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Al oír ruidos en el patio interior al que daba el cuarto de baño de su casa, Brise-Bonbon abrió del todo los entreabiertos batientes de la ventana para ver mejor. Ante sus narices, dos grandes manos de hombre vinieron a aferrarse al reborde del vano de piedra. Congestionada por el esfuerzo, la cabeza de Aulne acabó por aparecer ante los interesados ojos del niño.

Quizá el perseguido había sobrevalorado sus capacidades gimnásticas, lo cierto es que no pudo subir a pulso al primer intento. Como las manos aguantaban bien donde las había puesto, se dejó caer a lo largo de toda la extensión de los brazos con intención de recobrar el aliento.

Con mucha dulzura, Brise-Bonbon levantó la navaja de afeitar que tenía bien agarrada, y pasó la afilada lámina sobre los nudillos blancos y tensos del asesino. Las manos de éste, en verdad, eran muy carnosas.

El corazón de oro del padre Mimile tiró de Aulne hacia abajo con todas sus fuerzas cuando las manos le comenzaron a sangrar. Uno a uno, los tendones fueron saltando como las cuerdas de una guitarra. A cada tajo, resonaba una débil nota. Finalmente, quedaron sobre el alféizar diez falangetas exangües. De cada una manaba todavía un hilillo purpúreo. Por su parte el cuerpo de Aulne rozó la pared de piedra, rebotó en la cornisa del entresuelo y vino a dar con sus huesos en el cajón de los desperdicios. Bien podía quedarse allí: los traperos se encargarían de él a la mañana siguiente.

(1949)

LAS MURALLAS DEL SUR

1

Cubierto de deudas como desde hacía muchísimos años no lo había estado, el Mayor decidió comprar un automóvil para pasar las vacaciones más agradablemente.

Con la intención de asegurarse una immediata disponibilidad de fondos empezó por sablear a sus tres mejores amigos para costearse una curda de campeonato, pues su ojo de cristal estaba empezando a tender hacia el azul añil, y ello era síntoma de sed. La cosa le salió por tres mil francos, francos que sintió tanto menos, cuanto que en absoluto tenía la intención de devolverlos.

Dio así de entrada interés a la operación y se esforzó por complicarla todavía más, con intención de elevarla a la categoría de milagro pagano. Con ese fin se pagó una segunda borrachera con el dinero que le reportó la venta de su cinturón de castidad medieval, cinturón claveteado de clavo de especia y fabricado con cuero repujado hasta perderse de vista.

No le quedaba gran cosa, pero, con todo, aún eran demasiadas. Pagó la mensualidad del alquiler con el reloj, cambió sus pantalones por unos calzones coRTos, su camisa por una Lacoste y, astuto viejo, se puso a la búsqueda de alguna manera de gastar la calderilla que todavia le sobraba.

(En el curso de sus pesquisas tuvo la mala suerte de recibir una herencia, pero, por fortuna, rápidamente se enteró de que no podría disponer de ella antes de que pasaran varios meses, plazo que consideró más que suficiente.)

Le quedaban aún once francos y algunas provisiones. No podía ni pensar en irse en condiciones tales. Organizó, pues, en su casa, una juerga de medianas proporciones.

El sarao se celebró con toda felicidad y, al final del mismo, sólo tenía ya un paquetito de cien gramos de curry en polvo, ligeramente estropeado, con el que nadie había podido acabar. Contra sus previsiones, la muy apreciada sal de apio constituyó, en efecto, la base de la mayoría de los últimos cócteles servidos, despreciado como fue el curry previsto para tal uso.

(La insigne malaventura que parecía perseguir al Mayor quiso, no obstante, que una de las invitadas olvidase el bolso en su casa, con nada menos que quinientos francos dentro. Parecía que habría que volver a empezar, cuando al Mayor, iluminado por una de aquellas geniales inspiraciones que le caracterizaban, le asaltó el deseo de irse de vacaciones provisto de un salvoconducto obtenido por los cauces legales. Es preciso que señalemos, antes de continuar, que fue aquella pretensión inaudita la que le salvó.)

2

El Mayor irrumpió en casa de su amigo el Bison [8] cuando éste se sentaba a la mesa, entre sonoro entrechocar de mandíbulas, en compañía de su mujer y el Bisonnot. Se cocía, por una vez en la vida, un guiso de pasta hervida a cuya preparación la Bisonne se había dignado dedicar diez minutos. La familia entera se regocijaba con la idea de la consiguiente cuchipanda.

– ¡Almorzaré con vosotros! -dijo el Mayor, estremecido de gula, al ver hervir la pasta.

– ¡Cerdo! -le espetó el Bison-. Conque la has olido desde lejos, ¿eh?

– ¡Exactamente! -contestó el Mayor, sirviéndose en el reparto un gran vaso de vino del que se guardaba especialmente para sus visitas, y al que se dejaba que se picase un algo para que tomase cierto regusto añadido a su sabor original, tan agradable al paladar como todos sabemos.

El Bison saco un plato suplementario del aparador y lo colocó en la mesa, en el sitio que anteriormente había ocupado el Mayor. Éste se dejaba servir habitualmente y, contra la costumbre, no les cogía ojeriza a quienes de él se ocupaban.

– El asunto es el siguiente -dijo de repente-. ¿Dónde pensáis ir de vacaciones?

– A la orilla del mar -contestó el Bison-. Quiero conocerlo antes de morir.

– Me parece muy bien -concedió el Mayor-. Me compro un coche y os llevo a Saint-Jean-de-Luz.

– ¡Alto ahí! -le paró el Bison-. ¿Tienes tela?

– ¡Naturalmente que sí! -aseguró el Mayor-. Digamos que la tendré. No te preocupes por eso.

– ¿Y sitio para alojarte?

– ¡Naturalmente que también! -continuó el Mayor-. Mi abuela, que ya murió, tenía un apartamento, y mi padre lo conservó.

Tras algunos segundos de duda, pues no había entendido bien si el Mayor había usado o o a en el pronombre, el Bison optó por pensar que lo conservado era el apartamento, y no la abuela.

La pasta seguía creciendo en el agua hirviente, y ya iba por la tercera vez que la Bisonne separaba la cacerola del fuego para tirar el sobrante a la basura.

– De acuerdo -dijo finalmente el Bison-. Pero me imagino que dispondrás de gasolina. Porque ¿sabes? Suele resultar de utilidad cuando se trata de coches.

– Encontraré la necesaria -aseguró el Mayor-. Con un salvoconducto en regla se consiguen fácilmente bonos de gasolina.

– Sin duda -concedió el Bison-. ¿Pero conoces a alguien en la Prefectura que te pueda facilitar una autorización?

– No -reconoció el Mayor-. ¿Y vosotros? ¿Conocéis a alguien?

– Ahí es donde querías venir a parar ¿eh?

El Bison miraba a su interlocutor con un ojo entornado y reprobador.

– Os advierto -interfirió su esposa- que si no nos comemos pronto esa pasta, tendremos que cambiar de habitación. Dentro de un momento no cabremos aquí.

Sin necesidad de más advertencia, los cuatro se abalanzaron sobre el guiso, pensando, encantados, en los ascos que antaño hacían los alemanes ante la mantequilla de Normandía y las salchichas de tocino.

El Mayor no cesaba de beber tintorro tras tintorro. Y es que no disponer más que de un ojo, le constreñía a hacer lo posible para llegar a ver doble cuanto antes, y así no perderse bocado.

El postre consistía en rebanadas de pan cuidadosamente reblandecido y aderezado con dos hojas de gelatina rosa perfumada al orégano de Cheramy, a la manera de Jules Gouffé [9]. El Mayor repitió dos veces, y al final no quedó nada.

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[8] Bisonte: se trata del propio Boris Vian, que gustaba de firmar Bison Ravi (Bisonte Embelesado), anagrama de su nombre. El Mayor (Le Major) es Jacques Loustalot, gran amigo y compañero de correrías nocturnas de Vian. (N. del T.).

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[9] Poeta y gastrónomo francés (1775-1845). (N. del T.)