– Querida, tienes tantas ideas que me gustaría contratarte para Liberty…
– ¿De verdad? -preguntó Hortense, seducida.
– Cuando hayas terminado tus tres años de estudios.
– Ah -dijo ella, decepcionada.
– Pero recuerda, lo que es lento es exquisito… Lo has dicho tú.
Ella sonrió. Sus grandes ojos verdes se tiñeron de un interés que no dejó indiferente al hombre. Él levantó la mano para pedir la cuenta, pagó sin mirar la nota y añadió: «¿Levamos anclas, compañera?». Ella cogió el bolso Miu Miu que él le había regalado antes de pedir el té y los scones y le siguió.
Fue al dejar el cuarto piso, mientras esperaban el ascensor, cuando sucedió la cosa horrible.
Ella esperaba a un lado balanceando su nuevo bolso, calculando su precio entre seiscientas y setecientas libras como mínimo -se lo había regalado con tanta desenvoltura, que se preguntó si no lo habría cogido de un contenedor para ponérselo bajo el brazo antes de dejar la tienda-, Nicholas hablaba por teléfono, decía «que no, que no» con tono impaciente, ella se entretenía pasándose el bolso de una mano a otra, colocándoselo bajo el brazo derecho, bajo el brazo izquierdo, examinaba su reflejo en la puerta del ascensor, giraba, revoloteaba, cuando la puerta se abrió dando paso a una mujer magnífica. Una de esas criaturas tan elegantes, que una se detiene a estudiarlas en la calle, para intentar comprender cómo han conseguido ese milagro: ser única y deslumbrante sin un miligramo de banalidad. Llevaba un vestido negro ceñido, un collar de perro con diamantes falsos gruesos como onzas de chocolate, manoletinas, guantes negros largos, y un enorme par de gafas negras que subrayaban una deliciosa naricita respingona y una boca roja delicada como una cereza que se acaba de morder. Un enigma de la belleza. Una emanación de feminidad embriagadora. Sólo negro, un negro que brillaba con mil colores de tan negro que era. A Hortense se le desencajó la mandíbula. Estaba dispuesta a seguir a la deslumbrante criatura hasta el fin del mundo para descubrir sus secretos. Giró sobre sí misma para seguir a la aparición, y cuando volvió a las puertas abiertas del ascensor, divisó a un hombre ocupado en recoger el contenido de un bolso que se había volcado. Nicholas impedía que la puerta del ascensor se cerrase y escuchó al hombre decir: «Perdónenme… Muchas gracias». ¿Qué aspecto tendría el hombre que acompañaba a esa mujer magnífica?, se preguntó Hortense, conteniendo el aliento, esperando a que el hombre agachado se incorporara.
Tenía el aspecto de Gary.
Vio a Hortense y se echó hacia atrás como si se hubiese quemado con aceite hirviendo.
– ¿Gary?-llamó la criatura magnífica-.¿Vienes, love?
Hortense cerró los ojos para no ver nada más.
– Ya voy… -dijo Gary, besando a Hortense en la mejilla-. ¿Nos llamamos?
Ella abrió los ojos y los volvió a cerrar. Aquello era una pesadilla.
– Humm… Humm -hizo Nicholas, que había terminado su conversación-. ¿Nos vamos?
La deslumbrante criatura se había instalado en una mesa y hacía una señal a Gary para que se reuniese con ella, levantando la gruesa montura de sus gafas, descubriendo dos almendrados ojos negros de cierva al acecho, extrañados de no ver a la horda de paparazzi pisándole los talones.
– ¿Vamos? -repitió Nicholas manteniendo la puerta del ascensor abierta-. No tengo la intención de hacerme ascensorista.
Hortense asintió con la cabeza, saludó a Gary como si no lo reconociese.
Entró en el ascensor y se apoyó contra la pared. Me voy a estrellar contra el sótano. Descenso a los infiernos garantizado.
– ¿Damos una vuelta por Camden?-preguntó Nicholas-. La última vez encontré dos cardigan Dior por diez pounds! A real bargain! [18]
Ella le miró. El torso demasiado largo de verdad, pensó ella acercándose, pero ojos bonitos, una hermosa boca, un aire de corsario… Quizás, si me concentro en el corsario…
– Te quiero -dijo inclinándose hacia él. El se sobresaltó, sorprendido, y la besó dulcemente. Besa bien. Se toma su tiempo.
– ¿Lo piensas de verdad?
– No. Sólo quería saber qué sensación producía el decirlo. Nunca se lo he dicho a nadie.
– Ah… -dijo él, decepcionado-. Ya me imaginaba que era…
– Un poco precipitado… Tienes razón.
Ella le cogió del brazo y caminaron hacia Regent Street.
De pronto, Hortense se quedó inmóvil.
– ¡Pero si es una vieja!
– ¿Quién?
– ¡La criatura del ascensor, es una vieja!
– Exageras… Charlotte Bradsburry, hija de lord Bradsburry, confiesa veintiséis años, ¡para no reconocer veintinueve!
– ¡Una vieja!
– Un icono, querida, ¡un icono de la sociedad londinense! Diplomada en Cambridge, con criterio literario y erudita, atenta a todo lo que se hace en arte, en música, a veces mecenas, y generosa además: ¡tiene fama de descubridora de talentos! Dedica su tiempo y sus relaciones al servicio de jóvenes desconocidos que, muy pronto, se convierten en famosos.
– ¡Veintinueve años! ¡Ya sería hora de que se muriese!
– Deslumbrante y redactora en jefe de The Nerve, ya sabes, la revista que…
– The Nerve! -gimió Hortense-. ¿Es ella? ¡Estoy acabada!
– Pero ¿por qué, querida, por qué?
Había hecho una señal a un taxi que se detuvo ante ellos.
– ¡Porque tengo la firme intención de ocupar su puesto!
En ese domingo 24 de mayo, Mylène Corbier estaba en su puesto. Había reemplazado la televisión por un enorme par de prismáticos y espiaba a sus vecinos. Estaba deseando volver del trabajo para inmiscuirse en la vida de los demás. Sacaba la lengua, mojaba los labios, lanzaba grititos o condenaba haciendo chascar la lengua. Cuando se los cruzaba, se reía ahogadamente al verlos. Lo sé todo de vosotros, pensaba, podría denunciaros si quisiera…
Esa mañana, hubo una redada de la policía en el quinto, y habían arrestado a una pareja. Dos pobres diablos que habían partido rodeados por un escuadrón de hombres, que golpeaban el suelo con el tacón de sus botas para advertir a los vecinos de que no violasen la ley. El señor y la señora Wang no pagaban el impuesto por el hijo suplementario. Se había descubierto que tenían dos hijos, y escondían a uno cuando tenían visita. No salía nunca o lo hacía a hurtadillas, a escondidas de sus padres, vestido con la ropa de su hermana mayor. Eso era lo que le había traicionado. Él era muy menudo mientras que su hermana era fuerte. Flotaba en su ropa como un abejorro en la ropa de Espinete. Mylène había visto a los dos niños desde hacía mucho tiempo. Rezaba para que el pequeño no fuese descubierto. Tenía grandes ojos negros asustados y la cabeza llena de remolinos. No paraba de rezar. Tenía miedo. El señor Wei la hacía seguir, estaba segura. Había intentado localizar a Marcel Grobz, pero él no respondía a sus llamadas.
Quería volver a Francia. Ya estoy harta de estar sola, ya estoy harta de pasarme el día trabajando, ya estoy harta de que me toquen la nariz porque soy extranjera, ¡ya estoy harta de sus karaokes televisados! Quiero la tranquilidad de Anjou.
Los domingos eran terribles. Se quedaba en la cama el mayor tiempo posible. Alargaba la hora del desayuno, tomaba un baño, leía los periódicos, subrayaba una dirección, estudiaba un maquillaje, un peinado, buscaba ideas que copiar. Después hacía un poco de gimnasia. Se había comprado el programa de fitness de Cindy Crawford. Ella no se habría podrido en China. Ella se habría marchado enseguida.
Sí pero ¿qué hacer? ¿Me voy dejando mi dinero?
Ni hablar.
¿Voy a refugiarme al consulado de Francia? ¿Lo cuento todo y pido un nuevo pasaporte? Wei se enteraría y me castigaría. Puedo acabar encerrada en un ataúd. Y no tengo familia en Francia que vaya a alarmarse.