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Gente así abundaba adonde quiera que fuese. El chico intentó controlar la creciente sensación de rabia que le invadía. Los tipos que disfrutaban con la desgracia ajena eran como las cucarachas, tanto daba deshacerse de ellas, siempre habría cientos dispuestas a ocupar su lugar.

Mamoru pudo sentir el rencor contra quien fuera que hubiese invertido su tiempo y energía en resaltar lo que, en realidad, no era más que una breve noticia de relleno. El graciosillo se había tomado la molestia de hacer el siguiente montaje: recortar el artículo línea por línea; pegar los recortes dejando el interlineado necesario para ocupar todo el espacio; y subrayar el nombre y apellido del tío de Mamoru.

Lo mismo sucedió en Hirakawa cuando el delito cometido por su padre salió a la luz. A diferencia de la gran ciudad, los casos criminales eran poco frecuentes allí y ocurrían de forma muy esporádica. Y en lugares tan tranquilos, el menor escándalo cobraba demasiada importancia y dejaba estigmas que el tiempo difícilmente borraría. De hecho, Mamoru se convirtió en objeto de todo tipo de rumores y calumnias hasta que su madre falleció y él se marchó de la ciudad. Era conocido como «el retoño del canalla Toshio Kusaka». De ahí que la sorpresa que acababa de llevarse en el aula resultara tan amarga, no tanto por el acto en sí, sino porque estaba a punto de sufrir la misma pesadilla. Y Mamoru se hacía una idea muy clara de quién podía estar detrás de todo aquello.

Las escuelas públicas eran bastante permisivas en materia de puntualidad. Era como si dieran por sentado que, inevitablemente, una determinada cuota del alumnado llegaría tarde a clase cada día. Kunihiko Miura era aficionado a esta práctica y, de hecho, no apareció en clase hasta poco antes de que sonara el timbre que anunciaba el fin de la misma. Abrió la puerta que quedaba al fondo del aula, entró a paso lento y se tomó su tiempo para elegir un pupitre en el que sentarse.

Mamoru no se volvió para mirarlo, pero sabía que Miura lo observaba. Era alto, atlético, el típico chico que se detenía frente a cada escaparate para comprobar que llevaba bien el pelo. Conducía una moto, una 400cc, sobre la que alardeaba de pasear una chica nueva cada mes aproximadamente. Incapaz de ignorar los ojos que se le clavaban en la espalda, Mamoru se dio la vuelta. En cuanto sus miradas se encontraron, Miura esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Otros holgazanes que se acomodaban al fondo de la clase rieron con disimulo.

Había sido Miura. De eso no cabía la menor duda.

Miura y sus amigos tenían la edad mental de unos niños de diez. «Igual que los chicos de Hirakawa», reflexionó Mamoru.

– ¡Miura, elija de una vez su asiento! -increpó el profesor, plantado frente a la pizarra, que gesticulaba con el libro de inglés en la mano.

Se trataba del tutor de la clase. A Mamoru le consternaba que hubiesen asignado al señor Nozaki, más conocido entre los alumnos por el apodo de señor Nonashi [2]. Ese hombre era incapaz de imponer su autoridad. De hecho, al entrar en el aula, se contentó con dedicar un leve vistazo a las acusaciones formuladas en la pizarra y, sin pedir cuentas a nadie, las borró y abrió su libro.

Sin alterar lo más mínimo la expresión de indiferencia de la cara, el señor Nonashi, añadió:

– ¡Kusaka, mantenga la vista al frente!

Y a aquello le siguieron más risitas desde la parte trasera del aula.

* * *

– Pero ¿qué es esto? ¿Se puede ser más imbécil?

Una vez acabó la primera clase, una de las compañeras de clase de Mamoru, una alegre chica que respondía al nombre de Anego [3], arrancó el insultante papel del tablón. Conforme lo estrujaba y tiraba a la papelera, lanzó una mirada de soslayo a Miura. El chico hizo caso omiso y siguió charlando con sus amigos que se apostaban contra las repisas de las ventanas.

La relación entre Mamoru y Miura empezó con muy mal pie nada más arrancar el año lectivo. Por más que el detonante de la discordia consistiera en un asunto bastante trivial, Mamoru se arrepentía de no haberse quedado al margen en su momento. Tenía que ver con cierta chica de la clase contigua cuya deslumbrante belleza era reconocida por todo el instituto. Mamoru se había cruzado una vez con ella y pudo comprobar con sus propios ojos que su reputación le hacía justicia.

Todo empezó un día de finales de abril, después de las clases. La chica había extraviado su cartera y no lograba encontrarla. Cuando tales casos se daban, el alumno debía dar parte al bedel y marcharse a casa. Dado que la cartera perdida contenía las llaves tanto de su taquilla como de su bicicleta, la joven decidió regresar a casa andando y traer una llave de repuesto al día siguiente. En ese preciso instante, Miura y su pandilla pasaron por allí. El chico se empeñó en llevarla a casa en su motocicleta.

Pero resultaba que aquella chica no era de las que se montaban en una moto sin pensárselo dos veces. Al contrario, era más bien tímida, obediente y responsable; el tipo de chica que prefería montar en bicicleta e ir al cine -siempre que tuviera el permiso de sus padres, eso sí- a pasear en moto o salir por discotecas. No resultó extraño, pues, que visiblemente asustada, declinara la oferta. Miura, que no estaba dispuesto a recibir un no como respuesta, la exhortó a que lo esperara allí mismo mientras iba a buscar su moto; dicho lo cual, se marchó apresurado, con una sonrisa triunfal en la cara.

Mamoru había presenciado parte de la escena, y se percató de que la chica se había quedado petrificada y estaba a punto de echarse a llorar. Temía las represalias del chico si lo dejaba plantado. Mamoru, por su parte, se ofreció a abrir el candado de la bicicleta de la joven. Así, ella podría fingir haber encontrado su cartera y escabullirse de allí.

– ¿De verdad puedes hacerlo? -preguntó la chica cargada de esperanzas.

– Bueno, creo que los candados de las bicicletas son bastante endebles -respondió él con aire inocente para no aparentar ser un profesional del hurto. Cuando Miura volvió, quedó en evidencia delante de todos al encontrar a la chica acomodada en su sillín y lista para partir.

Mamoru desconocía quién podría haberle delatado y, en realidad, poco le importaba. Sin embargo, bastaron un par de días para que el rumor del incidente se extendiera como un reguero de pólvora por la clase. Lo cierto era que Miura ya no lo miraba sino con un destello diabólico en los ojos, o eso le parecía. Al cabo de dos semanas, cuando los alumnos rellenaban las fichas con sus datos personales, alguien vio que el apellido de Mamoru no coincidía con el de sus tutores legales. El rumor se extendió. Miura no iba a desaprovechar el hallazgo y empezó a urdir un plan para vengarse de su rival. En menos de una semana, había conseguido destapar la historia de Toshio Kusaka y propagado la infamia. Mamoru quedó asqueado por la retorcida energía que el chivato derrochaba en su innoble empresa.

Una mañana, al llegar a clase, encontró el viejo refrán «De casta le viene al galgo» garabateado en la superficie de su pupitre. Mamoru había anticipado una sucia jugada como aquella e incluso estuvo preparándose para encararla lo mejor posible. Fue en vano: se quedó de piedra al encontrar semejante abyección ante sus ojos.

En aquella ocasión, la ingeniosa Anego lo sacó del apuro al avisar al conserje del colegio y hacerse con un frasco de aguarrás. Mamoru se enteró de que el verdadero nombre de su bienhechora era Saori Tokida.

– Puedes llamarme Anego, como los demás. ¡Después de todo, mis padres me pusieron el nombre sin ni siquiera consultarme! -rió ante su propio comentario.

En cuanto Anego retiró el recorte de prensa del tablón, se acercó a Mamoru y se desplomó sobre la silla que quedaba a su lado. Una sombría expresión oscureció su fino rostro salpicado de pecas.

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[2] Literalmente «incompetente» (N. de la T.)

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[3] Literalmente «hermana mayor» (N. de la T.)