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– Lo siento -dijo en voz baja a la ausencia de su prima-, pero esto es importante. Si supieras cuán importante es lo comprenderías.

Cubrió el trayecto hasta Padley Gorge con rapidez, en dirección noroeste hasta Bakewell, donde giró por el viejo puente medieval que salvaba el río Wye. Utilizó el viaje para realizar un ensayo final de sus comentarios, y cuando llegó al camino de Maiden Hall, estaba seguro de que sus planes darían fruto antes de que la velada terminara.

Maiden Hall estaba asentado a mitad de una pendiente boscosa de robles de hoja sésil, y la cuesta que ascendía hasta Maiden Hall estaba cubierta con un dosel de castaños y limeros. Julian inició la subida, dominó las curvas serpenteantes con la habilidad de una larga práctica y frenó junto a un Mercedes deportivo en el cercado de grava reservado a los invitados.

Desechó la entrada principal y entró por la cocina, donde Andy Maiden estaba observando a su chef, el cual iba a flambear una fuente de crème brûlée. El chef, un tal Christian-Louis Ferrer, había llegado de Francia cinco años antes para mejorar la sólida aunque no inspirada reputación de la comida de Maiden Hall. Sin embargo, en aquel momento, con el encendedor de cocina en ristre, Ferrer parecía más un pirómano que un grand artiste de la cuisine. La expresión de Andy sugería que compartía los pensamientos de Julian. Solo cuando Christian-Louis hubo convertido la cobertura en una perfecta y delgada capa de glaseado, al tiempo que decía «Et là voilà, Andée» con la sonrisa condescendiente que se dedica a un dudoso santo Tomás, que una vez más ha comprobado lo infundado de sus dudas, levantó la vista Andy y vio a Julian mirando.

– Nunca me ha gustado ver llamas en mi cocina -admitió con una sonrisa avergonzada-. Hola, Julian. ¿Qué noticias nos traes de Broughton y de las regiones más alejadas?

Era el recibimiento habitual. Julian le dio la respuesta habitual.

– Todo va bien para los honrados y virtuosos, pero en cuanto al resto de la humanidad… Olvídalo.

Andy se alisó su bigote grisáceo y observó al joven con afecto, mientras Christian-Louis pasaba la fuente de crème brûlée por una ventanilla de servicio que daba al comedor.

– Maintenant, on en a fini pour ce soir -dijo, y empezó a quitarse el delantal blanco, manchado con las salsas de la noche.

– Vive la France -dijo con ironía Andy cuando el francés desapareció en el pequeño vestuario, y puso los ojos en blanco-. ¿Vienes a tomar un café? -propuso a Julian-. Tenemos un grupo en el comedor, y todos los demás están en el salón, para tomar las copas y todo eso.

– ¿Algún huésped esta noche? -preguntó Julian.

Maiden Hall, una antigua casa de campo utilizada en otro tiempo como pabellón de caza por una rama de la familia Saxe-Coburg, contaba con diez habitaciones. Todas habían sido decoradas de forma diferente por la esposa de Andy cuando los Maiden escaparon de Londres una década antes. Ocho fueron reservadas para viajeros inteligentes que desearan la privacidad de un hotel combinada con la intimidad de un hogar.

– Todo completo -contestó Andy-. Hemos tenido un verano récord, gracias al buen tiempo. Bien, ¿qué será? ¿Café? ¿Coñac? ¿Cómo está tu padre, por cierto?

Julian se encogió por dentro ante la asociación mental implícita en las palabras de Andy. Sin duda, todo el maldito condado emparejaba a su padre con algún tipo de licor.

– No quiero nada -dijo-. He venido a buscar a Nicola.

Andy no se habría sorprendido por la hora en que Julian había aparecido para encontrarse con su hija. Cuando Nicola llegaba del colegio solía ayudar en la cocina o el comedor, de modo que la historia de su relación con Julian se había distinguido por citas que muy pocas veces empezaban antes de las once de la noche. Pero Andy pareció perplejo.

– ¿Nicola? -dijo-. ¿Os habíais citado? Porque aquí no está, Julian.

– ¿Que no está aquí? No se habrá marchado ya de Derbyshire, ¿verdad? Dijo…

– No, no. -Andy empezó a colocar los cuchillos de cocina en los huecos del colgador de madera, mientras continuaba hablando-. Se ha ido de camping. ¿No te lo dijo? Se fue ayer, a media mañana.

– Pero hablé con ella… -Julian se esforzó en recordar la hora-. Ayer por la mañana, temprano. No se habría olvidado con tanta rapidez.

Andy se encogió de hombros.

– Pues parece que sí. Las mujeres son así, ya sabes. ¿Qué estabais tramando?

Julian esquivó la pregunta.

– ¿Se fue sola?

– Como siempre -contestó Andy-. Ya conoces a Nicola. Y muy bien.

– ¿Adónde? ¿Se llevó el equipo adecuado?

Andy se volvió. Era evidente que había captado algo preocupante en el tono de Julian.

– No se habría ido sin su equipo. Sabe que el tiempo cambia con brusquedad en la zona. En cualquier caso, yo mismo le ayudé a subirlo al coche. ¿Por qué? ¿Qué está pasando? ¿Os peleasteis?

Julian podía proporcionar una respuesta sincera a la última pregunta. No se habían peleado, al menos Andy no lo habría considerado así.

– Andy, ya debería haber vuelto -dijo-. Íbamos a ir a Sheffield. Quería ver una película…

– ¿A esta hora de la noche?

– Una sesión golfa.

Julian notó que enrojecía mientras explicaba la tradición de The Rocky Horror Picture Show, [2] pero los años que Andy había servido en la policía secreta (lo que siempre denominaba su «otra vida») le habían permitido conocer la película muchos años antes, de modo que desechó las explicaciones con un ademán. Esta vez, cuando se tiró con aire pensativo del bigote, arrugó el entrecejo.

– ¿Estás seguro de que era hoy? Quizá pensó que te referías a mañana.

– Habría preferido verla anoche -dijo Julian-. Fue Nicola quien fijó la cita para esta noche. Y estoy seguro de que dijo que volvería esta tarde. Estoy seguro.

Andy dejó caer la mano. Su expresión era seria. Miró hacia la ventana que había sobre el fregadero. Solo vio sus reflejos, pero Julian comprendió por su expresión que Andy pensaba en lo que había al otro lado, en la oscuridad. Vastos páramos habitados solo por ovejas, canteras abandonadas reclamadas por la naturaleza, riscos de piedra arenisca que se iban desintegrando, fortalezas prehistóricas de piedra derruida. Había centenares de cuevas de piedra arenisca donde quedar atrapado, minas de cobre que podían derrumbarse, montículos de piedras con los que un excursionista desprevenido podía partirse el tobillo, crestas de piedra arenisca desde las que un escalador podía caer y permanecer perdido durante días o semanas. El distrito se extendía desde Manchester a Sheffield, desde Stoke-on-Trent hasta Derby, y cada año, más de una docena de veces, los equipos de rescate localizaban a alguien que se había roto un brazo o una pierna, o algo peor, en los Picos. Si la hija de Andy Maiden se había extraviado o hecho daño por allí, sería preciso el esfuerzo de más de dos hombres charlando en una cocina para encontrarla.

– Llamemos a la policía, Julian -dijo Andy.

El impulso inicial de Julian también había sido telefonear a la policía. No obstante, tras reflexionar, temió todo lo que implicaba esa llamada, pero en ese breve momento de vacilación Andy actuó. Se encaminó hacia el mostrador de recepción para hacer la llamada.

Julian corrió tras él. Encontró a Andy encorvado sobre el teléfono, como si intentara protegerse de posibles escuchas. De todos modos, en la recepción solo estaban Julian y él, pues los huéspedes del hotel se encontraban en el salón, con sus cafés y licores, al otro lado del pasillo.

Nan Maiden se acercó desde esa dirección justo cuando comunicaban a Andy con la policía de Buxton. Salió del salón con una bandeja en la que llevaba un servicio de café para dos. Sonrió y dijo:

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[2] Filme de culto dirigido en 1975 por Jim Sharman, a partir del musical homónimo. La película fracasó en su primera exhibición, pero se convirtió en un fenómeno de las sesiones golfas, hasta el punto de que los espectadores se disfrazaban como los personajes y coreaban sus diálogos. (N. del T.)