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Conservas y Encurtidos Paraíso.

Se alzaba entre la casa y el río.

Hacían encurtidos, zumos, mermeladas, curry y pina en lata. Y mermelada de plátano. (De forma ilegal después de que la Organización de Productos Alimentarios la prohibió porque, según sus normas, no era mermelada ni jalea. Demasiado líquida para ser jalea, y demasiado espesa para ser mermelada. De una consistencia ambigua e inclasificable, decían.)

Según sus normas…

Ahora, al cabo de tantos años, a Rahel le pareció que el problema que tenía su familia con las clasificaciones iba mucho más allá del asunto de las mermeladas y las jaleas.

Tal vez Ammu, Estha y ella fueron los peores transgresores. Pero no los únicos. Los otros no se quedaron cortos. Todos infringieron las normas. Todos entraron en territorio prohibido. Todos alteraron las leyes que establecían a quién debía quererse y cómo. Y cuánto. Las leyes que convertían a las abuelas en abuelas, a los tíos en tíos, a las madres en madres, a los primos en primos, a la mermelada en mermelada y a la jalea en jalea.

Hubo una época en la que los tíos se convirtieron en padres, las madres en amantes, y los primos murieron y fueron enterrados.

Hubo una época en que lo inconcebible se hizo concebible y ocurrió lo imposible.

Antes del entierro de Sophie Mol la policía ya había encontrado a Velutha.

Se le había puesto la carne de gallina alrededor de la zona de los brazos en la que las esposas le tocaban la piel. Frías esposas de aroma metálico. Como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el que desprendían las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos.

Después de que hubo pasado todo, Bebé Kochamma dijo: «Se cosecha lo que se siembra». Como si ella no hubiese tenido nada que ver con la siembra y su cosecha. Volvió sobre sus pequeños piececillos a su bordado de punto de cruz. Los deditos de sus pies no tocaban nunca el suelo. Fue idea suya que Estha fuera Devuelto.

El dolor y la amargura de Margaret Kochamma por la muerte de su hija se retorcían en su interior como un muelle furioso. No decía nada, pero durante los días que estuvo allí, antes de regresar a Inglaterra, le pegaba bofetadas a Estha siempre que podía.

Rahel miraba cómo Ammu metía las cosas de Estha en un pequeño baúl.

– Puede que tengan razón -susurró Ammu-. Puede que sea cierto que un chico necesita un Baba.

Rahel vio que tenía los ojos opacos y enrojecidos.

Consultaron a una Experta en Gemelos de Hyderabad. Les contestó con una carta en la que decía que no era aconsejable separar a los gemelos monocigóticos, pero que los heterocigóticos no eran diferentes de otros hermanos cualesquiera y que, aunque tendrían los mismos problemas que los demás niños que experimentan una ruptura de su hogar, no sería más que eso. Nada fuera de lo normal.

Así que Estha fue Devuelto en un tren con su baúl metálico y sus zapatos beige puntiagudos metidos en el bolso de viaje color caqui. Viajó a Madrás en primera clase por la noche en el tren correo, y después, con un amigo de su padre, desde Madrás hasta Calcuta.

Llevaba una bolsa con bocadillos de tomate. Y un termo Águila con un águila. Tenía imágenes horribles en la cabeza.

Lluvia. Aguas revueltas, oscuras. Y un olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

Pero lo peor de todo era que en su interior llevaba el recuerdo de un hombre joven con la boca de un viejo. El recuerdo de una cara hinchada y de una sonrisa destrozada y vuelta del revés. De un charco de líquido claro que se iba extendiendo y en el que se reflejaba una bombilla desnuda. De un ojo inyectado en sangre que se había abierto, cuya mirada había deambulado por la habitación hasta clavarse en él. Estha. ¿Y qué es lo que había hecho Estha? Había mirado aquel rostro amado y había dicho: Sí.

Sí, fue él.

Ésa era la palabra a la que el pulpo alojado dentro de Estha no podía llegar: Sí. Aspirar con los tentáculos no parecía servirle de mucho. El estaba alojado allí, en algún lugar profundo de un pliegue o de un surco, como un pelo de mango que se mete entre las muelas. Imposible de quitar, por más que se intente.

Desde un punto de vista puramente práctico, es probable que lo más correcto fuera decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem. Quizá sea cierto que las cosas pueden cambiar en un solo día. Que unas pocas docenas de horas pueden afectar al desarrollo de vidas enteras. Y que, cuando eso sucede, esas pocas docenas de horas, igual que los restos rescatados de una casa incendiada (el reloj carbonizado, la fotografía quemada, los muebles chamuscados), tienen que ser desenterradas de entre las ruinas y examinadas. Conservadas. Descifradas.

Cosas comunes, pequeños hechos, destrozados y recuperados. Imbuidos de un significado nuevo. De pronto, se convierten en los huesos descoloridos de una historia.

Aun así, decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem no deja de ser una forma más de ver las cosas.

De igual modo, podría afirmarse que, en realidad, comenzó hace miles de años. Mucho antes de que llegaran los comunistas. Antes de que los británicos tomaran Malabar, antes de la supremacía holandesa, antes de que llegara Vasco da Gama, antes de la conquista de Calicut por parte del primer zamorín [3]. Antes de que tres obispos sirios con túnicas púrpuras, asesinados por los portugueses, fuesen encontrados flotando en el mar, con serpientes marinas enroscadas sobre los pechos y ostras enredadas en las enmarañadas barbas. Podría afirmarse que comenzó mucho antes de que el cristianismo llegase en un barco y se extendiese por Kerala igual que rezuma el té de una bolsita.

Que, en realidad, comenzó en los días en que se establecieron las Leyes del Amor. Las leyes que determinan a quién debe quererse, y cómo.

Y cuánto.

Sin embargo, a efectos prácticos, en un mundo irremediablemente práctico…

2. LA MARIPOSA DE PAPPACHI

Era un día azul cielo de diciembre del sesenta y nueve (el mil novecientos no se dice). Era uno de esos momentos en la vida de una familia en que pasa algo que sacude suavemente sus principios morales, los saca del lugar donde descansan y hace que salgan burbujeando a la superficie y floten durante un rato. A plena luz. Para que todos puedan verlos.

Un Plymouth azul cielo, con el sol reflejado en los alerones, cruzaba veloz los arrozales jóvenes y los árboles del caucho viejos, rumbo a Cochín. Un poco más al este, en un país pequeño de paisaje similar (selvas, ríos, arrozales, comunistas), caían bombas suficientes para cubrirlo por completo con medio palmo de acero. Aquí, sin embargo, estaban en paz, y la familia del Plymouth viajaba sin miedos ni aprensiones.

El Plymouth había pertenecido a Pappachi, el abuelo de Rahel y Estha. Ahora que había muerto, pertenecía a Mammachi, su abuela, y Rahel y Estha iban rumbo a Cochín para ver Sonrisas y lágrimas[4]por tercera vez. Se sabían todas las canciones.

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[3] Nombre que recibían los soberanos hindúes de Calicut (N. de las T.)

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[4] El título original de esta película es The Sound of Music. En España se proyectó con el de Sonrisas y lágrimas, y en América Latina, con el de La Novicia Rebelde (N. de las T.)