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En el interior, sobre una capa de algodón amarillo claro, había una oreja cortada. En el lóbulo había un extraño pendiente en forma de cruz que tenía en el centro un pequeño brillante, que recibía la luz del sol y la devolvía multiplicada en colores.

Maureen lo reconoció de inmediato.

«De una persona de Estados Unidos», había dicho el chino.

Maureen recordó las palabras que pronunció Cesar Whong la tarde que hicieron aquel breve paseo en coche, cuando le aseguró la inocencia de su hijo y le rogó que lo ayudara a demostrarla.

«Le garantizo que de algún modo sabré pagar mi deuda. Todavía no sé cómo, pero le garantizo que lo haré.»

Se quedó mirando sin emoción esa prueba macabra. William Roscoe, la noche de su muerte, afirmó que lo único que puede volvernos superiores a Dios es la justicia. Maureen ignoraba si Jordan, poco antes de agredirle, había oído sus últimas palabras en cuanto al futuro de Julius Whong.

«Habrá un hombre muy profesional que se encargará de él…»

Si había comprendido el sentido, no lo había dado a entender, y lo mismo había hecho Maureen. Existía también una justicia humana, de la que ella y Jordan habían sido el jurado. Sería el tercer secreto que los uniría. Si un día tuvieran cuentas que saldar con sus conciencias, ya lo harían a su debido tiempo.

Sin dejar la caja, que aún sostenía en la mano, Maureen fue a arrojar el contenido en el váter y vació la cisterna. Se cercioró de que el recuerdo de ese ser infame que había sido Arben Gallani estuviera viajando, en aquel momento, por donde le correspondía: las cloacas de Roma.

Luego cogió el sobre marrón que había dejado sobre un mueble, y subió la escalera que iba a la planta superior. Abrió la puerta corredera que dejaba ver los tejados hasta donde alcanzaba la vista y luego se dirigió hacia el equipo de música. Cogió el último CD de Connor y se quedó un momento observando aquel rostro de ojos intensos que la miraba desde el pequeño recuadro colorido de la cubierta.

Las mentiras de la oscuridad.

Pero ahora la oscuridad había terminado. Ignoraba hasta cuándo, pero la vida era también eso. No saber cómo, dónde y cuándo. Sacó del sobre el estuche del disco que acababa de recibir y lo abrió. En la superficie brillante había escritas solo dos palabras con un rotulador indeleble negro.

«Bajo el agua»

Maureen

Encendió el lector e introdujo el disco en la bandeja. Volvió a cerrar y pulsó la tecla PLAY.

Era una demo, concisa y esencial y por ello todavía más emocionante. Una canción que se bastaba a sí misma, que no merecía ser sepultada bajo un arreglo cualquiera.

Se oyeron algunos compases de cuerdas, un suave arpegio de guitarra y luego, sobre esa base melódica, el violín de Connor comenzó a moverse con la elegancia y la energía de un patinador sobre el hielo, dibujando volutas en el aire con la melodía y dejando marcas con la hoja de los patines sobre la superficie brillante.

Y al fin su voz, un cuchillo afilado de dolor y de alegría del cual no se podía saber cuál era el filo y cuál la punta. Maureen fue absorbida por la mágica sensación del secreto, dado que esa canción, desconocida para el resto del mundo, era de su exclusiva propiedad, no porque ella poseyera el único ejemplar, sino porque había sido escrita solo para ella.

Tú que bajo el agua has nacido y que has estado largos meses bailando lenta voluble y sola en tu líquida y clara moviola y ahora caminas escondida en ese tu seco dolor pensando que oculto bajo el agua has dejado tu corazón y quizá ni siquiera sabes que bastaría un minuto para convertir esa nada en un hecho consumado pensando que bajo el agua donde no hay color una brillante burbuja de aire te espera para dar aliento a tu amor que ha estado allí escondido que nunca se ha rendido en su minúsculo resplandor también bajo el agua va como una lámpara encendida para ti que estás bajo el agua cuando ya no creas más.

Al comprender el sentido de esas palabras, en lugar de lágrimas apareció en sus labios una tierna sonrisa.

Se sentó en el sillón de mimbre frente a la puerta corredera y ahuecó los almohadones para estar más cómoda. Se dejó envolver por la música y se abandonó a la voz y al recuerdo, segura de que, le sucediera lo que sucediese a partir de ese momento, nadie podría robarle la enorme riqueza que había tenido. Se quedó frente a ese crepúsculo triunfal que incendiaba el cielo de Roma; esperaría lo que debía venir, como todos insegura, con la única ayuda de lo que había aprendido y que ahora podía afrontar.

Maureen Martini cerró los ojos y pensó que la oscuridad y la espera tienen el mismo color.

Agradecimientos

Debo iniciar los agradecimientos citando a dos personas extraordinarias, Pietro Bartocci y su esposa, la doctora Mary Elacqua, del hospital Samaritan de Troy. Sin ellos la gestación de esta novela habría sido mucho más difícil, yo habría tenido una estancia mucho más ingrata en Estados Unidos, no habría aprendido cuánto puede picotear un papagayo de Nueva Inglaterra y sobre todo no habría podido dar un nuevo sentido a la palabra «amistad».

A ellos quisiera sumar:

Andrea Borio, cocinero exquisito, amistosamente apodado «Cow Borio» por haber logrado llevar un cocido mixto a la piamontesa al centro de Manhattan;

la doctora Victoria Smith, excepcional quiropráctica y deliciosa persona, que durante mi permanencia en Nueva York enderezó mi destrozada espalda;

todos los miembros del staff de Via della Pace y las demás adorables personas a las que he conocido en Estados Unidos, con una promesa: quizá en este momento no recuerdo el nombre de todos, pero sus rostros están grabados de manera indeleble en mi memoria.

Además, en cuanto a la parte científica quisiera mencionar al doctor Gianni Miroglio, médico y amigo de siempre, y al doctor Bartolomeo Marino, jefe de Cirugía del Hospital Civil de Asti, a los que se suma la polifacética doctora Rossella Franco, anestesista y reanimadora del Hospital Civil S. Andrea de La Spezia.

Un particular agradecimiento al doctor Carlo Vanetti, microcirujano ocular de Milán, miembro de la ASCRS (American Society of Cataract and Refractive Surgery), y al profesor Giulio Cossu, director del Instituto de Investigación para las Células Estaminales del Instituto Científico S. Raffaele de Milán, que se han mostrado, como dice el poeta, pujantes y pacientes. *

Gracias también a la doctora Laura Arghittu, responsable de las relaciones con los medios de la Dirección y Comunicación de Desarrollo para la Fundación S. Raffaele del Monte Tabor, que ha mediado con gran savoir faire el asalto de un escritor ansioso.

Una afectuosa y grandiosa mención merece además la doctora Annamaria di Paolo, jefa de la Policía del Estado, cuya ayuda ha sido indispensable para el argumento y las pruebas e impagable por su amistad y su apoyo.

En lo que respecta al consolidado grupo de trabajo que sustenta mi actividad de autor, debo recordar in primis a Alessandro Dalai, hombre de gran ingenio y apoyo, al que debo añadir:

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* Se refiere a la «Oda al Piamonte», de Giosuè Carducci, poeta italiano galardonado en 1906 con el premio Nobel de literatura. (N. de la T.)