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Un rostro arrebolado. De pronto Ana sentía fiebre, mareos. ¿Por qué Ned pensaba que su trance le importaría tanto a Ricardo? ¿Y por qué hablaba con ese tono juguetón, incluso aprobatorio?

– Ricardo… ¿todavía piensa en mí?

– En ocasiones, creo -dijo él secamente.

– ¿Y qué piensa? ¿Qué piensa de la traición de mi padre? Ricardo lo amaba, ¿sabéis? Pero si mi padre hubiera triunfado en Barnet, Ricardo estaría muerto y yo… un día habría sido reina, la reina de Lancaster… -Estaba perdiendo el control, pero logró articular la palabra «reina» como si le quemara la boca.

Le había dicho más sobre el año anterior de lo que él deseaba saber.

– No, Ana. No, pequeña.

Él le besó la frente y sacó un pañuelo del jubón. Ella se estaba enjugando las lágrimas con el blasón finamente bordado de una Rose-en-Soleil cuando él la llamó desde la ventana abierta.

– Ah, al fin. Ven aquí, querida.

Ana lo entendió aun antes de llegar a la ventana y aferrar el marco para mirar el jardín del priorato. Él iba montado en un rebelde caballo castaño y reía. Alzó la vista, sin saber, y ella pensó que habría podido ser español de no haber sido por los brillantes ojos del color del cielo. Cabello renegrido y rostro curtido por el sol. El moreno de una familia rubia. Su primo Ricardo. La última vez que lo había visto, no había habido risas entre ellos, sólo silencio. Pero ahora se reía, en el patio de Coventry, impartiendo órdenes con la seguridad nacida de su cuna y de una notable victoria obtenida sólo siete días atrás. Y Yorkshire… ¿qué podían significar para él Yorkshire y Middleham ahora?

Ana se apartó de la ventana. Transcurrieron diez lentos minutos. Y de pronto Ricardo apareció, de pie en la puerta, con un saludo congelado en los labios y con ojos sólo para Ana.

Eduardo sonrió.

– Dickon, creo que olvidé decirte que éste era el día en que Stanley traería a Coventry a la ramera francesa… y a nuestra bonita prima, Ana Neville. -No se quedó; tenía un sentido del dramatismo demasiado afinado y un sentido de la oportunidad innato e instintivo-. Bien, muchacho, creo que me necesitas aquí tanto como Egipto necesitaba las diez plagas.

Tras la puerta cerrada resonó el eco de sus carcajadas.

Ricardo se acercó rápidamente a Ana. Ansiaba estrecharla en sus brazos, pero se limitó a un beso de primo; sus labios apenas rozaron la comisura de la boca.

– Bienvenida a casa, Ana.

Repetía sin saberlo el saludo de su hermano, pero nadie había pronunciado ese nombre como Ricardo, como una acariciante palabra de afecto. Ana se delató con su rubor, pero no dijo nada; no confiaba en su voz. Una vez, años atrás, había aceptado el reto infantil de Francis Lovell y había bebido dos copas de borgoña en rápida sucesión. Ahora se sentía igual, mareada y achispada, el rostro inflamado, las manos heladas. ¡Cuán grises eran los ojos de Ricardo! Sin embargo, ella siempre los había recordado como azules. No podía creer que él estuviera allí, que pudiera tocarlo. Sólo tenía que estirar el brazo. Pero diecinueve meses… Diecinueve meses era una vida; para ambos, una vida.

Ricardo titubeó. También él estaba desconcertado por esa cercanía, después de tantos meses, y por su persistente silencio. No había pensado que el reencuentro sería así. Ella parecía temerosa… Pero no podía tener miedo de él. Esa idea le resultaba intolerable, pero a continuación pensó algo peor. ¿Y si ella había aprendido a amar al apuesto hijo de Margarita? ¿Ella lloraba a Lancaster? ¿Era por él que vestía de luto?

– Lamento de veras la muerte de tu padre, Ana. Yo nunca lo habría permitido.

Ella inclinó la cabeza. Sabía eso con la misma certeza que sabía que el sol despuntaría cada mañana en el este, que Su Santidad el papa era infalible y que la ambición, más que ningún pecado denunciado por la Santa Iglesia, llevaba a los hombres a la ruina.

Desconocidos, pensó Ricardo a su pesar; era como si de pronto fueran desconocidos. Retrocedió, evaluándola. Estaba más alta que la última vez, y más rellena, con curvas en lugares que antes eran chatos, y un rubor agraciado; pero demasiado crispada, demasiado flaca, y la sortija de boda era de un brillo cegador y blasfemo contra la oscuridad de su vestido de luto. Cabizbaja, le miraba la espada que le colgaba de la cadera. ¿Acaso la imaginaba empapada con la sangre de Barnet y Tewkesbury?

– Ana, nunca te he mentido y no te mentiré ahora. No lamento la muerte de Lancaster. Si aquella mañana nos hubiéramos enfrentado en combate, habría hecho todo lo posible por quitarle la vida con mis propias manos. Pero lamento profundamente el pesar que su muerte te pueda haber causado.

– ¿Pesar?

Ana lo miró boquiabierta. ¿Pesar? ¿Por Lancaster? ¡Virgen santa, Ricardo no podía creer que ella amaba a Lancaster, que había ido a su lecho voluntariamente!

– ¡Oh, no, Ricardo! -Tras pronunciar su nombre sintió la necesidad de repetirlo, como para demostrar que podía decirlo, después de un año de silencio forzado, un año en que a menudo había oído ese nombre escupido como un insulto-. Ricardo, ¿quieres saber cómo me sentí cuando me dijeron que había muerto?

Se le había acercado, o quizá él se había acercado, pero ya nada los separaba. Él asintió tensamente.

– Sólo podría contártelo a ti… sólo a ti -murmuró ella-. A nadie más, pues es una confesión vergonzosamente cruel e impiadosa. Verás, Ricardo, yo estaba contenta. Estaba tan contenta…

Él no respondió de inmediato, y le acarició la curva de la mejilla con dedos frescos y delicados.

– Habría dado todo lo que tengo por oírte decir esas palabras -dijo, y para ella la habitación se difuminó en un deslumbrante resplandor de luz brumosa.

Tan cerca estaban que él veía la sombra que arrojaban las pestañas; eran doradas en las raíces, y temblaban contra la mejilla cuando él le besó los labios con gran delicadeza, aunque no en un beso de primo.

2

Coventry. Mayo de 1471

Como Coventry no gozaba de la simpatía del rey, pues había ayudado a Warwick durante su rebelión, el prior Deram y el alcalde Bette habían resuelto honrar al resentido soberano con una generosa hospitalidad que lo predispusiera mejor hacia la ciudad. Habían programado un suntuoso banquete para ese domingo en Santa María, a expensas de la ciudad, pero ese sábado al mediodía era el turno del prior. El festín que se ofreció a los señores yorkistas en el salón del prior era impresionante, aun para un amante del boato como Eduardo, y Will Hastings halagó inconmensurablemente al prior cuando juró que ni siquiera Luis de la Gruuthuse, señor de Brujas, había puesto una mesa tan fina.

Will no exageraba. En vez de la habitual comida de dos platos, consistentes en tres o cuatro fuentes cada uno, les sirvieron cuatro platos de cinco fuentes, en bandejas laminadas de oro. Como era sábado, no podían comer carne, pero los cocineros del prior habían preparado varios platos de pescado que tentarían el apetito más ahíto: marsopa, lucio relleno con castañas, anguila asada, esturión horneado en un «ataúd» con pasas, canela y jengibre. Azúcar, en vez de miel, para endulzar, y las copas de vino se mantenían llenas de vernaccia, hipocrás y malvasía, y la conclusión de cada plato era agraciada con la aparición de una compleja «sutileza» azucarada, con esculturas de unicornios, San Jorge matando al dragón y las rosas blancas de York.

Will lo había disfrutado muchísimo, aunque su mayor placer había derivado de su gusto por la diversión maliciosa, más que de los platos muy sazonados. Su diversión comenzó cuando Ricardo llevó a la mesa del rey a una muchacha que estaba contaminada de traición, por sangre y por matrimonio. Will tuvo que contener las carcajadas ante el desconcierto del camarero encargado ríe acomodar a sus rancios huéspedes. A pesar de su azoramiento, no puso el menor reparo cuando el duque de Gloucester exigió que lady Ana se sentara a su izquierda, aunque así desbarató la disposición de los comensales. A esas alturas todos veían que Ricardo recibía los rayos más brillantes del Sol de York. Eso no le causaba tanta gracia a Will, pero esperaba que con el tiempo aprendería a convivir con ello.