El doctor Sang salió por la puerta. Antes de que él y Rhys hubieran tenido su momento de entendimiento, yo habría apostado incluso dinero a que el buen doctor llamaría a la mujer de la floristería. Porque algo de lo que Rhys había dicho de alguna forma inclinó la balanza. Ahora ya sólo me preguntaba si él la llamaría primero o simplemente iría directamente a verla.
Rhys me abrazó y besó mi coronilla. Me giré para poder mirarle. Su sonrisa era ligera, casi jocosa, pero en su ojo de un pálido azul claro, había algo que ciertamente no era casual en lo más mínimo. Recordé aquel momento cuando el anillo de la reina había vuelto a la vida en mi mano. Yo había visto a un bebé fantasmal junto a una de las guardias femeninas. Cada hombre en el vestíbulo la había mirado como si ella fuera la cosa más hermosa del mundo. Todos los hombre menos cuatro: Doyle, Frost, Mistral, y Rhys. Incluso Galen la había contemplado de esa forma. Más tarde le había explicado que sólo el amor verdadero conseguía que no te quedaras mirando fijamente a una mujer que el anillo había elegido. Había usado el anillo para ver quién de entre mis guardias podría ser el padre de aquel casi niño, y así ofrecerles la posibilidad de emparejarse. Había funcionado. Ella tenía una falta, y el test había dado positivo. Éste era el primer embarazo en la corte oscura desde que yo fui concebida.
Realmente amaba a Doyle, y a Frost en menor grado. No podía imaginarme sin ninguno de ellos. Mistral había sido mi consorte por algún tiempo cuando el anillo había vuelto a la vida, pero la magia no había funcionado con él. Más bien, Mistral había sido utilizado como un instrumento de esa magia. Pero Rhys, él debería haber mirado a aquella guardia. Pero sólo me miraba a mí, lo que quería decir que me amaba, y sabía que yo no le amaba a él.
No se supone que las hadas sean celosas o posesivas con sus amantes, pero amar de verdad y no ser correspondido es un dolor que no tiene cura.
Alcé la cara, invitándole a besarme. Su rostro perdió todo rastro de humor. Fue tan solemne mientras me miraba con su único ojo. Me besó, y yo le devolví el beso. Dejé que mi cuerpo se amoldara y adhiriera al suyo, al tiempo que nuestros labios se encontraban. Quería que supiera que le valoraba. Que le veía. Que lo quería. Sentí que su cuerpo respondía incluso a través de nuestra ropa.
Él retrocedió primero, casi sin aliento, con un indicio de risa en su voz.
– Intentemos llevar a los heridos a casa, y así podremos acabar esto.
Asentí, ¿qué más podría hacer yo? ¿Qué puedes decirle a un hombre cuando sabes que le estás rompiendo el corazón? Podía prometer dejar de hacer lo que sabía que le hacía daño, pero yo sabía que no podría, no podría dejar de amar a Doyle y a Frost.
Yo también rompía un poco el corazón a Frost, porque él sabía que Doyle tenía la mayor parte de mi afecto. Si no hubiéramos intimado, podría haber sido capaz de escondérselo, pero Frost se había acostumbrado a estar con Doyle y conmigo siempre que teníamos relaciones sexuales. Había demasiados hombres ahora para no compartir. Pero era más que esto. Era casi como si Frost tuviera miedo a lo que podría pasar si me dejaba sola con Doyle durante más de una noche.
¿Qué puede hacer una cuando sabe que le rompe el corazón a alguien, pero que si hace cualquier otra cosa, eso rompería tu propio corazón? Prometí sexo a Rhys con mi beso y mi cuerpo. Le quise decir, que no era sólo lujuria lo que me incitaba. Supongo que de alguna forma era amor, sólo que no era la clase de amor que un hombre quiere de una mujer.
CAPÍTULO 9
SALIMOS DEL HOSPITAL PARA ENCONTRARNOS FRENTE A UNA muralla de periodistas. Alguien había hablado. No contestamos a ninguna de las preguntas que nos gritaban, aunque consiguieron buenos planos de Doyle en silla de ruedas. El hecho de que hubiera aceptado usarla nos demostró cuán dolorido estaba todavía. Abe, por otro lado, utilizaba la silla de ruedas porque era un perezoso y le gustaba llamar la atención, aunque tuvo que sentarse de lado para proteger su espalda. Halfwen le había curado, pero de nuevo, no completamente. No estábamos en nuestro mundo, y nuestros poderes estaban muy lejos de estar en su mayor apogeo.
Los periodistas sabían qué salida íbamos a utilizar. Alguien dentro del hospital se llevaría dinero a casa por dirigirnos a la salida donde ellos nos esperaban o por chivarles por donde saldríamos. De cualquier forma, éramos una empresa rentable en el día de hoy.
Las cámaras nos cegaron. La seguridad del hospital había llamado a la policía antes de que saliéramos afuera, así que había otros policías además de los dos que todavía llevábamos pegados. A los oficiales Kent y Brewer no les habían gustado mucho que yo hubiera hecho algún tipo de magia con el doctor. Parecían asustados de mí. Pero cumplieron con su deber. Iban delante y ayudaron a sus otros compañeros a protegernos de la muchedumbre reunida.
Hubo un momento en el que los reporteros se abalanzaron y el frente se precipitó sobre nosotros. En ese momento mis guardias se adelantaron y la multitud fue contenida. Algunos hombres pusieron su mano sobre el hombro o la espalda del agente de seguridad o el policía más cercano. Miré a los humanos que estaban a pocos metros. Era como si con ese pequeño toque, mis guardias les hubieran dado el coraje y la fuerza que necesitaban. Yo no podía recordar que alguna otra vez hubieran hecho esto, ¿o era que los hombres que podrían haberlo hecho nunca habían estado conmigo? ¿Qué era lo que había sacado del mundo de las hadas y había llevado conmigo a este mundo moderno? Ni siquiera yo estaba segura.
Los vi proporcionar coraje con un roce, del mismo modo que yo podía despertar la lujuria, y me pregunté si ese toque les daría suerte y coraje para todo el día, o si se desvanecería como la lujuria que yo podía inspirar. Cuando tuviéramos un poco de intimidad se lo preguntaría.
Éramos demasiados para una sola limusina. Había dos limusinas y dos Hummers [4]. Uno de cada tipo era negro, y los otros dos blancos. Tuve un momento para preguntarme si alguno de ellos tenía sentido de humor, o si había sido fruto de la casualidad. Traté de ayudar a Doyle para entrar en una de las limusinas, pero Rhys me hizo retroceder para que Frost y Galen pudieran ayudar a su capitán a entrar. Pareció costarle mucho. Mi visión era nula por el centelleo de las cámaras. Alguien gritó sobre el ruido de la muchedumbre…
– Oscuridad, ¿por qué el Rey Taranis ha intentado matarle?
Las manos de Rhys se tensaron sobre mis hombros. Hasta aquel momento yo, y probablemente él, habíamos pensado que algún sirviente había hablado, pero tras esa pregunta quienquiera que se había dirigido a la prensa sabía demasiado. Las únicas personas que habían visto lo que pasó eran los guardias de seguridad y los abogados, profesionales en los cuales se supone que uno podría confiar. Alguien había traicionado esa confianza.
Finalmente conseguimos entrar en la gran limusina. Abe yacía sobre su estómago en el asiento central. Doyle se sentó en uno de los asientos laterales, rígidamente erguido. Me moví para sentarme junto a él, pero me hizo un gesto hacia Abe.
– Déjale descansar la cabeza en tu regazo, Princesa.
Le miré ceñuda, deseando preguntarle por qué me apartaba. Mi expresión debió reflejarlo porque me dijo:
– Por favor, Princesa.
Confié en Doyle. Tenía que tener sus motivos. Me senté en el gran asiento del fondo y alivié la cabeza de Abe colocándola en mi regazo. Él descansó su mejilla contra mi muslo, y acaricié su espeso cabello. Nunca se lo había visto trenzado antes, como la versión gótica de un bastón de caramelo, negro, gris, y blanco. Supongo que de alguna forma habían tenido que mantener su pelo lejos de la herida de su espalda.