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Tepec ya había perdido a sus dos hijos y no estaba dispuesto a entregar esa última e inesperada posibilidad de dejar descendencia. Lo alzó nuevamente en su brazos y se aferró al pequeño desahuciado como si fuese la única esperanza de vida para él.

4 Otoño en primavera

El viejo tenía buenos motivos para negarse a rendirle culto al Dios de la Guerra y los Sacrificios. Hacía muchos años, sus hijos habían partido con el gran ejército mexica a la conquista de los territorios que ocupaban los vixtotis en el Sur. Así como antes habían conseguido dominar a sus antiguos opresores, todo hacía prever una campaña militar exitosa y una aplastante victoria sobre el enemigo. Sin embargo, el tiempo pasaba y no llegaban noticias de las huestes.

Tepec había criado a sus hijos en los antiguos principios de sus antepasados toltecas, término este último que significaba "hombres sabios". Y así consideraba Tepec a sus ancestros antes de que triunfara la nueva facción de los guerreros. A juicio del anciano, la guerra no sólo había hecho que los toltecas dejaran de ser sabios, sino que, sencillamente, hizo que dejaran de ser. Tepec nada podía hacer para impedir que sus hijos marcharan al frente de batalla; al contrario, era su obligación como funcionario entregarlos para que sirvieran al ejército del emperador. El día que se despidió de ellos se recriminó el hecho de haberlos educado en la ciencia, la poesía y el conocimiento, en lugar de templarlos en la lucha y el arte militar. Finalmente, la guerra parecía ser el único destino que podía esperar un hombre joven.

Todo esto recordaba el viejo, mientras encendía una rama de ahuejote, velando por la recuperación del pequeño, que descansaba con un sueño frágil, quebrado por el dolor. Y cuanto más miraba al niño, tanto menos podía olvidar a sus hijos. Cuántas veces había tenido que pasar la noche despierto para atenderlos cuando estaban enfermos. Y ahora, se decía Tepec, en«l otoño de su existencia, debía empezar nuevamente. No pensaba en el sacrificio que significaba criar un hijo, sino que se resistía a la idea de que el pequeño sufriera. Por otra parte, sabía que él no viviría muchos años más y que, de hecho, lo estaba condenando, nuevamente, a la orfandad.

Mientras el humo de la rama ardiente invadía el aire, en la misma medida se iba poblando de recuerdos la memoria del viejo. Jamás iba a olvidar el día en que recibió la terrible noticia. Después de varias lunas sin saberse nada, corrió la voz: desde la montaña estaban llegando, por fin, las tropas. La gente salía de las casas o interrumpía sus trabajos para ir a recibir a los heroicos hijos de Tenochtitlan. Entre ellos, claro, corrían también Tepec y sus esposas. Sin embargo, en lugar de encontrarse con un ejército victorioso, pudieron comprobar que se trataba de unos pocos hombres devastados por la fatiga y la vergüenza. Habían sido derrotados. Sólo había logrado sobrevivir ese puñado de soldados. Traían las armas quebradas, los ropajes hechos jirones y las peores noticias. Tepec supo por boca de ellos que uno de sus hijos, el mayor, había sido alcanzado por una flecha enemiga que le atravesó el cuello y murió sin sufrir. En cambio el menor, de apenas trece años, había caído prisionero y su corazón fue ofrendado al Dios de la Guerra. Aquel Dios infausto al que su propio pueblo rendía pleitesía. Unos y otros se estaban matando en nombre de las mismas deidades. Si había un Dios tan ignominioso para exigir la vida de propios y ajenos, de los hijos de los unos y los otros, entonces el enemigo no podía ser otro más que ese Dios. Así pensaba el viejo.

Tepec creía que habría de ser imposible vivir con semejante dolor. Pero no sólo sobrevivió a eso, sino también a la muerte de sus dos esposas; ése era el precio de la longevidad. Recostado con el niño sobre su pecho, el viejo miraba atento la brasa de la rama para darle el remedio no bien dejara de arder.

Tres días con sus noches pasó Tepec peleando contra el sueño. Tres días con sus noches sin que se le pasara una sola toma de la medicina. Tres días con sus noches velando, literalmente, para que la madera no dejara de arder. Tres días con sus noches consolando al niño cada vez que lloraba. Y al cabo de esos tres interminables días con sus noches, el niño se restableció. Contra todos los pronósticos y los sombríos augurios de los sacerdotes, se curó por completo. El viejo Tepec consiguió arrancarlo de las garras sangrientas del Dios de la Guerra primero y de las manos mórbidas de la enfermedad después.

Al término de tres días con sus noches, el anciano pudo ver, por fin, cómo aquel hijo que Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, puso en sus manos, dormía con un sueño plácido. Con esas mismas manos sarmentosas, huesudas y arrugadas, Tepec alzó al niño hacia el cielo de la madrugada y le puso por nombre Quetza, que significaba "El resucitado".

5 Las voces del valle

A diferencia de la mayoría de los padres de Tenochtitlan, quienes consideraban a sus hijos como un regalo de los dioses, Tepec creía, al contrario, que había que protegerlos de ellos para que no se los arrebataran en guerras o sacrificios. Antes de ingresar al Telpochcalli o al Calmécac, los dos fundamentos de la educación mexica, la instrucción de los niños durante los primeros años, quedaba en manos de la familia: las mujeres educaban a las hijas y los padres a los hijos varones.

Tal vez porque ya tenía edad sobrada para ser abuelo, quizá porque el hecho de haber perdido a sus hijos ablandó más aún su corazón, Tepec crió a Quetza en el cariño y el consentimiento y no en el rigor propio de la crianza de los mexicas. La educación familiar solía ser muy dura y los castigos, en ocasiones, llegaban a la crueldad: era frecuente el azote con varas de caña verde, las punzadas con púas de maguey o la sofocación mediante el humo de pimientos quemados, que causaba un ardor insoportable en ojos y nariz. La educación de las mujeres era menos rigurosa en cuanto a los castigos corporales pero, en cambio, incluía grandes humillaciones morales. A menos que se tratara de las hijas de las akíiianis, las prostitutas, y siguieran los pasos de sus madres, las niñas que eran sorprendidas en una actitud no ya de lascivia, sino de simple seducción, debían barrer al anochecer fuera de la casa en señal de repudio, una suerte de condena pública mucho más oprobiosa que una paliza.

Desde los cuatro años los niños debían comenzar a trabajar: al principio se trataba de tareas simples y, a medida que iban creciendo, los trabajos se hacían más complejos y pesados. Los varones, por lo general, heredaban el oficio del padre y las mujeres se ocupaban de las tareas de la casa.

Quetza tuvo una infancia feliz. El único rigor que le imponía Tepec era el intelectual. El modo de enseñanza de los padres a los hijos dentro del hogar se ajustaba al enunciado de los huehuetlatolli, las Palabras de los Sabios. Se trataba, por regla general, de una cantidad de apotegmas, proverbios y discursos que resumían los principios mexicas. Ningún aspecto de la existencia escapaba a estos postulados trasmitidos a través de las generaciones. Se pronunciaban oraciones para recibir a los que venían al mundo y para despedir a los que lo abandonaban. Los niños escuchaban con atención los consejos de sus padres con relación al trabajo, a la guerra y a la observancia de los dioses. Las madres decían fórmulas a sus hijas acerca de la preparación para el matrimonio, y la crianza de los hijos.

La mayor parte de los huehuetlatolli, según se creía, provenían de los fundadores de Tenochtitlan; sin embargo, Tepec, fiel a su ascendencia, recitaba a Quetza los antiguos proverbios de los toltecas. El viejo solía alzar en brazos al pequeño cuando éste aún ni siquiera sabía hablar y, junto al fuego, pronunciaba las oraciones dedicadas a los huérfanos adoptados:

Pequeña semilla del cardo abandonada al viento, perdida en la brisa sin abrigo y sin amparo. Óyeme, chiquito, polen de la flor que se ha marchitado, náufrago del aire, soy yo ahora tu padre, la tierra fecunda en la que habrás de echar raíces y alzarte al cielo con verdes ramas. Soy tu suelo firme para que en mí reposes y encuentres el sostén. Soy ahora tu padre, el colibrí que tomó el polen de la flor marchita, mi pequeño, para mostrarte el camino de las demás flores y no estés nunca más en soledad. Chiquito, soy ahora tu padre, soy la casa para darte cobijo y el fuego y el agua. Te ofrezco un nido, pequeño quetzal perdido, para que nunca más me alcance a mí la soledad [1]

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[1] Recopilado de la tradición oral, no incluido en los códices. Son, sin embargo, notables las semejanzas con muchos de los huehuetlatoüfSel Códice Florentino