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Hacía dieciocho días que ella se había marchado, dieciocho días que él permanecía en silencio. ¿Qué decir, al cabo de dieciocho días, a una mujer que te coge de la mano y se ofrece sin calcular? ¿Que tanta prodigalidad le hacía retroceder? ¿Que estaba petrificado? Se decía que nunca tendría brazos suficientemente largos para recibir todo el amor que dispensaba Joséphine. Tendría que inventar palabras, frases, juramentos, contenedores, trenes de mercancías, estaciones de carga y descarga. Ella había entrado en él como en una habitación vacía.

No debería haberse marchado. Habría amueblado esa habitación con sus palabras, sus gestos, sus abandonos. Le habría dicho en voz baja que no fuese tan deprisa, que yo era un debutante. Se puede improvisar un beso sobre el andén de una estación, repetirlo contra un horno sin pensarlo, pero cuando, de pronto, todo se vuelve posible, uno ya no sabe.

Había dejado pasar un día, dos días, tres días…, dieciocho días.

Y quizás diecinueve, veinte, veintiuno.

Un mes… Tres meses, seis meses, un año.

Será demasiado tarde. Estaremos convertidos en estatuas de piedra, ella y yo. ¿Cómo explicarle que ya no sé quién soy? He cambiado de dirección, de país, de mujer, de ocupación, quizás tendría que cambiar de nombre. Ya no sé nada de mí.

Sé, por el contrario, lo que ya no quiero ser, a dónde ya no quiero ir.

Volviendo de la Documenta, sentado en el avión en primera clase, leía un catálogo de arte, repasaba sus compras, pensaba que tendría que mudarse, no tendría sitio suficiente para colocar todas las piezas de su colección. ¿Mudarse? ¿A París, a Londres? ¿Con ella, sin ella? Una mujer se había sentado a su lado. Alta, hermosa, elegante, ágil. Un trueno de mujer. Largos cabellos castaños, ojos de gata, una sonrisa de princesa certificada, dos pesados brazaletes de oro de tres colores en la muñeca derecha, el reloj Chanel en la muñeca izquierda, un bolso Dior. Él había pensado ¡Anda, así que existen copias de Iris! Ella había sonreído, «sólo somos dos. No vamos a comer cada uno por su lado, sería un tostón». ¡Tostón! La palabra había resonado en su cabeza. Era una palabra de Iris. ¡Menudo tostón! ¡Ese hombre es un tostón! Ella había colocado sin preguntar su bandeja a su lado, y se preparaba para sentarse cuando él se oyó responder: «No, señora, prefiero comer solo». Había añadido, interiormente, porque yo sé cómo es usted: guapa, elegante, seguramente inteligente, seguramente divorciada, vive en un buen barrio, tiene dos o tres niños estudiando en buenos colegios, lee sus boletines de notas distraídamente, se pasa horas al teléfono o de tiendas, y busca usted un hombre con ingresos saneados, para reemplazar las tarjetas de crédito de su ex marido. Ya no quiero ser una tarjeta de crédito nunca más. ¡Quiero ser trovador, alquimista, guerrero, bandido, ferretero, jornalero! ¡Quiero galopar, el cabello al viento, las botas llenas de barro, quiero lirismo, sueños, poesía! Y precisamente no lo parezco, pero estoy escribiendo un poema a la mujer que amo y que voy a perder si no me doy prisa. No es tan elegante como usted, salta con los pies juntos sobre los charcos, resbala con una naranja y se cae por las escaleras, pero ha abierto una puerta en mí que no quiero cerrar nunca.

En ese instante, sintió ganas de saltar en paracaídas a los pies de Joséphine. La princesa le había mirado como a un desecho nuclear, y había vuelto a sentarse en su sitio.

Cuando llegaron, ella llevaba grandes gafas negras y le había ignorado.

Cuando llegaron, él no había abierto su paracaídas.

Un balón de fútbol golpeó sus pies. Lo devolvió con todas sus fuerzas hacia el chiquillo hirsuto que le hacía señas de chutar. « Well done!» [26] dijo el niño bloqueando la pelota.

Well done, viejo, se dijo Philippe abriendo Le Monde y dejándose caer sobre la hierba. Se me va a quedar el culo verde, ¡pero me da igual! Buscó en las páginas finales un artículo sobre la Documenta. Hablaba de la obra de un chino, Ai Weiwei, que había hecho venir a mil chinos de China para que fotografiasen el mundo occidental y así poder crear una obra a partir de esas fotos. Señor Wei. Era el nombre del jefe de Antoine Cortès en Kenya. Antes de desaparecer, Antoine Cortès le había enviado una carta. Deseaba expresarse «de hombre a hombre». Acusaba a Mylène. Decía que había que desconfiar de ella, que no era trigo limpio. Todas las mujeres le habían traicionado. Joséphine, Mylène, e incluso su hija, Hortense. «Nos reducen a papilla y nos callamos». Las mujeres eran demasiado fuertes para él. La vida demasiado dura.

Iba a volver a casa y a trabajar sobre el dossier de los calcetines Labonal. Le gustaban muchísimo esos calcetines. Envolvían el pie como zapatillas, suaves, elásticos, reconfortantes, no se deformaban al lavarlos, no picaban, no apretaban, debería enviar algunos a Joséphine. Un bonito ramo de calcetines de primera calidad. Sería un medio original de decirle pienso en ti, pero tropiezo con mis emociones. Sonrió. ¿Y por qué no? Eso la haría reír, quizás. Se pondría un par de calcetines azul cielo o rosa, y se pasearía por el piso diciéndose: «No me ha olvidado, me quiere con los pies, ¡pero me quiere!». El director general de calcetines Labonal se había convertido en un amigo. Uno de esos hombres que luchan por la calidad, por la excelencia. Philippe le echaba una mano para sobrevivir a la feroz competencia mundial. Dominique Malfait había realizado numerosos viajes a China. Pekín, Cantón, Shanghai… Quizás se había cruzado con Mylène. Exportaba sus calcetines a China. Los nuevos ricos se volvían locos por ellos. En Francia había tenido la idea excelente, para vender sus calcetines sin pasar por las grandes superficies, de ir a buscar a la gente a su casa. Con tiendas ambulantes de color rojo chillón, con una pantera amarilla dispuesta a saltar. Los camiones cruzaban el país, se detenían en los mercados, en las plazas de los pueblos. Ese hombre sabe luchar. No gime como Antoine. Se remanga y establece estrategias. Debería poner a punto un plan para reconquistar a Joséphine.

Cerró Le Monde y sacó del bolsillo la novela de Romain Gary. La abrió al azar y leyó esta frase: «Amar es la única riqueza que crece con la prodigalidad. Cuanto más se ofrece, más queda».

* * *

– Di, mamá, ¿qué vamos a hacer en vacaciones? -preguntó Zoé lanzando un palo a Du Guesclin, que corrió a buscarlo.

– ¡Es cierto que estamos de vacaciones! -exclamó Joséphine, mientras observaba a Du Guesclin, que volvía hacia ellas con el palo en la boca.

Lo había olvidado completamente. No dejaba de pensar en su entrevista con Garibaldi. Caí en la trampa. He entregado a Antoine. Y puedo estar contenta de no haber hablado de Luca. Habría completado el grupo: ¡Antoine, Luca, Lefloc-Pignel, Van den Brock! Sentía vergüenza.

– ¡Llevas un tiempo en las nubes!-respondió Zoé, felicitando a Du Guesclin que depositaba el palo a sus pies-. ¿Has visto cómo le he enseñado? ¡La semana pasada no me hubiera traído este palo!

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[26] «¡Bien hecho!».