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– No te hablo de un rasguño, mamá, ¡te hablo del día que estuve a punto de morir por tu culpa! Y de todos estos años en que me hice a la idea de que no valía nada, porque no te habías molestado en salvarme, todos estos años me he esforzado en no amar a la gente que podía amarme, que podría encontrarme formidable, porque pensaba que yo no merecía la pena, todos estos años perdidos manteniéndome al margen de la vida ¡te los debo a ti!

– Mi pobre niña, darle vueltas todavía a recuerdos de la infancia ¡es lamentable!

– Quizás, pero es durante la infancia cuando nos construimos, cuando nos hacemos una imagen de nosotros mismos y de la vida que nos espera.

– ¡Ay, ay, ay! ¡Menudo sentido de la tragedia! Conviertes un pequeño acontecimiento en un drama. Siempre has sido así. Terca, hostil, adusta.

– ¿Adusta, yo?

– Sí. No realizada. Con un maridito, un pisito en un barrio medio, un trabajito, una vida mediocre… Tu hermana te sacó de ahí dándote la ocasión de escribir un libro, de conocer el éxito, ¡y tú ni siquiera se lo agradeces!

– ¿Acaso debería estar agradecida a Iris?

– Sí. Eso creo. Te ha cambiado la vida…

– Soy yo la que he cambiado mi vida. No Iris. Con el libro sólo me devolvió lo que ella, lo que tú, me habíais quitado ese día. No estoy muerta, en efecto, ¡he sobrevivido a vosotras! Y lo que casi me destruyó hace mucho tiempo es lo que hoy me da fuerzas. Me han hecho falta años y años para salir de las olas, años y años para recuperar el aliento, el uso de mis brazos, de mis piernas y volver a avanzar, y eso no se lo debo a nadie. ¿Me oyes? ¡A nadie más que a mí! No te debo nada, no le debo nada a Iris, y si estoy viva, si he podido comprarme este hermoso piso y la vida que llevo hoy, ha sido gracias a mí. ¡A mí sola! Y por eso nosotras ya no nos vemos. Estamos en paz. No es odio, ya ves, el odio es un sentimiento. Y yo no experimento ningún sentimiento hacia ti.

– ¡Muy bien! ¡Perfecto! Al menos, ahora las cosas están claras. Has vaciado tu carga de calumnias, tu carga de horrores, has acusado de todos tus fracasos pasados a la misma que te dio la vida, que luchó para que tuvieses una buena educación, para que no te faltara de nada… ¿Estás satisfecha?

Joséphine estaba agotada. Lloraba a moco tendido. Tenía ocho años y el agua salada de su madre la devolvía al mar. Su madre la miraba llorar encogiéndose de hombros, retorciendo su larga nariz en una mueca de asco, por lo que ella llamaba seguramente una exposición vergonzosa de sentimientos nauseabundos.

Había llorado mucho tiempo, mucho tiempo sin que su madre tendiese una mano hacia ella. Iris había vuelto, había dicho: «Pero bueno…, ¡menudas caras que tenéis!». Habían cenado sobre la mesa de la cocina, hablando de la desidia general, de la criminalidad que no dejaba de aumentar, del clima que se deterioraba, de la calidad que se perdía y de los jerséis de cachemir de Bompard que ya no eran los de antes.

Por la noche, al acostarse, Joséphine seguía con una sensación de ahogo. No conseguía respirar. Estaba sentada sobre la cama. Buscaba el aire, se asfixiaba, estaba rodeada de olas de angustia. Necesito que me pase algo en la vida. No puedo continuar así. Necesito luz, necesito esperanza. Había entrado en el cuarto de baño, se había mojado los párpados hinchados con agua fría, y había mirado su rostro abotargado en el espejo. En el fondo de su mirada había un brillo de vida. No era la mirada de una víctima. Ni de una muerta. Durante mucho tiempo había creído que estaba muerta. No estaba muerta. Los hombres siempre creen que lo que les sucede es mortal. Olvidan simplemente que eso forma parte de la vida.

Se había fugado como quien salva la piel. Había llamado a su editor inglés y se había marchado a Londres.

Oyó el anuncio de que el tren iba a entrar en el túnel. Veinticinco minutos de travesía bajo La Mancha. Veinticinco minutos en la oscuridad. Algunos pasajeros se estremecieron e hicieron comentarios. Sonrió pensando que ella estaba empezando a salir del túnel.

* * *

El hotel se llamaba Julie's y se encontraba en el 135 de Portland Road. Un hotelito «nice and cosy», [20] había subrayado Edward Thundleford, su editor. «No será muy caro, espero», había murmurado Joséphine, un poco incómoda de plantear esa pregunta. «Pero señora Cortès, es usted mi invitada, me siento muy feliz de conocerla, me ha gustado mucho su novela y estoy orgulloso de publicarla».

Tenía razón. El Julie's se parecía a una caja de caramelos ingleses. En la planta baja había un restaurante acidulado, y en el piso de arriba una decena de habitaciones beige y rosa, con una gruesa moqueta de flores, y cortinas mullidas como edredones. El libro de huéspedes señalaba el paso de Gwyneth Paltrow, Robbie Williams, Naomi Campbell, U2, Colin Firth, Kate Moss, Val Kilmer, Sheryl Crow, Kylie Minogue y otros que Joséphine no conocía. Se tumbó sobre la colcha roja de la cama y se dijo que la vida era bella. Que iba a quedarse en esa lujosa habitación y no saldría nunca más. Pedir té, tostadas, mermelada, meterse en la bañera antigua de pies esculpidos en forma de delfín, y relajarse. Aprovechar. Contarse los dedos de los pies, meterse debajo de la colcha, inventar historias a partir de los ruidos que se filtran de las otras habitaciones, construir parejas, discusiones, abrazos.

¿Vivirá Philippe lejos de aquí? Qué idiotez: tengo su teléfono, pero no su dirección. Londres le había parecido siempre una ciudad tan extensa que se sentía perdida. Nunca había hecho el esfuerzo de aprender su geografía. Podría preguntarle a Shirley dónde vive e ir a rondar por su barrio. Ahogó una risa. Menuda pinta tendría. Iré primero a ver a Hortense. El señor Thundleford había precisado que había un autobús, el 94, que la llevaría directa a Piccadilly.

– ¡Pero si es donde está la escuela de mi hija!

– Pues bien, no estará lejos y el trayecto es muy agradable, bordea el parque durante un buen rato…

La primera noche permaneció en su habitación, cenó frente a un jardín exuberante, lleno de voluminosas rosas que se inclinaban sobre el marco de las ventanas, caminó descalza sobre el parqué oscuro del cuarto de baño antes de hundirse en un agua perfumada. Probó todos los jabones, todos los champús, acondicionadores, cremas para el cuerpo, peelings y bálsamos nutritivos y, con la piel suave y rosada, abrió la gran cama, se metió bajo las sábanas, y permaneció un largo instante contemplando el techo de madera tallada. He hecho bien viniendo aquí, me siento como nueva, reconstruida. He dejado a la vieja Jo en París. Mañana iré a darle una sorpresa a Hortense y la esperaré a la salida de clase. Me plantaré en el hall y buscaré su esbelta silueta. Mi corazón dará un salto al ver una cabellera cobriza y la dejaré pasar ante mí sin abordarla si está acompañada, para no incomodarla. Las clases son por la mañana, estaré allí a mediodía.

El encuentro no ocurrió exactamente así. Joséphine llegó en efecto puntuaclass="underline" a las doce y tres estaba en el enorme vestíbulo de Saint Martin's. Salían grupos de alumnos, cargados con pesadas carpetas, intercambiando frases a medias, dándose golpes con el hombro para despedirse. Ni rastro de Hortense. Sobre la una, al no ver a su hija, Joséphine se acercó al mostrador de recepción, y preguntó a una gruesa mujer negra si conocía a Hortense Cortès y si sabía, por casualidad, a qué hora terminaba sus clases.

– ¿Es usted de la familia? -preguntó la mujer lanzando una mirada de sospecha.

– Soy su madre -respondió Joséphine orgullosa.

– Ah… -dijo la mujer, sorprendida.

Y en su mirada, Joséphine reconoció la misma extrañeza que leía antaño, cuando paseaba a Hortense por la plaza, en los ojos de otras madres que la tomaban por la niñera. Como si no pudiese existir un vínculo de parentesco entre ella y su hija.

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[20] «Bonito y acogedor».