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– En eso estamos, fray Francisco. Pedisteis que aflojáramos la cuerda y así lo hemos hecho. Y nadie quiere volver a apretarla, pero ahora me toca a mí preguntar: ¿qué estáis dispuesto a hacer vos a cambio?

– ¿Qué queréis que confiese? -jadea.

Me mira de reojo; en la postura en que está inmovilizado no puede hacerlo de otra manera. Me aparto un par de pasos, para que le cueste más seguirme con la vista. Hago chasquear levemente la lengua y observo:

– No suena muy bien, así como lo decís. Pareciera que se os está pidiendo que admitáis algo que no es. Cuando de lo que en realidad se trata es de algo mucho más sencillo -y aquí endurezco bruscamente la voz-: que asumáis de una buena vez que llenasteis la cabeza de esas monjas de ideas desviadas, en vuestro propio beneficio y por vuestra lamentable propensión a acoger como verdaderas proposiciones falsas y heréticas. Y que todo lo demás, los diablos, los arrebatos y la turbación de esas pobres mujeres, es el fruto de la confusión que con vuestra irresponsabilidad sembrasteis en ellas.

– No sé qué cosa sería lo que les pasaba -replica, con un hilo de voz quejumbrosa-. A mí me parecían arrebatadas, y si no estaban posesas, se las veía tan fuera de su ser que cualquiera así lo habría creído.

Me acerco, para que ahora pueda verme mientras me dirijo a él.

– No me interesa nada de todo eso -le digo, con tono destemplado-. No vamos a perder el tiempo hablando de tonterías de mujeres. Se trata de lo que os toca a vos, de todas esas imaginaciones calenturientas sobre la reforma de la Iglesia, por un lado, y de vuestra repulsiva creencia en que el sexto mandamiento no impide todas esas porquerías que convencisteis a las monjas, unas más inocentes y otras no tanto, para que os hicieran.

– Yo nunca les dije nada de reformar la Iglesia -protesta-. Eso son calumnias de un par de monjas trastornadas, que tengo para mí que ya lo estaban antes de profesar, y que les toca mucha culpa del desastre que en el convento acabó ocurriendo. Os lo juro, tenéis que creerme.

– ¿Y tampoco les predicasteis que debían dejarse acariciar por vos, y ayudaros en el baño, que en nada de eso había pecado, como tampoco en verse desnudos por que tal era la naturaleza de los cuerpos creados por Dios? ¿Acaso vais a negarme ahora la herejía que con ello difundíais?

– Por piedad -repite-. Confieso. Confieso que les dije todas esas cosas. Pero no por creerlas así, sino movido por la vil lascivia, para favorecer la realización de mis deseos impuros. Flaco soy, que no hereje.

Ahora se arrastra, admitiendo la culpa que más le conviene e implorando perdón. Ahora que ya no tiene la ventaja de la astucia sobre ese rebaño de crédulas del que se ha aprovechado durante años, ahora que todo su juego ha quedado al descubierto y que le toca pagar, quiere reintegrarse al redil como si nada hubiera sucedido. Pero hay unas cuantas cosas que ignora. Por ejemplo, que quien le escucha conoce bien los entresijos de su carácter, porque acoge en su propio interior una podredumbre semejante a la suya. La diferencia es que yo no soy tan descuidado, y ya me ocuparé de tomar todas las precauciones para no verme nunca como se ve él, afanándose sin tino y a destiempo en disimular su falta y en tratar de dar lástima.

Ignora también el fraile que se equivoca pidiéndome indulgencia para sus deslices, porque yo, que comparto su naturaleza, me mortifico y me castigo a diario por ella. No voy a compadecer en él justamente lo que desprecio en mí, la tara que me convierte en mi más encarnizado enemigo y represor. Antes bien, me indispone sobremanera hacia él la sensación de que sus actos y sus gestos me proporcionan un espejo en el que ver los míos propios. Soy así, detesto ser así y no deseo recordarlo más de la cuenta.

– Fray Francisco, así no -le advierto-. Por razones que no vienen al caso, os costará persuadirme de que vuestros errores carecen de importancia. Os sé pecador, como lo somos todos, pero además os sé infectado por el miasma de la herejía, que distingue a aquellos pecadores que tienen la soberbia de querer enmendarle la plana al mismo Dios y revocar sus leyes para no tener que aceptar la inferioridad de su condición.

– Cómo podéis pensar eso de mí, yo…

– No dije que lo pensara, sino que lo sé -le corrijo-. Como sé que sois cobarde, y que de ahí nacen todos vuestros demás defectos. Desde vuestra poca resistencia a la tentación hasta vuestra hedionda vanidad y vuestra querencia por la mentira. Más os habría valido aprender a enfrentaros a ello antes, pero ya que os obstináis en burlaros de mí y de lo que represento, os voy a hacer el servicio de poneros de una vez frente a la verdad.

Hago la seña al alguacil. Esta vez me aseguro de atormentar al confesor hasta que no puede aguantarlo más. Cuando vuelve a estar en condiciones de articular palabra, se limita a admitir todas mis acusaciones. Intimado luego a abjurar del yerro, lo hace sin oponer resistencia alguna. Mando al escribano que levante acta completa y pormenorizada de su confesión. El hombre está acabado, y mi trabajo también. Mi alma queda vacía.

18 de noviembre

Un solo comentario

El Cuaderno del Inquisidor no contenía nada más, aparte de su presentación y los tres capítulos que acabo de transcribir. Cada uno estaba fechado, conforme exige el protocolo. El primero se había colgado el 17 de mayo de 2007, fecha de apertura del blog. El segundo, una semana después, el 24 de mayo. Y el tercero ocho días más tarde, el 1 de junio. Desde entonces, no había ninguna anotación más. Parecía que el Inquisidor se lo tomaba con calma, ya que incluso la inicial regularidad semanal había decaído. Tampoco podía decirse que el blog hubiera despertado el entusiasmo de los internautas. Sólo registraba un comentario, que alguien había dejado la víspera de mi primera visita a propósito del tercer capítulo (ignoro si tras leer sólo éste o los tres, aunque por su tono y su contenido no apuesto precisamente por lo segundo). Lo copio a continuación:

shakiralamejor dice: juer k rallada, kien sera este inkisidor y k labra pasao pa estar tan colgao *

Por mi parte, la lectura me causaba una sensación compleja y contradictoria. El texto me parecía bastante desasosegante, su protagonista y narrador era cualquier cosa menos simpático y el sentido que parecía entresacarse de su relato no podía ser más descorazonador. Dicen que la religión católica es una de las más ventajosas porque admite el perdón casi ilimitado de los pecados, pero este supuesto ministro de dicha religión, aun mencionando de pasada el concepto, parecía al contrario participar de una visión de la culpa como algo imposible de extirpar y que condenaba para siempre al sujeto: al clérigo al que torturaba en el tercer capítulo, con tan escasa piedad, y a sí mismo, como responsable de no se sabía qué espantosas e irremediables infracciones. Si eso era todo lo que quería decir, no lo entendía muy bien, y menos teniendo en cuenta la declaración de intenciones que dejaba hecha en la presentación del blog.

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* En castellano (?) en el original. (N. del e./t.)