Los campesinos se quitaban el cigarrillo de la boca, las mujeres cogían a sus hijos de la mano. Nadie decía nada, sólo un hombre dijo simplemente: «Los alemanes están en la carretera de Vüleneuve». Y Philippe Hortieux sonrió y continuó su camino hacia la taberna del pueblo. Sonreía, sabía perfectamente que iba a hacer algo que era preciso hacer, caminaba en medio de una hilera de miradas desesperadas y fraternales. Los campesinos sabían que el invierno iba a ser terrible para los muchachos del maquis, sabían muy bien que nos habían engañado, una vez más, con la historia del desembarco siempre anunciado y siempre aplazado. Miraban cómo andaba Philippe Hortieux, y eran ellos quienes andaban, con la metralleta en la mano, para tomarse la justicia por sus manos. El soplón debió de sentir de pronto la gravedad de aquel silencio sobre el pueblo. Tal vez recordara aquel ruido de moto, oído unos minutos antes. Salió a las escaleras de la tasca, con el vaso de tinto en la mano, se echó a temblar como una hoja, y cayó muerto. Se cerraron todas las ventanas, todas las puertas, el pueblo quedó sin vida y Philippe Hortieux se marchó. Durante quince días, disparó sobre las patrullas de la Feld, no se sabía bien desde dónde, y atacaba con granadas los coches alemanes. Hoy está incomunicado en su celda, con el cuerpo destrozado por las porras de la Gestapo y grita: «¡Rene, Rene!». Y toda la cárcel se ha puesto a gritar también, para despedir a Rene Hortieux. El piso de las mujeres gritaba, gritaban las cuatro galerías de resistentes, para despedir al mayor de los hermanos Hor-tíeux. Ya no sé lo que gritábamos, cosas ridículas, sin duda, en comparación con aquella muerte que se acercaba hacia el mayor de los Hortieux: «No te preocupes, Rene», «Aguanta, Rene», «Les venceremos, Rene». Y por encima de nuestras voces, la voz de Philippe Hortieux, que gritaba sin parar; «¡Rene, oh Rene!». Recuerdo que Ramaület tuvo un sobresalto, en su camastro, ante el estrépito. «¿Qué pasa?», preguntó, «¿qué pasa?» Le tratamos de imbécil, le dijimos que se ocupara de sus cosas, el majadero. Toda la cárcel gritaba y «la Rata» se puso nerviosísimo. No quería complicaciones «la Rata», dijo: «Los, los!» [10]* y empujó a Rene Hortieux hacia la escalera.
Fue al día siguiente, bajo un sol pálido. Por la mañana, el muchacho que estaba de servicio para distribuir el café nos dijo en un susurro: «Rene ha muerto como un hombre». En cierto modo, era una expresión aproximada, claro está, desprovista de sentido. Pues la muerte sólo para el hombre es personal, es decir, es para él, puede serlo para él, y para él solo, en la medida en que es aceptada y asumida. Era una expresión aproximada, pero decía muy bien lo que quería decir. Decía perfectamente que Rene Hortieux se había apoderado con ambas manos de esta posibilidad de morir de pie, de enfrentarse con esta muerte y hacerla suya. Yo no había visto morir a Rene Hortieux, pero no era difícil imaginar cómo había muerto. En aquel año 43 se tenía una experiencia lo bastante amplia de la muerte de los hombres para saber cómo había muerto Rene Hortieux.
Más adelante he visto morir a hombres en circunstancias análogas. Estábamos concentrados, treinta mil hombres inmóviles, en la plaza mayor donde pasaban lista, y los de las SS habían levantado en medio los andamios para la horca. Estaba prohibido mover la cabeza, bajar la vista. Era preciso que viéramos morir a aquel compañero. Le veíamos morir. Aun si hubiésemos podido volver la cabeza o bajar la vista, hubiéramos alzado los ojos para ver morir a aquel compañero. Hubiéramos clavado en él nuestras miradas arrasadas, le hubiésemos acompañado con la vista hasta el cadalso. Éramos treinta mil, formados impecablemente, a las SS les gusta el orden y la simetría. El altavoz aullaba: «Das Ganze, Stand!» y se escuchaban treinta mil pares de tacones que chocaban en un «firmes» impecable. A los de las SS les gustan los «firmes» impecables. El altavoz aullaba: «Mützen ab!», y treinta mil gorras de prisioneros, cogidas por treinta mil manos derechas, golpeaban contra treinta mil piernas derechas, en un perfecto movimiento de conjunto. Los de las SS adoran los perfectos movimientos de conjunto. Entonces traían al compañero, las manos atadas a la espalda, y le hacían subir a la horca. A los de las SS les gusta el orden y la simetría y los hermosos movimientos de conjunto de una multitud amaestrada, pero son unos pobres diablos. Creen dar un ejemplo, y no saben hasta qué punto es verdad, hasta qué punto es ejemplar la muerte de este camarada. Mirábamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, condenado a la horca por sabotaje en la «Mibau», donde se fabricaban las piezas más delicadas de los V-l. Los prisioneros de guerra soviéticos estaban fijos en un "firmes» doloroso, a fuerza de tal inmovilidad masiva, hombro con hombro, de tales miradas impenetrables. Contemplamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, y los de las SS imaginan que vamos a padecer su muerte, a sentirla fundirse sobre nosotros como una amenaza o una advertencia. Pero esta muerte, en realidad, estamos aceptándola para nosotros mismos, si llegara el caso, la estamos escogiendo para nosotros mismos. Estamos muriendo la muerte de este compañero, y por tanto la negamos, la anulamos, hacemos de la muerte de este compañero el sentido mismo de nuestra vida. Un proyecto de vivir perfectamente válido, el único válido en este preciso momento. Pero los de las SS son unos pobres diablos y nunca entienden estas cosas.
Hacía, pues, un sol pálido, era a finales de noviembre, y yo estaba solo, con Ramaillet, en el patinillo de los paseos. AI muchacho del bosque de Othe le habían llevado a un interrogatorio. Aquella misma mañana nos habíamos peleado con Ramaillet, que se mantenía apartado.
El centinela alemán estaba de pie contra la reja, y me aproximé.
– ¿Ayer por la tarde? -le pregunto.
Su cara se crispa y me mira fijamente.
– ¿Qué pasa? -dice.
– ¿Estaba usted de servicio, ayer por la tarde? -le preciso.
Menea la cabeza.
– No -dice-, no me tocaba.
Nos miramos sin decir nada.
– Pero ¿y si le hubieran designado?
No contesta. ¿Qué puede contestar?
– Si le hubieran designado -insisto-, ¿hubiera usted formado parte del pelotón de ejecución?
Tiene una mirada de animal acorralado, y traga la saliva con esfuerzo.
– Usted habría fusilado a mi compañero.
No dice nada. ¿Qué podría decir? Baja la cabeza, remueve la tierra húmeda con los pies, me mira.
– Me voy mañana -dice.
– ¿Adonde? -le pregunto.
– Al frente ruso -dice.
– ¡Ah! -le digo-. Va usted a ver lo que es una guerra de verdad.
Me mira, asiente con la cabeza y habla con voz neutra.
– Usted desea mi muerte -dice con su voz neutra.
¿Deseo su muerte? Wünsche ich seinen Tod? No creía desear su muerte. Pero tiene razón, en cierto modo deseo su muerte.
En la medida en que sigue siendo un soldado alemán, deseo su muerte. En la medida en que persevera en sus deseos de ser soldado alemán, anhelo que conozca la tormenta de fuego y hierro, los sufrimientos y las lágrimas. Deseo ver derramada su sangre de soldado alemán del ejército nazi, deseo su muerte.
– No me lo reproche.
– Ciaro que no -dice-, es natural.
– Me gustaría mucho poder desearle otra cosa -le digo.
Tiene una sonrisa abrumada.
– Es demasiado tarde -dice.
– Pero ¿por qué?
– Estoy solo -dice.
Nada puedo hacer para quebrar su soledad. Sólo él podría hacer algo, pero le falta la voluntad de hacerlo. Tiene cuarenta años, una vida ya hecha, mujer e hijos, nadie puede elegir por él.