– No me extraña que me expulsaran del ejército… -reflexionó Liang, en voz alta, tras caer en la cuenta.
– No era lo más grave.
– ¿Qué más hay? Dímelo todo, puedes estar tranquilo, yo no te denunciaría nunca. ¡Ni aunque me golpearan a muerte!
Liang giró de nuevo el manillar de la bicicleta.
– No estropees tu vida -le aconsejó.
– ¡No pienso suicidarme, nunca haría una estupidez así! ¡Todavía tengo a mi mujer y a mi hijo!
– ¡Es importante que te cuides mucho!
Lo dejó allí sin decirle que estaba en la segunda lista de personas que había que depurar.
Varios años más tarde, ¿cuántos, de hecho?, ¿diez? No, veintiocho años más tarde, en Hong Kong, en tu habitación de hotel, recibiste una llamada de teléfono, era Liang Qin, que había visto en el periódico que estaban representando tu obra de teatro. Al principio ese nombre no te dijo nada, pensaste que se trataba de algún viejo conocido que habrías visto una o dos veces. Quería ver tu obra, pero no tenía entradas, enseguida te disculpaste, las representaciones ya habían acabado, le explicó que era tu antiguo compañero de trabajo, que quería invitarte a cenar. Le dijiste que tenías que tomar el avión muy temprano por la mañana, que realmente ibas muy mal de tiempo, que la próxima vez ya os veríais con más calma. Entonces te dijo que pasaría por el hotel a verte; era difícil negarse. Después de colgar el teléfono, recordaste quién era y vuestra última conversación en bicicleta te vino a la mente en ese momento.
Una media hora más tarde estaba en tu habitación, vestido con un traje occidental y zapatos de cuero, llevaba una camisa de lino, corbata de tono grisáceo; no parecía uno de esos nuevos ricos de China continental. Cuando te estrechó la mano, no tenía ningún reloj Rolex o cadena de oro brillante, ni un grueso anillo de oro; sus cabellos eran de color azabache -seguramente teñidos, dada su edad. Te explicó que hacía muchos años que estaba en Hong Kong. Justamente el amigo de infancia a quien le escribió para pedirle que comprara aquel diccionario, cuando supo, con pesar, todos los problemas que causó aquella carta, se encargó de sacarlo del país. Actualmente, había abierto una empresa; su mujer y su hijo emigraron a Canadá, donde compraron el pasaporte. Te dice con una gran franqueza: «He ganado bastante dinero durante estos últimos años, no soy un gran capitalista, pero no tendré ningún problema para pasar los últimos años de mi vida con comodidad. Mi hijo ha conseguido el doctorado en Canadá, ya no tengo nada de que preocuparme, yo voy constantemente a verlo; si un día se ponen mal las cosas en este lugar, me iré a Canadá y me quedaré allí». Luego añadió que te agradecía mucho la frase que le dijiste.
– ¿Qué frase?
La habías olvidado.
– ¡No estropees tu vida! Si no me hubieras dicho eso, no sé cómo habría conseguido resistir.
– Mi padre no lo consiguió.
– ¿Se suicidó?
– Casi. Por suerte, un viejo vecino lo encontró y llamó a una ambulancia. Lo llevaron al hospital y después lo enviaron a un campo de reeducación, donde lo tuvieron durante varios años. Tres meses después de que lo soltaran, se puso enfermo y murió.
– ¿Por qué no le previniste entonces? -preguntó Liang.
– ¿Quién se habría atrevido a contar esas cosas por carta? Si hubieran interceptado una carta así, ninguno de los dos habría salvado el pellejo.
– Claro, pero ¿qué problema tenía?
– Hablemos mejor de tu problema.
– Bueno, mejor no hablemos más. -Suspiró, y mantuvieron un largo momento de silencio-. ¿Cómo vives?
– ¿Qué entiendes por cómo?
– Me refiero a si tienes suficiente dinero, sé que eres escritor…, ya entiendes lo que quiero decir.
– Ya entiendo -dices tú-. Voy tirando.
– No debe de ser fácil ganarse la vida en Occidente escribiendo, ya me lo imagino, sobre todo para un chino. No es lo mismo que hacer negocios.
– Es la libertad -dices que lo que quieres es la libertad-. Sólo quiero escribir lo que me apetezca.
Liang inclinó la cabeza, luego añadió, tomando valor:
– Si alguna vez… te hablo con sinceridad, si alguna vez estás un poco corto de dinero, si te falta algo, dímelo. No soy un gran empresario, pero…
– Un gran empresario no diría eso… -dices riendo-. Cuando hacen donaciones siempre es para conseguir algo. Cuando dan dinero para la creación de escuelas, por ejemplo, lo hacen para consolidar los negocios con su país.
Sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta, añadió una dirección y un teléfono y te la dio.
– Es el número del móvil; la casa la he comprado. Esta dirección de Canadá seguro que la tendré durante mucho tiempo.
Se lo agradeces y le dices que actualmente no tienes dificultades, que si escribieras para ganarte la vida, hace tiempo que habrías tenido que dejarlo.
Un poco emocionado, te hizo una observación inesperada:
– ¡Escribes realmente para los chinos!
Le dices que escribías para ti mismo.
– Lo entiendo, lo entiendo, escribe -dice él-. Espero que lo escribas todo, que digas que aquello no era una vida digna para las personas.
¿Escribir sobre esos sufrimientos?, te preguntaste después de que se fuera.
Pero ya estás harto.
No obstante, has vuelto a pensar en tu padre. Cuando regresó del campo donde lo sometieron a la reeducación por el trabajo manual, lo rehabilitaron, recuperó el trabajo y su salario, pero insistió en jubilarse, y fue a Beijing a verte, a ti, a su hijo. Tenía la intención de viajar un poco para relajarse y pasar una vejez tranquila. Quién hubiera pensado que la noche del primer día en la capital, después de que lo acompañaras al parque del Palacio de Verano, empezaría a escupir sangre. Al día siguiente, lo internaron en el hospital, donde le descubrieron una sombra en los pulmones. Le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. Una noche su estado empeoró de repente, lo admitieron de nuevo en el hospital y dio su último suspiro a la mañana siguiente. Antes de morir, le preguntaste por qué quiso suicidarse, y te explicó que no tenía ganas de vivir, pero no dijo nada más. Y justamente en el momento en que habría podido por fin empezar a vivir, y tenía ganas, murió.
En las honras fúnebres -las unidades de trabajo en las que moría uno de su rehabilitados debían organizar ese tipo de ceremonias para rendir cuentas a las familias-, como escritor, su hijo tuvo que decir algunas palabras, de lo contrario, no sólo habría faltado a la memoria de su padre, sino a los directores de la unidad que organizaban esa ceremonia para su camarada difunto. Lo empujaron delante del micrófono que había en la sala funeraria, frente a la urna que contenía las cenizas de su padre. No pudo decir que su padre nunca había participado en la revolución, aunque no se opuso a ella, pero no convenía que lo llamaran camarada. Sólo pudo decir una frase: «Mi padre era un hombre débil, que descanse en paz». Si hay algún lugar donde realmente se pueda descansar.
36
– ¡Sacad a la vista de todos a ese soldado reaccionario del régimen del Guomindang, Zhao Baozhong!
El ex teniente coronel gritaba por el megáfono de la tribuna; a su lado, sentado en silencio, se encontraba el delegado Zhang, jefe de la comisión de control militar en activo, como mostraban claramente las insignias de la solapa y del gorro militar.
– ¡Viva el Presidente Mao!
Las aclamaciones estallaron de pronto entre los asistentes. En la última fila, dos jóvenes sacaron de su asiento a un viejo obeso. Él se soltó las manos y levantó un brazo para alzar el puño gritando:
– ¡Viva… el… Presidente Mao!
El hombre gritaba con voz rota mientras forcejeaba con todas sus fuerzas. Dos antiguos militares acudieron, habían aprendido en el ejército a inmovilizar a los adversarios. Le torcieron el brazo y lo obligaron a arrodillarse. Sus gritos se ahogaron en su garganta. Entre cuatro hombres fuertes sacaron al viejo, que arrastraba las piernas como si fuera un cerdo que se negara a ir al matadero. Bajo la mirada de los presentes, llevaron al anciano hasta la tribuna por el pasillo que había entre los asientos. Una vez allí, le colocaron una pancarta en el pecho con la ayuda de un alambre. Cuando iba a gritar de nuevo, los hombres apretaron con violencia un punto situado por debajo de las orejas. Se puso rojo de inmediato; le cayeron las lágrimas y los mocos. Aquel viejo obrero, guardia del depósito de libros, aquel viejo soldado que, en tiempos de la Repúbli ca, [24] fue llevado tres veces al alistamiento forzoso en el ejército del Guomindang, pero que se escapó dos veces y finalmente cayó prisionero del ejército de Liberación, acababa de ese modo, con la cabeza gacha, de rodillas, sumándose a los monstruos y malhechores descubiertos antes que él.