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– Bueno, todo está listo y pienso que no nos ha salido demasiado mal. Para asegurarme, di una última vuelta y revisé todos los pilares. Inútil, ya que con Joyce podía estar tranquilo. Nada se moverá de su sitio, se lo garantizo.

Estaban exhaustos, magullados y ateridos, pero su entusiasmo iba en aumento conforme la obra tocaba a su fin. Desmontaron el submarino y fueron soltando las cañas de bambú una a una. Sólo les quedaba dejarse arrastrar ellos también por la corriente y nadar hacia la orilla derecha, uno con la batería en su funda impermeable y el otro devanando el cable, que había sido lastrado también en diversos puntos y se sostenía por una última caña hueca de bambú. Llegaron a tierra justo en el punto señalado por Joyce. La orilla formaba un talud muy escarpado y la vegetación llegaba hasta el borde del agua. Escondieron el cable entre la maleza y se internaron unos diez metros en la selva. Joyce se encargó de instalar la batería y el manipulador.

– Estoy seguro, es allí, detrás de ese árbol rojizo, cuyas ramas caen en el agua -reiteró Shears.

– La cosa se presenta bien -dijo Warden-. El día prácticamente ha llegado a su fin y Joyce no ha sido descubierto. Lo habríamos visto desde aquí. Nadie se ha paseado por esa zona. Tampoco se observa demasiada agitación en torno al campamento. Los prisioneros partieron ayer.

– ¿Partieron ayer los prisioneros?

– Vi a una tropa considerable abandonando el campamento. La fiesta marcó sin duda el final de los trabajos, y estoy seguro de que los japoneses prefieren no tener aquí a hombres desocupados.

– Mejor así.

– Sólo quedan unos pocos. Creo que los lisiados incapaces de caminar… Entonces, Shears, quedamos en que se marchó…

– Sí, me fui. Allí no tenía nada que hacer y el alba estaba al caer. ¡Dios quiera que no lo descubran!

– Tiene el puñal -dijo Warden-… Todo irá bien. La noche está cayendo y el valle del río Kwai ya está a oscuras. Ya casi es imposible que se produzca un accidente.

– «Siempre» hay un accidente imprevisto, Warden. Lo sabe igual de bien que yo. Ignoro la razón oculta, pero nunca he visto un solo caso en que la acción se desarrolle siguiendo el plan establecido.

– Es cierto, yo también me he dado cuenta de ello.

– ¿Qué forma tomará esta vez «ese accidente»?… Bueno, me marché. Todavía guardaba en mis bolsillos una pequeña bolsa de arroz y una cantimplora de whisky, todo lo que quedaba de nuestras provisiones. Puse tanto cuidado en su transporte como con los detonadores. Echamos un trago cada uno y luego le di todo lo que tenía. Me aseguró por última vez que se sentía completamente capaz de hacerlo. Entonces, me fui y lo dejé solo.

IV

Shears escuchó el incesante murmullo que el río Kwai destilaba a través de la selva de Tailandia y se sintió extrañamente angustiado.

Esa mañana no pudo reconocer ni la intensidad ni el ritmo de aquella compañía continua de sus pensamientos y sus actos, compañía con la que ahora se había familiarizado. Permaneció durante un buen momento inmóvil e inquieto, con todas sus facultades en alerta. Otros factores indefinibles del ambiente material se revelaron poco a poco incomprensiblemente extraños.

Tenía la sensación de que ese entorno, ese hábitat que había penetrado en su ser, al cabo de una noche en el agua y una jornada sobre la cima de la montaña, había sufrido una transformación. Todo comenzó poco antes del amanecer. Primero sintió un inexplicable asombro, seguido de un desasosiego causado por una extraña impresión. Dicha impresión fue invadiendo gradualmente su ser consciente, por el camino de los sentidos ocultos, hasta transformarse en una idea, aún confusa, pero que buscaba desesperadamente una expresión cada vez más precisa. En las primeras luces del día, sólo era capaz de formularla con esta frase: «Hay algo que ha cambiado en la atmósfera que envuelve al puente y al río Kwai».

– Hay algo que ha cambiado…

Repitió esas palabras en voz baja. El sentido especial de la «atmósfera» no le engañaba casi nunca. Su malestar se fue agravando hasta convertirse en profunda desazón, que intentó disipar a base de razonamientos.

– Claro que hay algo que ha cambiado. Eso es natural. La música es diferente según el punto donde se escucha. Ahora me encuentro en el bosque, al pie de la montaña. El eco no es el mismo que sobre una cumbre o en el agua… Si esta misión continúa mucho tiempo más, voy a acabar escuchando voces…

Echó un vistazo a través de la vegetación, sin observar nada de particular. La luz del alba apenas iluminaba el río. La orilla opuesta aún no era más que una masa compacta y gris. Se obligó a sí mismo a pensar únicamente en el plan de batalla y en la posición de los diferentes grupos que esperaban el inicio de la acción. Ésta se anunciaba próxima. Había bajado durante la noche del punto de observación con cuatro partisanos, que se apostaron en los emplazamientos escogidos por Warden, no muy lejanos y ligeramente elevados respecto a la vía férrea. Por su parte, Warden permaneció arriba, acompañado de los otros dos tailandeses, junto a los morteros. Desde ese punto dominaba el escenario, también él presto a intervenir tras el gran golpe. Así lo había decidido Number One. Había conseguido convencer a su amigo de que se precisaba en cada puesto importante un jefe, un europeo, para tomar decisiones, en caso necesario. Es imposible prever todo y dar órdenes definitivas por adelantado. Warden acabó cediendo. En cuanto al tercer elemento, el más importante, toda la acción dependía de él. Joyce llevaba en su puesto más de veinticuatro horas, justo enfrente de Shears, esperando el tren. El convoy había salido por la noche de Bangkok. Un mensaje lo había anunciado.

– Hay algo que ha cambiado en la atmósfera…

En ese momento, el tailandés a cargo del fusil ametrallador también mostró signos de nerviosismo y se incorporó sobre las rodillas para examinar el río.

El desasosiego de Shears no se disipaba. La impresión seguía buscando en todo momento una expresión más precisa, al tiempo que se escurría de todo análisis. La mente de Shears se empleaba a fondo sobre ese irritante misterio.

El ruido ya no era el mismo; eso lo podía jurar. Un hombre de la profesión de Shears graba instintiva y muy rápidamente la sinfonía de los elementos naturales, cosa que ya le había resultado útil en dos o tres ocasiones. El borboteo de los remolinos, el peculiar chisporroteo de las moléculas de agua en contacto con la arena, el crujido de las ramas doblegadas por la corriente, todo ello junto componía esa mañana un concierto diferente, menos sonoro, o bien, sin lugar a dudas, menos sonoro que la víspera. Shears se preguntó seriamente si no estaba volviéndose loco, o si sus nervios no se encontraban en muy buen estado.

No era posible, sin embargo, que el tailandés se hubiera vuelto sordo al mismo tiempo. Además, la cosa no quedaba ahí. Súbitamente otro elemento de la impresión sobre sus sentidos se le apareció en la mente. El olor también era diferente. El olor del río Kwai no era el mismo esa mañana. Era un efluvio dominado por exhalaciones de fango húmedo, muy similar al percibido al borde de un estanque.

– ¡River Kwai down! [2]-exclamó repentinamente el tailandés.

Conforme la luz empezaba a desvelar los detalles de la orilla de enfrente, Shears tuvo una brusca revelación. El árbol, el gran árbol rojizo, tras el que se ocultaba Joyce: sus ramas ya no tocaban el agua. El río Kwai había bajado. Su nivel había descendido por la noche. ¿Cuánto? ¿Tal vez un pie? Ahora emergía ante el árbol, bajo el talud, una playa de cantos rodados, aún salpicados con gotas de agua, brillantes bajo la luz del sol naciente.

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[2] En inglés en el original. Demuestra el conocimiento rudimentario y telegráfico de este idioma por parte del tailandés, que emplea aquí la palabra «down» para indicar que el nivel del río ha bajado.(Nota del Traductor)