Dos días antes había cenado con su editor. Habían hablado de la traducción, de la portada, del título en inglés: A Humble Queen, de la presentación a la prensa, de la tirada. «Los ingleses adoran las novelas históricas y el siglo XII no es un periodo muy conocido aquí. En la época nuestro país estaba muy poco poblado. ¿Sabía que hubiera podido alojarse a toda la población de Londres en dos rascacielos?». Edward Thundleford tenía la tez y la nariz colorada de los aficionados al buen vino, el pelo blanco pegado al cráneo y cayendo a un lado, una pajarita y uñas abombadas. Refinado, educado, atento, le había hecho muchas preguntas a propósito de su trabajo, sobre la forma en la que ella realizaba su investigación para su HDI y había elegido un excelente Burdeos que había probado como un auténtico experto. La había acompañado al hotel y le había propuesto que visitara sus oficinas en Peter Street la tarde del día siguiente. Joséphine había aceptado, aunque no tenía ninguna gana. Hubiera preferido continuar haciendo el vago.
– ¡No me atreví a declinar su invitación! -había confesado más tarde a Shirley, sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra frente a la inmensa chimenea de madera del salón de su amiga.
– Sabes que se puede uno fastidiar la vida siendo educado…
– Es encantador, se ha preocupado mucho por mí.
– Va a ganar un montón de pasta gracias a ti. Olvídate de él y vente a pasear conmigo. Yo te enseñaré el Londres insólito.
– No puedo, ya me he comprometido.
– ¡Joséphine! ¡Aprende a ser una bad girl! [23]
– No te lo vas a creer, pero estoy cambiando poco a poco… Ayer tuve malos pensamientos con mi hija.
– ¡Todavía te queda margen con Hortense!
En el gran salón, habían puesto a punto una estrategia para caer sobre Philippe «por casualidad». Todo estaba pensado, cronometrado, preparado.
– Veamos, él vive aquí… -había dicho Shirley, señalando sobre un plano una calle cercana a Notting Hill.
– ¡Es la calle de mi hotel!
– Y desayuna aquí…
Había señalado en el mapa la situación del pub en torno al cual daba vueltas Joséphine.
– Así que te levantas pronto, te pones guapa, y comienzas la rotación sobre las ocho. A veces llega antes, otras después. A partir de las ocho empiezas a dar vueltas, como si nada.
– Y cuando lo vea, ¿qué hago?
– Exclamas: «¡Philippe, pero bueno!». Te acercas, le besas ligeramente en la mejilla, sobre todo que no se crea que estás disponible, dispuesta a embarcarte, te sientas negligentemente…
– ¿Y cómo se sienta una «negligentemente»?
– Quiero decir que no te das un tortazo en la cara como acostumbras… y adoptas la expresión de la chica que pasaba por allí, que no tiene otra cosa que hacer, miras el reloj, escuchas tu móvil y…
– No lo conseguiré nunca.
– Sí. Vamos a ensayarlo.
Habían ensayado. Shirley hacía de Philippe, la nariz hundida en el periódico, sentado a la mesa. Joséphine balbuceaba. Cuanto más ensayaba, más titubeaba.
– No voy a ir. Voy a parecer estúpida.
– Vas a ir y vas a parecer inteligente.
Joséphine había suspirado y levantó la vista hacia una pared de madera adornada por un gran friso bordado de racimos de uva, de ramos de petunias, girasoles, espigas de trigo, águilas reales, ciervos en celo y ciervas enloquecidas.
– ¿No es un poco Tudor tu casa?
– Sobre todo soy yo la que está atontada. ¡Un solo tío en año y medio! ¡Voy a recuperar la virginidad!
– Te haré compañía.
– De eso nada. ¡Tú das vueltas y vueltas hasta que él te meta en su cama!
Daba vueltas, y vueltas. Las ocho y media y ni un hombre a la vista. Era una locura. No la creería nunca. Se pondría colorada, tiraría la silla, sudaría la gota gorda y se le engrasaría el pelo. Él besaba tan bien… Lenta, dulcemente, después no tan dulcemente… ¡Y el tono de su voz cuando hablaba besando! Era turbador, esas palabras mezcladas con los besos hacían que sintiese escalofríos desde la cabeza a los pies. Antoine no hablaba cuando besaba, Luca tampoco. No habían dicho nunca: «¡Joséphine! ¡Cállate!», dándole una orden que la había dejado de piedra en un territorio desconocido. Se detuvo ante un escaparate para verificar su atuendo. Tenía el cuello de la blusa blanca aplastado. Lo recompuso. Se frotó la nariz y se dio fuerzas. ¡Vamos, Jo, vamos!
Siguió dando vueltas. ¿Por qué estoy forzando al destino? Debería dejar actuar al azar. Papá, dime, ¿voy o no voy? Hazme una señal. Ahora es el mejor momento para manifestarse. Baja de tus estrellas y ven a echarme una mano.
Se detuvo delante de una perfumería. ¿Comprar un perfume? «Eau des merveilles» de Hermés. Le embriagaría. Lo vaporizaría sobre su cuello, sobre las bombillas de las lámparas, sobre sus muñecas antes de dormirse. Leyó el horario de apertura en la puerta de la tienda: no abría hasta las diez.
Volvió a su paseo forzoso.
Fue entonces cuando oyó una voz en su cabeza que decía: «Déjame hacer, hija mía, yo me ocupo de todo». Se estremeció. Se estaba volviendo loca, seguro. «Continúa avanzado ¡como si no pasara nada!». Dio un paso, dos pasos, miró a su alrededor. Nadie le hablaba. «¡Venga! ¡Venga! Continúa trotando, yo lo arreglo, confía en mí. La vida es un ballet. No hay más que tener un director de danza.
Como en El burgués gentilhombre», «¿Te gustaba esa obra, papá?», «¡Me encantaba! ¡La divertida crítica de la burguesía que se pavonea! Me recuerda a tu madre. Era mi revancha ante su espíritu tan estrecho, tan conformista». «¡Yo no lo sabía!». «No te lo contaba todo, hay cosas que no se dicen a los niños. No sé por qué me casé con tu madre. Siempre me lo he preguntado. Un momento de distracción. Ella tampoco lo entendió, creo. Como mezclar churras con merinas. Debió de pensar que me haría rico. No le interesa nada aparte de eso. ¡Avanza, te digo! Avanza…». «¿Crees que es una buena idea? Tengo miedo…».«¡Ya es hora de animarte, hija mía! Ese hombre está hecho para ti». «¿Tú crees?». «El tampoco eligió a la mujer adecuada. ¡Es contigo con quien debió casarse!». «¡Papá, no exageres!». «¡En absoluto! Compra un periódico, te dará empaque…». Se detuvo en el quiosco cerca de la estación de metro, cogió un periódico. «Mantente recta, vas encorvada». Se puso recta y cogió el periódico bajo el brazo. «Así, así, despacio. Más despacio. Prepárate, está allí». «¡Estoy muy nerviosa!». «Que no…, todo va a ir bien, pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». «¿Y eso qué es? ¿Una cita?». «No. ¡Una advertencia! Con múltiples utilidades».
Había llegado a la última esquina del cuadrilátero. Los últimos metros hasta la terraza.
Le vio. De espaldas. Sentado a una mesa. Desplegando los periódicos, colocando su teléfono, llamando al camarero, haciendo su pedido, cruzando las piernas y poniéndose a leer. Era mágico contemplarle, sin que lo supiese, leer en su espalda el final de su noche, el principio de su jornada, la pausa bajo la ducha, el beso al hijo que se va al colegio, el apetito que crece ante los huevos con beicon, el café solo y la esperanza de un nuevo día. Se libraba a ella, desarmado. Ella descifraba su espalda. Le prestaba sus sueños, le abrigaba con besos, él se ofrecía. Tendió la mano hacia él y dibujó una caricia.
Ahora sabía que no pertenecía a otra. Podía leerlo en el brazo que tendía para volver la página del periódico, en la mano que cogía la taza y la acercaba a sus labios, en la despreocupación que se adivinaba en cada uno de sus movimientos.