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El director, que había seguido con gran interés las palabras de Anne, empezó a chupar nervioso de su colilla echando el humo por la nariz.

– Ya sé -empezó Anne de nuevo- que esto suena a locura y estoy dispuesta a contarle todos los detalles de nuestra odisea, pero, por favor, dígame: ¿dónde está Kleiber?

Déruchette seguía sin responder. Empezó a encender ceremonioso un nuevo cigarrillo con la colilla y, cuando hubo terminado el procedimiento, levantó la vista y preguntó a su vez:

– ¿Cuándo dice usted que vio a Kleiber por última vez?

– Hoy hace una semana, en un pueblecito del norte de Grecia llamado Elasson. Desde entonces no tengo ningún rastro de él. Me temo que sus secuestradores lo hayan secuestrado por segunda vez.

– ¿Está usted segura?

Anne habría preferido darle unos cachetazos en la cara a esta persona antipática. Tenía la impresión de que no creía ninguna palabra de lo que ella estaba diciendo y retrasaba sádicamente la información. Habría podido llorar de rabia, pero se dio fuerzas y replicó amistosamente:

– Estoy incluso absolutamente segura. ¿Por qué lo pregunta?

Déruchette se quitó el cigarrillo de la comisura de la boca y Anne vio en ello una señal infalible para una respuesta muy importante. Finalmente, él dijo:

– Porque hace cinco años que Adrián Kleiber está muerto.

Hay momentos en que el entendimiento se resiste a comprender la realidad y reacciona de modo incompatible con los hechos. En la cabeza de Anne todo estaba revuelto. Retazos de recuerdos y pensamientos se cruzaban, se reproducían rápidamente en teorías absurdas, crecían hasta lo incomprensible y estallaban como pompas de jabón, dejando la espuma de una profunda perplejidad. Y así empezó Anne von Seydlitz a reírse a carcajadas; un ataque de risa agitaba su cuerpo; se levantó de un salto, chillaba y reía ahogadamente y seguía con los ojos a Déruchette, que se dirigió a una estantería adosada a la pared, donde estaban apilados los números antiguos de París Match.

Déruchette sacó una revista, la abrió y la sostuvo ante la cara de Anne, que todavía no se había calmado.

– ¿Acaso no hablamos de este Adrián Kleiber? -preguntó dudando debido a la reacción de la visitante.

Anne fijó la vista en un retrato en gran formato de Adrián. Abajo en media página, un cadáver en estado horrible, cuya mano izquierda sostenía una cámara tiroteada, y entre ambas fotografías, un pie de foto: «El reportero de París Match Adrián Kleiber, muerto en la guerra de Argelia».

Lanzando un grito Anne se dejó caer en el sofá, apretaba los puños cerrados contra la boca y miraba fijamente al suelo. Déruchette, que hasta ahora no se había tomado muy en serio la visita, se mostró compasivo, apagó su cigarrillo apretándolo, tomó asiento junto a Anne von Seydlitz y dijo:

– ¿Realmente lo ignoraba, madame?

Anne meneó la cabeza:

– Hasta hace un minuto habría jurado que nos habíamos visto hace una semana. Estuvimos juntos en América, lo liberé en Grecia de la prisión de sus secuestradores. ¿Quién, por la voluntad del cielo, era aquel hombre?

– Un bribón, madame. No existe otra explicación.

Luego (esto no lo dijo, sólo lo pensó), luego me acosté con un bribón. ¿Quién era aquel hombre?

Déruchette mostró un interés sincero. Tal vez olfateaba una historia extraordinaria, en cualquier caso ofreció a Anne su ayuda para esclarecer el asunto y dijo:

– Supongo, madame, que se halla en una situación personal incómoda. Quizá sufrió un duro golpe del destino y se encontraba en una depresión. Estas situaciones son las que, con preferencia, suelen aprovechar los pícaros; pues una persona en estado anormal pierde su capacidad crítica. Quiero decir que sería imaginable que usted en una de estas situaciones excepcionales hubiese reconocido como tal a un hombre que se acercó a usted afirmando que era Kleiber.

– No nos habíamos visto desde hacía diecisiete años -dijo Anne disculpándose-, pero tenía la misma apariencia física que Kleiber. Era Kleiber.

– ¡No puede haberlo sido, madame! -replicó impetuosamente Déruchette poniendo la mano en la página abierta de la revista-. ¡Tiene que resignarse!

Anne miró al director a la cara. El hombre, al que hacía unos momentos quería dar unos cachetazos, ganaba por momentos en simpatía.

– ¡Usted seguramente creyó: ahí viene una loca, y probablemente sigue opinando lo mismo, monsieur!

– ¡De ninguna manera! -replicó Déruchette-. La vida se compone de locuras. De esto vive nuestra revista. He aprendido a manejarlas y mi experiencia es que si se investiga a fondo estas locuras, se ve que no lo son tanto como al principio parecía, que sólo son el resultado de un proceso lógico.

Las palabras del director hicieron reflexionar a Anne von Seydlitz. Habría preferido contarle toda la historia; pero luego le vino a la mente que Déruchette para ella era un hombre completamente extraño y con su exceso de confianza iba a cometer el mismo fallo que había cometido con Kleiber. Por esto dejó que el hombre creyera que se trataba de una historia amorosa, nada más, y la siguiente pregunta confirmó que Déruchette no se imaginaba otra cosa:

– Usted debe aclararse, señora, a quién amó, a Kleiber o a la persona del desconocido. La cuestión de si se puede amar a un ser en la persona de otro ha sido tratada por muchos poetas y siempre con resultado negativo; pero esto no debe en absoluto influir en su decisión.

En este momento Anne von Seydlitz no podía decir por quién se sentía atraída. ¿Amaba a Kleiber o al hombre que se hacía pasar por Kleiber? Pero esta pregunta se le antojaba menos importante que la inesperada situación que surgía por el hecho de que Kleiber no era Kleiber.

¿Para quién trabajaba el falso Kleiber? ¿Había simulado sólo el secuestro y en realidad estaba al servicio de los órficos? Su desaparición sin dejar rastro lo indicaba. Cierto es que este falso Kleiber le robó el pergamino y todas las copias. Anne no sabía siquiera en qué consigna automática él había guardado los documentos. Le tenía confianza.

Ciertamente, a veces se había sorprendido de las respuestas curiosas que daba Kleiber a sus preguntas, pero luego se había dicho que siete [7] años son mucho tiempo y en tanto tiempo muchas cosas se olvidan.

– ¿Y usted no tiene idea de dónde se pueda encontrar el falso Kleiber, madame?

– Tenía una vivienda en la avenue Verdun. Pero ahora viven allí unos árabes.

– ¡Kleiber en la avenue Verdun! -Déruchette rió-. ¡Nunca en la vida habría vivido Kleiber en el Canal Saint Martin! Kleiber era un hombre que llevaba camisas hechas a medida por Yves St. Laurent y usaba maletas de Louis Vuittron; vivía en un apartamento del bulevar Haussmann, uno de los lugares más elegantes de París. ¿Qué quiere hacer ahora?

Anne von Seydlitz revolvió en su bolso y sacó un sobre de fósforos. Abrió la solapa y lo entregó a Déruchette. En el interior, escrito fugazmente a mano, podía leerse: Via Baullari 33 (Campo dei Fiori).

– No sé si esto es importante -observó Anne-, pero en una situación tan desesperada uno se agarra a cosas fútiles. «Kleiber» no sabe que yo tengo este sobre de fósforos. Se le cayó del bolsillo junto con su pañuelo. ¿Le dice a usted algo esta dirección? Evidentemente, italiana. Pero Italia es grande.

Déruchette examinó el escrito y devolvió el sobre a Anne:

– Sólo conozco un Campo dei Fiori y está en Roma. ¿Tenía Kleiber, quiero decir el falso Kleiber, contactos con Italia?

– No lo sé -replicó Anne-, pero por determinados motivos lo creo muy posible. -Junto con esta respuesta Anne se dio cuenta de que estaba confiando demasiado en Déruchette y, si no quería correr el riesgo de irse de la lengua, era ya hora de despedirse.

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[7] Tan pronto son siete como diecisiete (Nota del corrector)