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– Yo le tenía mucho cariño -dijo Dorian con una nota de tristeza en la voz-. Pero, ¿no dice la gente que lo han asesinado?

– Lo dicen algunos periódicos, pero a mí no me parece nada probable. Sé que hay lugares terribles en París, pero Basil no era el tipo de persona que va a esos sitios. No tenía curiosidad. Era su principal defecto.

– ¿Qué dirías, Harry, si te confesara que había asesinado a Basil? -dijo el más joven. Luego se lo quedó mirando fijamente.

– Diría, mi querido amigo, que tratas de representar un papel que no te va en absoluto. Todo delito es vulgar, de la misma manera que todo lo vulgar es delito. No está en tu naturaleza, Dorian, cometer un asesinato. Siento herir tu vanidad diciéndolo, pero te aseguro que es verdad. El crimen pertenece en exclusiva a las clases bajas. No se lo censuro ni por lo más remoto. Imagino que para ellos es como el arte para nosotros, una manera de procurarse sensaciones extraordinarias.

– ¿Una manera de procurarse sensaciones? ¿Crees, entonces, que una persona que una vez ha cometido un asesinato podría reincidir en el mismo delito? No me digas que eso es cierto.

– Cualquier cosa se convierte en placer si se hace con suficiente frecuencia -exclamó lord Henry, riendo-. Ése es uno de los secretos más importantes de la vida. Pero me parece, de todos modos, que el asesinato es siempre una equivocación. Nunca se debe hacer nada de lo que no se pueda hablar después de cenar. Pero vamos a olvidarnos del pobre Basil. Me gustaría poder creer que ha terminado de una manera tan romántica como tú sugieres, pero no puedo. Mi opinión, más bien, es que se cayó en el Sena desde la victoria de un autobús, y que el conductor echó tierra sobre el asunto para evitar el escándalo. Sí; imagino que fue así como acabó. Lo veo tumbado de espaldas bajo esas aguas de color verde mate con las pesadas barcazas pasándole por encima y con las algas enganchadas en el pelo. ¿Sabes? No creo que hubiera hecho en el futuro nada que mereciera la pena. Durante los últimos diez años su pintura había caído mucho.

Dorian dejó escapar un suspiro, y lord Henry cruzó la habitación y empezó a acariciar la cabeza de un curioso loro de Java, un ave de gran tamaño y plumaje gris, cresta y cola rojas, que se mantenía en equilibrio sobre una percha de bambú. Al tocarle aquellos dedos afilados, dejó caer la blanca espuma de sus párpados arrugados sobre ojos semejantes a cristales negros, y empezó a mecerse.

– Sí -continuó lord Henry, volviéndose y sacando un pañuelo del bolsillo-, pintaba cada vez peor. Era como si hubiera perdido algo. Probablemente un ideal. Cuando dejasteis de ser grandes amigos, Basil dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que os separó? Imagino que te aburría soberanamente. Si es así, nunca te lo perdonó. Es una costumbre que tienen las personas aburridas. Por cierto, ¿qué ha sido de aquel maravilloso retrato que te hizo? No creo haber vuelto a verlo desde que lo terminó. ¡Sí, claro! Hace años me dijiste, ahora lo recuerdo, que lo habías enviado a Selby y que se perdió o lo robaron por el camino. ¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué lástima! Era realmente una obra maestra. Recuerdo que quise comprarlo. Ojalá lo hubiera hecho. Pertenecía al mejor periodo de Basil. Desde entonces, su obra ha tenido esa mezcla curiosa de mala pintura y buenas intenciones que siempre da derecho a decir de alguien que es un artista británico representativo. ¿No publicaste anuncios para intentar recuperarlo? Deberías haberlo hecho.

– No lo recuerdo -dijo Dorian-. Supongo que lo hice. Pero lo cierto es que nunca me gustó de verdad. Siento haber posado para él. Su recuerdo me resulta odioso. ¿Por qué hablas de aquel retrato? Siempre me recordaba esos curiosos versos de alguna obra, creo que Hamlet… ¿cómo son, exactamente?

¿O eres como imagen de dolor,

como un rostro sin alma?

Sí: eso es lo que era.

Lord Henry se echó a reír.

– Si una persona trata la vida artísticamente, su cerebro es su alma -respondió, hundiéndose en un sillón. Dorian Gray movió la cabeza y extrajo del piano algunos acordes melancólicos.

– «Imagen de dolor» -repitió-, «rostro sin alma».

Su amigo de más edad se recostó en el sillón y lo contempló con los ojos medio cerrados.

– Por cierto, Dorian -dijo, después de una pausa-, «¿y qué aprovecha al hombre»…, ¿cómo acaba exactamente la cita?, «ganar todo el mundo y perder su alma [20]

El piano dejó escapar una nota desafinada y Dorian Gray, sobresaltado, se volvió a mirar a lord Henry. -¿Por qué me preguntas eso, Harry?

– Mi querido amigo -dijo lord Henry, alzando las cejas en un gesto de sorpresa-, te lo preguntaba porque te creía capaz de darme una respuesta. Eso es todo. Cuando iba por el Parque este último domingo, me encontré, cerca de Marble Arch, un grupito de gente mal vestida escuchando a un vulgar predicador callejero. Cuando pasaba por delante, oí cómo aquel hombre le gritaba esa pregunta a su público. Todo ello me pareció bastante dramático. En Londres abundan los efectos curiosos como ése. Un domingo lluvioso, un vulgar cristiano con un impermeable, un círculo de blancos rostros enfermizos bajo un techo desigual de paraguas goteantes, y una frase maravillosa lanzada al aire por unos labios histéricos y una voz chillona…, estuvo bastante bien, a su manera: toda una sugerencia. Se me ocurrió decirle al profeta que el Arte sí tiene un alma, pero no el ser humano. Mucho me temo, de todos modos, que no me hubiera entendido.

– No digas eso, Harry. El alma es una terrible realidad. Se puede comprar y vender, y hasta hacer trueques con ella. Se la puede envenenar o alcanzar la perfección. Todos y cada uno de nosotros tenemos un alma. Lo sé muy bien.

– ¿Estás seguro, Dorian?

– Completamente seguro.

– ¡Ah! entonces tiene que ser una ilusión. Las cosas de las que uno está completamente seguro nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe y la lección del romanticismo. ¡Qué aire más solemne! No te pongas tan serio. ¿Qué tenemos tú y yo que ver con las supersticiones de nuestra época? No; nosotros hemos renunciado a creer en el alma. Toca un nocturno para mí, Dorian, y, mientras tocas, dime, en voz baja, cómo has hecho para conservar la juventud. Has de tener algún secreto. Sólo te llevo diez años, pero tengo arrugas y estoy gastado y amarillo. Tú eres realmente admirable, Dorian. Nunca me has parecido tan encantador como esta noche. Haces que recuerde el día en que te conocí. Eras bastante impertinente, muy tímido y absolutamente extraordinario. Has cambiado, por supuesto, pero tu aspecto no. Me gustaría que me dijeras tu secreto. Haría cualquier cosa para recuperar la juventud, excepto ejercicio, levantarme pronto o ser respetable… ¡Juventud! No hay nada como la juventud. Es absurdo hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones escucho con respeto son las de personas mucho más jóvenes que yo. Parecen ir por delante de mí. La vida les ha revelado sus maravillas más recientes. En cuanto a las personas de edad, siempre les llevo la contraria. Lo hago por principio. Si les pides su opinión sobre algo que sucedió ayer, te dan con toda solemnidad las opiniones que corrían en 1820, cuando la gente llevaba medias altas, creía en todo y no sabían absolutamente nada. ¡Qué hermoso es eso que estás tocando! Me pregunto si Chopin lo escribió en Mallorca, con el mar llorando alrededor de la villa donde vivía, y con gotas de agua salada golpeando los cristales. ¡Maravillosamente romántico! ¡Es una bendición que todavía nos quede un arte no imitativo! No te detengas. Esta noche necesito música. Me pareces el joven Apolo, y yo soy Marsias, escuchándote. Tengo mis propios sufrimientos, Dorian, de los que ni siquiera tú estás enterado. La tragedia de la ancianidad no es ser viejo, sino joven. A veces me sorprende mi propia sinceridad. ¡Ah, Dorian, qué feliz eres! ¡Qué vida tan exquisita la tuya! Has bebido hasta saciarte de todos los placeres. Has saboreado las uvas más maduras. Nada se te ha ocultado. Y todo ello no ha sido para ti más que unos compases musicales. Nada te ha echado a perder. Sigues siendo el mismo.