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Llovía sin cesar. Miraban desde el fondo de la cama cómo la lluvia dibujaba largos trazos transversales al golpear contra la ventana. Du Guesclin suspiraba, cambiaba de posición y volvía a dormirse.

Decidieron volver a París sin prisas.

– ¿Quieres que vayamos por carreteras secundarias? -preguntó Philippe.

– Sí.

– ¿Que nos perdamos por las carreteras secundarias?

– Sí. ¡Así estaremos más tiempo juntos!

– Pero, Jo, ¡ahora pasaremos todo nuestro tiempo juntos!

– Soy tan feliz…, me gustaría atrapar a una gaviota, murmurarle mi secreto al oído y que vuele por el cielo llevándoselo…

Llovía tanto que se perdieron. Joséphine daba vueltas al mapa de carreteras en todos los sentidos. Philippe se reía y le aseguraba que no la llevaría nunca de copiloto.

– ¡Pero si no se ve nada! Vamos a volver a una carretera importante ¡Qué le vamos a hacer!

Encontraron la D313, atravesaron pueblecitos que apenas atisbaban bajo el baile atareado de los limpiaparabrisas, y llegaron a un lugar llamado Le Floc-Pignel. Philippe silbó.

– ¡Vaya! Es un hombre importante. ¡Tiene un pueblo con su nombre!

Avanzaban a cinco por hora. Joséphine, a través del cristal, vio una tiendecita con la fachada desconchada. En el frontón, en letras verdes casi borradas sobre un fondo blanco, se podía leer: Imprenta Moderna.

– ¡Philippe! ¡Para!

Aparcó. Joséphine salió del coche y fue a inspeccionar la casa. Vio luz en el interior y le hizo una seña a Philippe para que se acercase.

– ¿Cómo se llamaba? -murmuró intentando recordar las palabras de Lefloc-Pignel.

– ¿Quién?

– El impresor que había recogido a Lefloc-Pignel… ¡Lo tengo en la punta de la lengua!

Se llamaba Graphin. Benoit Graphin. Era un anciano a quien la edad había vuelto extremadamente lento. Les abrió, asombrado. Les hizo entrar en una gran habitación llena de máquinas, de libros, de botes de cola, de planchas de imprenta.

– Disculpen el desorden -dijo el anciano-. Ya no tengo fuerzas para ordenar…

Joséphine se presentó y apenas pronunció el nombre de Hervé Lefloc-Pignel, los ojos del hombre se iluminaron.

– Tom -murmuró-, el pequeño Tom.

– ¿Quiere usted decir Hervé?

– Yo le llamaba Tom. Por lo de Tom Pouce . [27]

– Así que es verdad lo que él me contó, usted le recogió y le educó…

– Le recogí, sí. Educarle, no. Ella no me dio tiempo…

Fue a buscar una cafetera que había sobre un antiguo mueble de cocina de madera y les propuso un café. Caminaba, encorvado, arrastrando los pies. Llevaba un viejo chaleco de lana, un pantalón de pana gastado y zapatillas. Abrió una caja llena de pastas y se las ofreció. Bebía el café mojando las pastas y añadía más, hirviendo, a su taza cuando las pastas habían absorbido todo el líquido. Actuaba mecánicamente, los ojos mirando al vacío, como si ellos no estuviesen sentados frente a él.

– Discúlpenme -murmuró-. No hablo muy a menudo. Antes había gente en el pueblo, animación, vecinos, ahora se han marchado casi todos…

– Sí, lo sé -respondió Joséphine suavemente-. Me contó lo de la calle mayor, los comerciantes, su trabajo con usted…

– ¿Lo recuerda?-dijo, emocionado-, ¿no lo ha olvidado? Después de todo este tiempo…

– Lo recuerda todo. Lo recuerda a usted, él le quiso, sabe.

Ella había cogido la mano deformada de Benoit Graphin entre las suyas, y la apretó sonriendo dulcemente.

Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó los ojos. Intentó volver a guardar el pañuelo, temblando.

– Cuando lo conocí, no medía más que…

Tendió la mano e indicó la talla de un chiquillo.

– ¿Fue hace mucho tiempo?

Levantó el brazo para indicar que ni siquiera podía contar la cantidad de años.

– Tom, el pequeño Tom… ¡Si me hubiesen dicho esta mañana que vendrían a hablarme de él!

– Él habla siempre de usted. Se ha convertido en un gran hombre, muy brillante.

– ¡Oh! De eso, estaba seguro. Ya era muy inteligente… Fue el Cielo quien me lo envió, al pequeño Tom.

– ¿Llamó a su puerta? -dijo Joséphine sonriendo.

– ¡No fue así, no! Yo estaba trabajando…

Señaló las máquinas cubiertas de polvo tras él.

– En aquella época funcionaban. Hacían un ruido de mil demonios… Cuando oí un frenazo violento. Entonces levanté la cabeza, me acerque al escaparate y lo vi ¡Lo que vi!

Golpeó con sus dos manos en el aire como si no pudiese creerlo.

– Un coche enorme que se detuvo allí, justo delante de mí ¡y una mano de mujer que lo tiró! ¡Como quien tira un perro para librarse de él! El chiquillo se quedó allí, plantado en la calle. Con una tortuga en los brazos. Debía de tener tres o cuatro años, nunca lo supe.

– Él tampoco lo recuerda…

– Lo hice entrar. No lloraba. Abrazaba su tortuga. Pensé que ella iba a dar media vuelta y volvería a buscarle. Era una ricura. Bueno, dulce, atemorizado. No sabía decir su nombre. De hecho, al principio, no hablaba. Así que le llamé Tom. Sólo sabía cómo se llamaba su tortuga: Sophie. De aquello hace sus buenos cuarenta años, ¿sabe? ¡Es como decir en otra era! Avisé a los gendarmes, me dijeron que me lo quedara mientras tanto…

Se había roto una galleta en su taza de café. Se levantó para buscar una cuchara. Se dejó caer sobre la silla y prosiguió, empezando la pesca de la galleta:

– No decía ni mamá, ni papá. No quería decir nada. Un día, dijo sólo, quédate conmigo… Me dejó conmovido. Yo no tenía hijos. Entonces empezamos a vivir los tres, él, yo y su tortuga. Adoraba a ese animal. Y, cosa extraña, ella estaba muy unida a él. Cuando le llamaba, ella acudía. No sabía que una tortuga podía tener sentimientos. Levantaba su cabecita hacia él, él la cogía en sus brazos y avanzaba suavemente. Dormía en su cuarto. Al pie de su cama, en una caja. Me acostumbré al chiquillo y a la tortuga. Me acompañaba a todas partes. No daba un paso sin mí. Cuando trabajaba, estaba allí, cuando estaba en el jardín, él me seguía. Yo le había inscrito en el colegio del pueblo, conocía al maestro, no hizo comentarios. Los gendarmes pasaban de vez en cuando a tomar café. Decían que habría que declararlo, que quizás sus padres estaban buscándolo. Yo no decía nada, escuchaba, decía que los padres, si querían recogerlos… No era muy difícil volver y preguntar. ¿Verdad?

Joséphine y Philippe respondieron: «Sí, claro» juntos, suspendidos a los ojos velados del anciano, a la pena que venía a humedecer su mirada, a los viejos dedos mojando pastas.

– Un buen día, vimos llegar a una mujer. Una asistente social. Évelyne Lamarche. Seca, autoritaria, brusca. Tenía marcado «RV Le Floc Pignel» en la agenda, ese día. Decidió que tenía que irse con ella. ¡Así! ¡Sin preguntar nada, ni a él ni a mí! Cuando protesté, me dijo que era la ley. Y cuando hubo que encontrarle un nombre, declaró que se llamaría Hervé Lefloc-Pignel, y que lo iba a dejar en una familia de acogida. Protesté, dije que yo era su familia de acogida, ella respondió que tenía que estar inscrito en una lista, que había un montón de gente esperando niños, que yo no me había inscrito. ¡Pero bueno! ¡Yo no esperaba ningún niño!

Se secó los ojos de nuevo, dobló su pañuelo, lo guardó en el bolsillo y limpió las migas del bollo de la mesa con la manga del jersey.

– Se marchó en tres minutos. Había pasado seis años conmigo. Gritó cuando ella se lo llevó, la arañó, la mordió, le dio patadas. Ella lo tiró dentro del coche y cerró con llave. Él gritaba: «¡ Abuelito! ¡Abuelito!». Así era como me llamaba. Yo no era viejo en aquella época, pero me llamaba así… Creí morir. En una noche se me quedó el pelo blanco.

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[27] La versión inglesa de Pulgarcito (N. del T.).