.

– Si fuera mentira tendrían algo mucho mejor que eso -dijo Sholto.

– ¿Todavía crees todo lo que un pedazo de blanca carne sidhe te dice, Rey Sholto? ¿No has aprendido nada de lo que ellos te hicieron? -preguntó Agnes.

Yo no estaba segura de lo que ella quiso decir, pero adiviné que tenía algo que ver con las vendas que él llevaba.

– Silencio -dijo Sholto, pero había algo en su cara, en el modo en que se dio la vuelta, que hablaba de vergüenza. La última vez que yo había visto a Sholto, él se había escondido detrás de una máscara de arrogancia, como las que ponía Frost. Independientemente de la máscara que había construido para esconderse tras ella en la corte, ésta parecía haberse hecho trizas, de modo que ahora no tenía nada tras lo cual esconder sus emociones.

– ¿Podemos acercarnos a ti, Rey Sholto? -Pregunté, y mi voz sonó clara, pero más suave que antes.

El hombre alto, elegante, arrogante, que yo me había encontrado en Los Ángeles, no era el mismo hombre que estaba de pie delante de mí ahora, con los hombros ligeramente encorvados.

– No, no puedes -dijo Agnes con su voz extrañamente sonora. La mayoría de las arpías nocturnas, cacareaban más que hablaban, como si hubieran tragado grava.

Sholto se volvió hacia ella, y el movimiento debió costarle lo suyo, ya que casi tropezó. Eso pareció alimentar todavía más su cólera.

– Soy yo el rey aquí, Agnes, no tú. ¡Yo! -dijo, golpeándose el pecho. -¡Yo, Agnes, no tú, yo! ¡Y todavía sigo siendo el rey aquí!

Él se giró hacia nosotros. La parte delantera de sus vendas estaba manchada de sangre fresca, como si se le hubieran abierto algunos puntos. Sholto era mitad noble sidhe y mitad sluagh, y los sluagh eran todavía más difíciles de dañar que los sidhe. ¿Qué podría haberle herido tan gravemente?

– Tráela sobre tierra firme, Oscuridad -dijo Sholto.

Doyle me guió hacia adelante, cuidadosamente. La mano de Rhys nunca dejó mi otro brazo. Entre los dos me dejaron en la orilla más ancha. Los demás nos siguieron, poco a poco hasta llegar a un suelo firme.

Doyle tomó mi mano y me condujo hacia adelante, muy formalmente, donde me esperaban los sluagh. Tuvimos que avanzar despacio, debido a los huesos. Habíamos visto lo que le habían hecho a Abe, e íbamos descalzos. Y ya habíamos sufrido suficientes heridas por una noche.

– Cómo te odio, Princesa -dijo Agnes.

Sholto habló sin girarse para mirarla.

– Estoy muy cerca de perder la paciencia contigo, Agnes. Y no desearías eso.

– Ellos se mueven como luces y sombras, tan elegantes por el yacimiento de huesos que es nuestro jardín -dijo Agnes- y la miras como si ella fuera alimento y bebida, y tú estuvieras famélico.

Ese comentario me hizo alzar la mirada, apartándola de los peligrosos huesos.

– No lo hagas, Agnes -dijo él, pero su cara mostraba su necesidad al desnudo.

Ella tenía razón si observabas su cara. Era más que simple lujuria, aunque tampoco era amor. Había dolor en su mirada, como un hombre que mira algo que sabe que no puede tener, y que deseara más que cualquier cosa en el mundo. ¿Qué había dejado desnudo a Sholto a los ojos del mundo? ¿Qué lo había desenmascarado de esta manera?

Doyle se detuvo en un espacio de tierra en su mayor parte libre de huesos, también fuera de alcance de los sluagh, o lo más lejos de su alcance como pudiéramos estar aquí. Los otros hombres habían seguido nuestros pasos manteniéndose a nuestras espaldas, como si Doyle les hubiera hecho alguna señal que yo no hubiera visto, así de esta manera no nos apretujaríamos contra Sholto y sus guardias. Estábamos equivocados. Habíamos invadido su tierra, no a la inversa, por lo que teníamos que ser más corteses. Yo entendía eso, pero mirando el rostro de Sholto, me pareció que nos habíamos metido en medio de algo que no tenía nada que ver con nosotros.

Comencé a arrodillarme y tiré de Doyle conmigo, hacia abajo. Postré mi cabeza, no sólo para mostrar respeto, sino porque no podía sostener la mirada en la cara de Sholto por más tiempo. No merecía esa mirada. Estaba empapada y salpicada de barro. La verdad, debía de estar hecha una facha, pero aún así él me contemplaba con un deseo que era doloroso de ver. Había consentido en tener sexo con él, ya que era miembro de la guardia real de la reina, así como rey por derecho propio. Me tendría, entonces, ¿por qué me miraba del mismo modo que podría haber mirado Tantalus en el Hades [5]?

– Eres la princesa de la Corte Oscura, heredera de la reina. ¿Por qué te postras ante mí?

La voz de Sholto intentó ser neutra, y casi lo consiguió.

Hablé, mirando fijamente hacia el suelo, con mi mano todavía descansando en la de Doyle.

– Llegamos a tus tierras involuntariamente, y sin ser invitados. Somos nosotros los que hemos incurrido en falta. Y los que debemos una disculpa. Eres el rey de los sluagh, y aunque formes parte de la Corte Oscura, también tienes un reino por derecho propio. Yo sólo soy una princesa real, quizás heredera de un trono que gobierna sobre tus tierras; pero tú, Sholto, ya eres rey. El rey de la mismísima hueste oscura. Tú y tu pueblo sois el último gran ejército, los últimos cazadores salvajes. La gente que te llama rey es maravillosa y temible. Ellos y tú, merecéis en vuestras propias tierras todo el respeto de alguien que es menos que otro gobernante real.

Oí cómo alguien se removía incómodo detrás de mí, como si alguno de los guardias protestara por algo que dije, pero la mano de Doyle aún en la mía me tranquilizó. Él sabía que todavía estábamos en peligro; además, lo que dije era verdad. Hubo un tiempo en el que los sidhe debían respeto a todos los reinos bajo su tutela y no sólo a los que se habían transmitido por líneas de sangre.

– ¡Álzate, álzate, y no te burles mí!

Inexplicablemente, las palabras de Sholto estaban cargadas de rabia.

Alcé mis ojos para encontrar que su hermosa cara parecía consumida por una cólera que le carcomía.

– No lo entiendo… -comencé, pero él no me dejó terminar la frase. Avanzó con largas zancadas, agarró mi mano, y tiró de mí hasta ponerme en pie. Doyle vino conmigo, apretando su agarre en mi otra mano.

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[5] Se conoce a Tantalus o Tántalo por haber sido invitado por Zeus a la mesa de los dioses en el Olimpo. Jactándose de ello entre los mortales, reveló los secretos que había oído en la mesa y, no contento con eso, robó algo de néctar y ambrosía y lo repartió entre sus amigos. Escandalizado Zeus por el perjurio o por el robo aplastó a Tántalo con una roca que pendía del monte Sípilo y arruinó su reino. Después de muerto, Tantalus fue eternamente torturado en el Hades (palabra que alude tanto al antiguo inframundo griego como al dios de los muertos) por los crímenes que había cometido. En lo que actualmente es un ejemplo proverbial de tentación sin satisfacción, su castigo consistió en estar en un lago con el agua a la altura de la barbilla, bajo un árbol de ramas bajas repletas de frutas. Cada vez que Tantalus, desesperado por el hambre o la sed, intenta tomar una fruta o sorber algo de agua, éstas se retiran inmediatamente de su alcance.